In memoriam † Ignacio Padilla
«¿Qué es un sushi?»
A finales de noviembre de 1989, unas semanas después de la caída del muro de Berlín, conocí a Nacho Padilla. Me lo presentó Beatriz Meyer, quien era su compañera en las becas de literatura del inba.
Enfundado en un suéter color rojo y unos pantalones de gabardina beige. La mirada suave tras el armazón ligero de los lentes y mochila al hombro. Conversamos sobre Borges, Savinio y Quiroga. Hablamos del mar, un tema que apasionó a Nacho a lo largo de su vida: «la magia del mar, de los mitos invadiendo nuestra pinchurrienta vida y pobre realidad, de la necesidad tremendamente humana de soñar y amar al otro lado del espejo (lo cual siempre es más divertido, más macabro, más excitante)».
Nacho recién había obtenido el Premio Literario Nacional de las Juventudes Alfonso Reyes. Yo aún no vivía en la Ciudad de México.
Nacho sugirió ir al Daruma a comer sushi.
—¿Qué es un sushi? —pregunté.
—Te va a gustar, es comida japonesa, es un viaje…
Así supe y probé por primera vez un sushi. Así inició una intensa relación epistolar. Así nació una amistad que guió mi forma de ser y estar en el mundo.
Novela-río
«La novela se ha portado bien, en lo que cabe. Cada página aparece un Nacho más exigente, lo cual no es del todo positivo: resulta obsoleto escribir cuartillas casi siempre destinadas al basurero por un espíritu demasiado preciosista. El semestre terminó hoy y mi casa está prácticamente vacía desde hace tiempo; eso me agrada por ser promesa de horas enteras frente a frente con Orlando y con Eva…» (16 de abril de 1990).
Cada semana llegaba a Campeche una carta de Nacho, de los sobres surgían los capítulos i, v, ix, xvi… de su novela-río. Cuartillas mecanografiadas: «Es que mi máquina soy yo». «Tallereábamos» nuestros textos a la distancia. Sus personajes eran Orlando y Eva. «No tienes idea de cuánto te agradecemos Orlando y yo tus cartas. Poca gente ha podido entender el aire que flota en nuestra Isla, y por eso estamos entregados a nuestra historia más que nunca». Orlando lo obligó a cuidar los gerundios. Fue una lucha a teclazos y a liquid paper, a fotocopias que han sufrido el paso del tiempo: el tóner es una pálida sombra, sólo destacan las anotaciones del bolígrafo, esa letra clara, redondita de Nacho.
Aún no imaginábamos que vendría la internet. Sin embargo, nunca fue más corto el trayecto de la colonia Xotepingo a la calle Siris.
«I took the old track…»
Durante algunos años coincidimos en la cafetería del Fondo de Cultura Económica cada viernes por la tarde junto con Ernesto Lumbreras, Jorge Fernández Granados, Armando Oviedo, Pedro Guzmán, Guillermo Fernández y Joel Mendoza. Intercambiábamos libros, conversábamos de cine y nos prestábamos los entonces novísimos cd que conseguíamos con mucho esfuerzo. Extrañábamos el roce de la aguja en los surcos del vinilo, pero nos maravillamos con la nitidez de la versión digital de «Here Comes the Flood», de Peter Gabriel y Robert Fripp.
Fueron años efervescentes. Trabajábamos de día, escribíamos y leíamos de noche. Con poco, organizábamos fiestas divertidísimas y algunos fines de semana hacíamos viajes cortos a Malinalco, a Zirahuén o a Cuernavaca, donde Pedro Guzmán pedía estar al volante: «Nacho, manejas a sesenta, como ancianito. ¡Nunca vamos a llegar!».
Nacho se preparaba para cursar la maestría en Literatura Inglesa en la Universidad de Edimburgo. Yo redactaba la tesis de licenciatura sobre Thomas Mann. Me mostraba entusiasta sus hallazgos sobre Shakespeare en los tomos de Aguilar e íbamos a las librerías de viejo en la calle de Donceles. Éramos unos gambusinos en busca del arca perdida. Dimos brincos de felicidad cuando descubrimos la edición chilena de Amo y perro, de la Biblioteca Zig-Zag de 1927.
Las calles adoquinadas de Edimburgo, las gárgolas, el cielo plúmbeo y el verde fosforescente de los campos de Escocia, «esta tarde me encontré a Robert Louis Stevenson, o ¿acaso su fantasma?…», la bulliciosa residencia de estudiantes, la magra beca universitaria y los muchos sueños… Después vendrían el Manifiesto del crack, el doctorado en Salamanca, otras misivas cruzando pacientemente el océano, cuartillas cargadas de nuevos proyectos o sobre relatos breves que fueron creciendo como una partida de ajedrez. Cervantes y el Quijote. El regreso a México, el establecerse en Querétaro. Empezó la era de los correos electrónicos, nos sentíamos raros y fascinados con la inmediatez de la internet. La alegría por los nacimientos de sus hijos Constanza y Rodrigo. Su residencia diplomática en Londres, mi breve cotidianidad en Montevideo. Otra vez México…
«Sólo para fumadores»
Hace unos años, coincidimos en un encuentro literario en Tampico. Después de las lecturas, salimos a tomar unas horchatas en la cafetería del zócalo. Observamos a la gente pasar al comienzo de una tarde calurosa, desde una mesita, rodeados de palmeras. Cada quien encendió su cigarro.
—Nuestros amigos han dejado de fumar, de beber, algunos van al gimnasio. Tú y yo somos parte de un club sin lustre —agregó.
—Quizás deberíamos intentar dejar de fumar, tendríamos más probabilidades de llegar a viejos… Me es difícil, disfruto fumar.
—Como Julio Ramón Ribeyro en «Sólo para fumadores», ¿recuerdas?, concluiremos este cuento yendo a la esquina por una cajetilla de Camel y otra de Marlboro.
Y aplastamos nuestras respectivas colillas en el cenicero.
Última carta
Nacho queridísimo: Unos minutos antes de que llegaras al Panteón Francés, cayó una granizada que devino en aguacero. Sí, como en el poema de Vallejo. Después, se desprendía una suave bruma que rodeaba a los árboles y las placas del camposanto. Lo sé, estoy sacando mi «vena melodramática italiana», como me decías. Releí tu último whatsapp (ya ves, pasamos de las misivas a la mensajería multiplataforma), que aún está en modo disponible: «¡Enzia queridísima!, ¡veámonos pronto!, ¡urge!». Y aquí estoy, Nacho, con «la soledad, la lluvia, los caminos…»