(Lima, 1947). Su libro más reciente es Amores líquidos (peisa, 2019). Recibió el Premio de la Casa de la Literatura Peruana 2015 por su trayectoria literaria.
O fortuna, velut luna statu variabilis siempre creciendo y decreciendo, detestable vida…
Ella era leal hasta los huesos y me amaba como una loca, pero yo no soportaba un amor así, leal hasta los huesos, porque Hariri quería siempre más, estar conmigo una hora más en el suelo de un pasillo oscuro. Habíamos descubierto un edificio discreto de oficinas, cerradas antes de las seis de la tarde. Hariri me echaba con delicadeza en las frías losetas y empezaba el acto furtivo hasta su culminación.
El olor de Hariri aún me persigue a pesar de los años, el olor de su piel, el de su ropa, aquella inconfundi- ble fragancia detrás de las orejas, en sus lóbulos. Era como un cocktail seco con ramitas de menta.
Y enseguida me viene otra pregunta: ¿a qué no olía Hariri? No a flores ni a canela, tampoco emanaba de su cuerpo una fragancia o un perfume frutal, no; era una mezcla entre tabaco negro y lavanda, un aroma potente, embriagador y calmante, al mismo tiempo; ése era el activo de Hariri. A ella, entonces, debí haberla conocido a los dieciocho años, en una clase sobre filosofía. Registro, ese día, olor mentolado.
No sé qué se hizo de ella después de que terminamos; mejor dicho, después de que la dejé parada en una esquina de la calle, haciéndose cada vez más pequeña de lo alta que era, porque Hariri pasaba del metro setenta, con su cabello azulado hasta la cintura meciéndose al viento de noviembre.
Ese día me alejé caminando por el malecón, divisando los yates anclados en un balneario de lujo. De los muros de las antiguas casonas abandonadas pendían las buganvillas. Me pregunté en ese momento cómo y cuándo nos dimos el primer beso. Y por qué le había puesto punto final a Hariri, si era tan bella; tenía un origen europeo-oriental. Su nombre, que su madre se empecinó en ponerle, es un nombre masculino. Lo sé. En la historia abundan esas arbitrariedades, madres que visten de mujer a sus pequeños, o padres que a la fuerza quieren que sean lo que no son, sin saber cómo funciona la psiquis de los niños.
El primer beso sucedió y fue en un baño de un centro cultural rumano que ya no existe, de cuando Rumanía era colonia soviética. Habíamos ido a averiguar sobre una beca de estudios para viajar —no juntas, era yo la que deseaba ausentarme de la ciudad, irme del país por largo tiempo.
Una mujer salió del baño, arreglándose el vestido estampado. Comenzaba el verano, los florones de su traje se grabaron en mi mente, no sé por qué razón, y sin decir palabra entramos juntas al baño y cerramos la puerta con seguro. El beso, húmedo, fractal, lleno de ferocidad en ese instante, de melancolía más tarde, pues a la salida no nos podíamos mirar a los ojos. La bombilla tenue de ese recinto angosto, sin olor a orina, sí a humedad, la cavidad de un beso delicioso en silencio absoluto. En el largo balcón no había nadie cuando abrimos la puerta.
Hariri tenía una costumbre cuando estaba con ganas y yo me resistía, decía sin implorar ni exigir, sólo lo decía con un susurro: «Déjate querer». Yo me dejaba, aunque antes de que sucediera sentía rabia ante su pedi- do, no quería en ese momento a Hariri, un sentimiento de rechazo me envolvía como una boa constrictora de sólo mirarme en el espejo de ese pasillo tumbada en el suelo, tal vez limpio o tal vez sucio. Pero luego mi estado de ánimo cambiaba, no sé si mejoraba, sólo sé que era otro después del placer, pues si pasaba ese «Déjate querer» en el que yo no participaba activamente, el resultado superaba la indiferencia y el malestar ante todo.
No recuerdo si alguna vez le dije «Te amo» a Hariri, pero ella me lo demostraba en muchas formas: en una cafetería donde tomábamos un jugo, si encontraba mi mano cerca me besaba y mordisqueaba el dedo meñique. En un cine de barrio, donde a veces íbamos para gozar de la discreción de las personas mayores, ancianos, sobre todo, que iban a pasar parte de la tarde viendo cualquier película, porque la entrada no costaba sino el sencillo que tanteaban en sus bolsillos, algo que nos desesperaba a las dos en la cola de la taquilla.
En cierta ocasión estábamos sentadas una al lado de la otra, y un hombre se sentó a mi costado —en ese tiempo yo aún usaba faldas tubo—. Sólo noté unas cosquillas en mi muslo derecho. Imaginé un bichito, ya que esos locales no eran de estreno, ni pulcros. De pronto Hariri se cambió de butaca varias filas adelante. En ese instante me di cuenta, y sin decir palabra salté de mi asiento y busqué en la penumbra a Hariri. «Pensé que te gustaba. No quise interrumpirte», me dijo. Extraños personajes las dos, me digo ahora: ella por no reclamar y yo por no dejarle una marca en el hocico a esa rata de dos patas.
Ha-ri-ri, me gusta tararear su nombre. De la misma manera como cuando alguien muere, reconstruyo su voz, su risa, su tono y matices. Tu nombre, Hariri, es más fuerte que el recuerdo de tu deseo, aunque no lo sé bien, ya que el deseo —y aquí la lógica no juega limpio— es una respuesta hormonal (testosterona). Simple, ¿no? No lo es, en verdad, es difícil aceptar que somos tan químicos. El recuerdo, digo, de tu deseo y el mío, no quiero ser hipócrita ni taimada. En ese edificio burocrático, la mar de veces sólo me dejé querer. Qué hice para darle un poco de placer, casi nada, ella lo obtuvo de ese déjate querer, absorta en su propio deseo, que era también el mío. En el verano Hariri aparecía tostada por el sol, le gustaba el color verde en sus blusas sueltas y frescas, llanas, sin ningún garabato como se usan ahora. Sus pechos eran así nomás, generalmente las mujeres altas no tienen grandes senos, ella y sus pequeños blanquillos, porque el bikini dejaba blanquecina esa parte de su cuerpo y, entonces, claro, ahora me entusiasma pensar en el diagrama que resaltaba en su torso, cuando se alzaba el polo para que yo los acariciara. Hariri no usaba sostén ni trusas, eso me gustaba de ella. Si alguna vez toqué esas bayas jugosas no me arrepiento, aunque me es difícil recuperar la memoria del tacto. En cambio la de la visión se ha agigantado, veo sus pezones erectos, pulposos, libres como si trataran de saltar a mi boca.
A Hariri no le interesaba el arte, tampoco lo despreciaba, era como los agnósticos, ni creen ni niegan a Dios. Sus padres creían o creen en Alá, pero no eran extremistas. No le inculcaron a Hariri el rechazo de otros credos.
¿Ir a un museo de arte con Hariri? No tenía sentido; en cambio, se emocionaba ante las huacas. No sé si fueron tres o cuatro veces que merodeamos por una huaca de la ciudad, aunque no imagino a Hariri huaqueando, cuando era común por esos años saquearlas en busca de objetos funerarios. Sí me confesó que le gustaría desenterrar una momia. Yo sabía de algunas personas que traficaban con objetos huaqueados, incluso vi cierta vez a una vecina que iba al teatro con un abrigo de piel de castor, cuando en la ciudad hacía un clima templado, y registré, antes de subir al auto que la esperaba, que llevaba un collar de enormes bolas doradas, posiblemente de oro funerario. En aquellos tiempos no se reportaban muchos asaltos ni robos en la ciudad. La gente lucía sus prendas de oro de veinticuatro quilates. Yo inclusive llegué a asistir a clase en la universidad con un reloj de oro, regalo de cumpleaños. Pero Hariri no usaba ningún adorno, ni aretes ni collares ni sortijas. Sí alucinaba, sin embargo, con los entierros incas; no sé por qué ni cómo surgió su pasión por los fardos funerarios. Hasta llegué a pensar que la bella y misteriosa Hariri era medio necrófila, tal vez algo así hizo que huyera de ella, pues me pregunté si acaso yo era para ella un fardo funerario. Con eso de déjate querer y verme en el suelo sin chistar ni pestañear, uhm. No, a mí eso no me interesaba, sus parafilias me tenían sin cuidado; pero sí me intrigaba su indiferencia ante la religión de sus padres. ¿Nunca hojeaste el Corán? Movía la cabeza agitando su cabellera y algo incómoda por mi insistencia. Yo tampoco era lectora de la Biblia, pero sí la había hojeado.
Siento que el olor de Hariri entre tabaco, lavanda y mentol se desvanece en mis fosas nasales. Cómo olvidarlo, si es lo único que me queda de ella, su olor. Tal vez si me acercara a una momia, a un fardo funerario, pero en los museos están protegidos en vitrinas, y no soy arqueóloga para aventurarme en un trabajo de prospección. La mayoría de los restos arqueológicos ya han sido puestos en valor y son zona turística. Todavía quedaba un camino: el cementerio Presbítero Maestro, un museo, donde aún podemos sentir el silencio de los muertos. Y de las muertas célebres, cuyos mausoleos atraían a Hariri.
Fuimos una noche, invitadas —no sé cómo llegó a sus manos la información de una romería con antorchas a las 11:00 de la noche, organizada por la Casa de la Cultura—. Llegamos hasta la Beneficencia de la ciudad, donde un ómnibus esperaba a los invitados. Fue una noche de fiesta, con intervenciones teatrales de actores disfrazados de cadáveres. Dos poetas mujeres recitaron poemas en la tumba de dos escritoras famosas del siglo XIX. En la tenue luz de las antorchas, en ese majestuoso recinto, convertido en museo, junto a la tumba de una de las escritoras noté que Hariri estaba en trance, me tenía cogida de la mano y apretaba con fuerza mis dedos. Tuve que soportarlo sin quejarme, pues el momento realmente era solemne. «Se ha comunicado conmigo», escuché murmurar a una mujer a mi costado. Después el grupo avanzó tras los guías. Hariri no quería moverse del mausoleo, tiré de ella varias veces, pero su cuerpo se resistía. La luz de las antorchas se alejaba y nos dejaba casi inmersas en la oscuridad. Aun así, llegué a ver a Hariri sonreírme con sus dientes de calavera. Acto seguido me echó sobre el mármol, me levantó la falda y me besó como nadie lo había hecho ni lo hará jamás. Delante iba el cortejo, ya era medianoche cerrada, sin luna <