El libro Pájaros en la boca, de Samanta Schweblin, responde al espíritu del siglo xxi: la convivencia entre las más variadas tendencias literarias para escribir «de forma que no se entienda nada y de forma que se entienda todo», como dijeron Michael Pfeiffer y David Lodge. Sin embargo, estos cuentos tienen un sólido centro que los mantiene unidos: la prolongación y defensa del enigma.
Con este libro, la autora argentina ganó en 2008 el premio Casa de las Américas y ha logrado una colección de extrañezas cotidianas. Como la pareja que espera con toda naturalidad «algo», más que a «alguien», luego de un embarazo peculiar; o un hombre que durante sus vacaciones se encuentra con un raro lugareño cavando un pozo en el jardín de la casa veraniega, y cuyo servilismo mantiene hasta el final la tensión hacia algo que no llega (paranoia en pleno); o aquellos viajeros que hacen un alto en un parador para encontrarse con la trágica inocencia de un hombre de baja estatura que se afana, aunque su esposa yace muerta en el piso de la cocina, en servir la cena a sus comensales. O también la otra parte, el «cinismo» ante lo fantástico, cuando, por ejemplo, un Papá Noel se presenta en casa de una familia y nadie parece creerle; o como en aquel cuento donde un hombre sirena le propone a una mujer sacarla de su cotidianidad. Samanta Schweblin parece gozar con la idea de crear seres extraños para burlarse de su condición frágil (inversamente proporcional al cinismo de los humanos) y para usarlos como conejillos de Indias al sembrar en ellos todo el registro de la podredumbre humana.
El libro mantiene dos constantes: la lucha entre lo mundano y lo extraordinario, más que una revuelta entre realismo y fantasía; y la conciencia de que siempre es «el otro» —un empleado, un desconocido, un personaje secundario— el detonante de lo extraño. El otro, siempre el otro, es quien adolece de conexiones con lo real, con lo normal; y la fuerza inversa que se aplica produce desconcierto y angustia. La lectura que la autora da del mundo se percibe en las reacciones y en la conciencia con que los personajes, los principales, asumen los hechos: la pérdida de la inocencia. Hay una desilusión perenne, una advertencia de que los sueños, como la vida, siempre terminan.
Pájaros en la boca consigue que lo extraño/fantástico sea la realidad vulgar. Entonces, esa dicotomía a priori de alguna manera es superada por la autora y vuelve este conjunto un todo.
Quizá el cuento que da título al libro sea el ejemplo más contundente de esa imposición del cinismo ante la sorpresa y ante la ingenuidad de otras historias donde «lo extraño» o «lo fantástico» es lo importante. La anécdota, a mi gusto, trastoca toda esa literatura cursi que trata de ser una metáfora del mundo, una alegoría en un tiempo que ya no las permite. Una niña tiene la simple y constante peculiaridad de comer pájaros. Nada más. Para lograr esta sensación de aniquilamiento alegórico, el padre sólo atina a preguntarse qué hace su hija con los restos óseos en la boca: ¿se los traga? El tratamiento de esa anormalidad sólo detona en él angustia y malestar. Para la hija (y para el lector) no significa más que comer unas papas fritas. De esa forma, de un tajo, elimina la posibilidad de —como podría hacer un escritor menos virtuoso— hacer que el personaje comedor de pájaros salga volando por la ventana. Samanta Schweblin nos da una fatídica insinuación: si antes lo raro, lo extraño, podía desatar historias de otra índole, no explicables por la inteligencia, ahora cualquier anomalía podría tratarse con el psiquiatra. Es decir, resulta que en estos días los comportamientos «extraños» duran mientras un doctor encuentre la prescripción adecuada. La inteligencia de este siglo nos muestra que antes que las realidades y los mundos alternos existen problemas del alma humana que aún, a pesar de siglos de tradición, no se han resuelto por completo.
El libro de Samanta Schweblin podría resultar un pequeño martillo que ayude a cincelar las articulaciones del esqueleto de las corrientes literarias actuales. La conciencia del lector postmoderno, aunque aún permite el convencimiento de la ficción, ya no tolera el paso desinhibido de la naturalidad con que, antes, los realistas o los fantásticos caminaban sobre la tierra. La memoria colectiva, la rapidez de la información y el conocimiento impiden que los lectores acostumbrados a ver cabezas decapitadas crean al pie de la letra que una mujer se eleve en un mar de mariposas amarillas. No es cuestión de verosimilitud, aclaro, sino de la pérdida de la inocencia y la llegada, para bien o para mal, de un cinismo que suplanta lo cándido.
La segunda parte del libro —virtual, por supuesto— la conforman los cuentos «La medida de las cosas» y «Cabezas contra el asfalto», narraciones que revisan los procesos de la obsesión y la paranoia, pero, a diferencia de los otros textos, de una manera directa: en el primer caso, un triste artesano del color y del orden que se refugia en una juguetería para escapar
de la amorosa sobreprotección de
su madre, y que es, para desasosiego de muchos, un recordatorio de que la vida es un continuo despertar, un arrebato de los mundos privados y cómodos que nos formamos cada uno de nosotros. Lo repito: ninguna fantasía dura lo bastante, ninguna es infinita y entonces se vuelve triste y vaporosa como la realidad. El segundo cuento analiza los procesos del arte, sus deformaciones y equívocos cuando la obra emerge y el público, el espectador, no recibe lo que imaginó.
Estos dos cuentos equilibran el espíritu del libro y logran mimetizarse con la atmósfera general para que Pájaros en la boca deje la impresión de que el enigma no se ha revelado por completo. Y estos cuentos, también, son el cierre conceptual de este volumen.
¿Qué clase de libro es éste?
Posiblemente es uno de ésos, aguafiestas, que le advierten al lector en cada página que, aunque la curiosidad lo apabulle, a veces es mejor quedarse con la curiosidad y no preguntar más.
Pájaros en la boca, de Samanta Schweblin. Almadía, Oaxaca, 2010.