(Ciudad de México, 1963). Es autora, entre otros libros, de En esa delgada separación (Universidad Veracruzana, 2019).
Fue en el jardín de mi abuelo paterno, Silvio (a quien, por cierto, debo mi nombre), donde vi por primera vez una flor. Era una rosa, amarilla, muy extraña porque tenía pétalos suaves y justo debajo unas espinas con las que me pinché el dedo. Un descubrimiento asombroso, ese como papel con vida, espléndido, fúlgido, esa flor tan frágil parecía venir de otro mundo, nada tenía que ver con los muros que circundaban el jardín ni con la misma tierra. Parecía haber salido de la nada. A un lado había otras de color rojo, rosa y blanco. Imaginé que eran seres mágicos como los chaneques, habitantes de las ceibas.
Desde entonces cada domingo visitaba las flores de la casa de mis abuelos. Había geranios, alcatraces, bromelias, obeliscos, azaleas, lirios, violetas, geranios, claveles, anturios y hasta tulipanes. Colores exóticos y, sobre todo, un mundo misterioso. Me atraía su mutismo y, a la vez, la luz que cada una tenía. Era una sinfonía como de papel cortado: formas, tonos, texturas. ¿Y cómo nacían? Ese misterio me sigue asombrando. Vi un tallo romper la tierra como si fuera un cascarón: rasgar un límite para sobrevivir. Luchaba ciegamente hasta que alcanzó la claridad, perdido en la ceguera del crecimiento de su raíz, a tientas supo —ese tallo— que tras la capa espesa y negra de tierra, encima de sus filamentos fragilísimos, estaba la intemperie y que ahí alcanzaría el sol.
El jardín se volvió un espacio de revelaciones. No se trataba del campo al que íbamos de vez en vez, donde la exuberancia y el desorden convivían; éste era un lugar cultivado, la naturaleza aquí se transfiguraba para dar un sentido a mis sentidos. Entre las flores organizadas me sentía acogida, acompañada, hasta comprendida. Parecía haber un equilibrio entre todos los habitantes: flores, insectos, árboles, todo convergía en un movimiento perpetuo, todo se comunicaba y fluía una especie de viento purificador.
Fui descubriendo su naturaleza compleja, las plantas en su mutismo entablaban un diálogo con los insectos y los pájaros. Atadas a su sitio —sin locomoción alguna— fui percatándome de cómo las semillas, esos fragmentos tan insignificantes en apariencia, se iban lejos gracias a los animalillos que se las llevan dentro o fuera, y también pude verificar que las semillas que caían ahí mismo, junto a los tallos de su propia planta, casi siempre morían: descubrí entonces que una clave de la supervivencia es volar fuera del cobijo de los progenitores. Flores sabias que atraen con su néctar a mariposas, abejas, aves, para que su descendencia se desplace. Existen también semillas que son pequeñas espirales y, al viajar con el viento y volar, caen suavemente para no dañarse. Otras poseen una tecnología más conservadora y están dentro de una vaina, más protegidas pero menos aventureras. Algunas más forman esferas como de estambre y se van a buscar suerte en grupo, o, por el contrario, las microscópicas esporas. En este mundo que yo percibía escondido, encontré una maquinaria natural desarrollada, una cadencia de sistemas avanzados funcionando de manera rigurosa y puntual.
Muchos años después supe que ese jardín era todos los jardines, era el origen, la unidad primordial; era el paraíso. Permanecer me daba la sensación de cobijo y una armonía me rodeaba; a veces, cuando llegaba la noche antes de irnos a casa, veía desde ahí las estrellas y me parecía que estaban hechas del mismo material que las flores. Había entre ellas un diálogo —un pacto— y yo era el eslabón. Después, irnos significaba caer en una soledad sin fondo. Quería en mi imaginación construir ese cuerpo de la flor, hacerla crecer tal cual era en mi recuerdo, en mi experiencia recién vivida. El jardín restaura —dice Octavio Paz. Por ello no dejo de visitar, en la memoria, ese jardín de mi infancia. Las imágenes de las que está hecha nuestra memoria —según Giorgio Agamben— tienden de manera incesante a quedar fijadas como espectros y justo al recrearlas mediante el arte, se las restituye a la vida (Ninfas, Pre-Textos, 2010).
Además de picarme con las espinas de las rosas, fui descubriendo que donde hay luz también hay sombra: en ese jardín cultivado, había vegetación anómala y venenosa. En cierta ocasión toqué una flor llena de espinas minúsculas, era un atractivo bulbo rosáceo, cuando lo acaricié me di cuenta de que en realidad era una boca cerrada, me mordió y sangraron mis dedos; era una flor carnívora. También encontré, enredada entre los diferentes tallos, una planta muy verde de hojas ovaladas, la toqué y me quemó los dedos, ocasionándome de inmediato una urticaria. Eran ortigas, de las plantas más agresivas por la sustancia ácida que desprenden. Paradójicamente, con grandes poderes medicinales.
En la Antigüedad se concebía el mundo vegetal y el cósmico con vasos comunicantes; la botánica fabulosa fue dotando a ciertas raíces con poderes divinos, como la mandrágora, casi animal porque grita cuando la arrancan (Borges), hechicera mayor entre las alucinógenas (Lizalde) y cuyos jugos han sido considerados a lo largo de milenios en páginas sagradas y literarias la sustancia idónea para adormilar las penas de amor. O la circea, la droga que Circe dio de beber a Odiseo en copa de oro para retenerlo en su poder. O la cicuta mayor (que no es raíz sino hierba), con la que se preparaba en Grecia el brebaje mortífero para los condenados a muerte y que Sócrates bebió frente a sus discípulos.
Los arios de la edad védica conocían el poder simbólico de las raíces, su empleo dio origen al arte mágico malévolo que conecta con el mûlavat: el monstruo, el ogro, y que en Occidente llamamos brujería. La mitología vegetal se basa entonces en los poderes divinos y diabólicos de las plantas, dando lugar a supersticiones tan antiguas como el espíritu humano. Los helenos veían en cada árbol una divinidad. Una de las formas más antiguas de Baco es donde aparece pintado en un jarrón su busto de dios imberbe y juvenil saliendo del follaje de un arbusto (Fr. Lenormant, Dictionnaire des antiquités grecques et latines). Más adelante éste se convertirá en la vid sagrada y el dios se irá transformando en Dionisos, adornado para su fiesta, coronado de pámpanos y hiedra, con una máscara, ropas que simulan su vestimenta, un altar y una mesa destinada para las ofrendas y libaciones.
En su Tratado de las ninfas, sirenas, pigmeos y otros seres (1566), el médico renacentista Paracelso afirma que el ser humano, o lo que él llama la generación de Adán, es de una naturaleza mixta, por un lado formado por la tierra, lo tangible y material, y por el otro por lo invisible, espiritual y sutil. Eduardo Lizalde agrega que «Entre los vegetales que habitaron la tierra varios miles de millones de años antes que las especies zoológicas, se encuentra seguramente el verdadero eslabón perdido del género humano, y no entre los arcaicos antropoides como creía Darwin» (Manual de flora fantástica, Cal y Arena, 1997). Y en ese tránsito de organismos inmóviles a máquinas verdes y perfectas, enloquecieron y enfermaron, tal cual aparecen en el jardín de Rappaccini, donde las bellas plantas y flores —bajo el manto de belleza y efluvios llenos de perfumes— envenenan a quien las aspira y toca (Octavio Paz, La hija de Rappaccini, 1956).
Fray Bernardino de Sahagún, en el Códice Florentino, describe cientos de hierbas y plantas mexicanas alucinógenas que existían en el México prehispánico. El peyote (tan caro a Antonin Artaud cuando vivió en la Sierra Tarahumara), utilizado por los chamanes huicholes para ver y modificar durante los estados visionarios la otra realidad que se halla en los fenómenos de este mundo. El toloache, que servía para enloquecer de amor a una persona. El hongo sagrado mexicano, llamado por los aztecas teonanácatl, que significa «carne de los dioses», y lo ingerían en las ceremonias.
El soma, antiguo narcótico divino de la India, no es un mediador sagrado como todos los demás, es un dios, pues se creía que beberlo confería la inmortalidad. Similar a la ambrosía griega, este néctar de la inmortalidad es lo que los dioses beben y es lo que los vuelve dioses. El mismo que utilizará siglos después Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz (1932) para determinar el soma como una droga en tabletas que se ingería diaria y reglamentariamente para prevenir depresión, inadaptación personal, inquietud social y difusión de ideas subversivas.
En la Modernidad las drogas fueron clasificadas por Albert Hofmann en analgésicos y eufóricos como opio y cocaína, tranquilizantes como la reserpina, hipnóticos como la kava-kava y alucinógenos o psicodélicos como el peyote, la mariguana y otros.
Pero volvamos a las flores: entre ellas, la supremacía real suele concederse a la rosa. Ya citada en la Biblia y cultivada desde tiempos muy antiguos, civilizaciones diversas, creencias, religiones e ideologías han utilizado su imagen. Proviene de Persia, desde donde se extendió, a través de Mesopotamia, a Palestina, Asia Menor y Grecia. Se impuso sobre la flor del loto egipcio y el narciso griego. En Roma, las rosas rojas se consagraban a Venus y la fiesta de las rosas, las rosalías, formaban parte de las ceremonias ligadas al culto de los muertos.
La rosa blanca y la rosa roja son los nombres que se dan en la alquimia a las tinturas lunar y solar. En el Diccionario de símbolos (Siruela, 1997), escribe Juan Eduardo Cirlot: «La rosa única es, esencialmente, un símbolo de finalidad, de logro absoluto y de perfección». La rosa, esa diminuta pieza extraordinaria: «¡Ave rosas, estrellas solemnes! […] Solitarias, divinas y graves, / sollozad, pues sois flores de amor, / sollozad por los niños que os cortan, / sollozad por ser alma y ser flor, / sollozad por los malos poetas / que no os pueden cantar con dolor, / sollozad por la luna que os ama, / sollozad por tanto corazón / como en sombra os escucha callado, / y también sollozad por mi amor» (Federico García Lorca, La oración de las rosas, fragmentos, 1918)