Un bar vacío,
el silencio
como un eco
de lo que hay adentro,
el bullicio
como un recuerdo
de lo que flota en el aire.
Las luces encendidas,
las cortinas metálicas abajo,
los candados oxidados por la sal.
Los avisos de gaseosas,
la publicidad de cervezas,
los calendarios desfasados
entre el tiempo y el polvo,
enmarcados en la grasa de la pared,
las marcas de afiches arrancados
que dejaron su forma en la pintura
como un espacio
entre la nostalgia y el abandono.
El brillo frágil
de un par de alas de moscas
atrapadas
en las pelusas del techo.
La derrota de la seguridad
vibrando
como la fotografía de un antiguo amor
que se vuela entre los dedos
al cruzar el mar en un ferry
huyendo a cualquier lado.
El problema no es el lugar
sino uno mismo
tragándose el alcohol
y la cocaína,
tragándose la elección de una vida
por el patio trasero del lado salvaje.
El ruido de la calle,
el frío,
el delicioso silencio de un bar cerrado,
dos copas que se chocan,
el olor dulce del bourbon,
una mesa y caminos blancos
que no conducen a nada,
salvo a un subterráneo
empapelado con queloides
y el canto destemplado
del pájaro de la locura,
cierta melancolía entre el deber
y el placer
de vagar,
de perder el tiempo,
de continuar la ironía hasta desangrarse,
tatuarse con una navaja oxidada
la misma historia sin goce,
de saborear la médula de la vida
hasta volverse un idiota.