El artista del amor

Alonso Cueto

(Lima, 1954). Su última novela es Otras caricias (Random House, 2021).

Dino se levanta con un ruido de pesadillas en la cabeza. Llega rápidamente al lavatorio. El dolor se diluye en el agua, le enfría la sangre. Ya está bien. Ahora sí, está bien.

Se mira al espejo: ojos de halcón, piel color tierra, pestañas de gato, una espiral de humo en la cabeza. El desayuno es un melancólico orden sobre la mesa desteñida: dos panes con queso, un plátano, un frasco de yogurt, una taza de café negro. Hay un silencio rutinario, hecho de pequeños ruidos en la casa. De pronto, Dino oye como a la distancia el sonido agudo, intermitente de la cuculí.

Recoge los restos del desayuno, limpia la mesa (aprieta el trapo hasta ver el brillo de la madera) y pone un disco de boleros. El mundo cambia a su alrededor.

Sale a la soleada terraza de losetas blancas (un balde de ropa, una canasta de flores blancas, un caño roto y oxidado). Algunos gorriones aterrizan cerca y empiezan a bailar alrededor de los trozos de pan. Las patitas tocan un tambor ansioso, los ojos brillan, los picos dan saltos de dicha.

Dino sonríe.

Se viste. Termina su segunda taza de café, va hacia la puerta.

Un microbús se acerca. Tiene parches de plomo. El microbús da un bufido ronco, y las llantas se detienen.

Hay un ruido de piedras sucias. Dino se sube. Mira su traje azul en la ruidosa grisura.

 

Llega al edificio en San Isidro. La oficina tiene paneles claros, mamparas blancas, ventanales con soportes de aluminio.

Por el corredor avanzan ejércitos de secretarias uniformadas, mensajeros flacos y taciturnos. También pululan vendedores con maletines, ejecutivos de pelo corto. Una cascada de pasos viene del corredor, mezclada con el ruido de una voz en la radio.

Sentado en su escritorio, Dino hace las sumas del día. Ha estado trabajando en eso toda la semana.

Tiene listos los estados financieros. Los imprime. Los envía a la gerencia. Queda libre.

Es la una. Llama a Karen.

—Aló —dice ella.

—Hola, Karen.

—¿Qué tal, Dino?

—Bien. ¿Y tú?

—Todo bien.

Una pausa rápida.

—Karen, te invito a almorzar, ¿puedes? Dime que sí.

—¿A almorzar?

—Sí, aquí en la esquina nomás. En El Danubio Azul.

Karen es la secretaria del gerente de ventas y trabaja en el piso de abajo.

Es una joven sencilla, de ojos marrones, pelo negro y lacio hasta los hombros. Tiene una sonrisa cortés y, algunas veces, una voz suave y dulce. Pero de todos los rasgos de su cara son sus ojos los que llaman la atención. Ojos largos, estilizados, color almendra. Es una muchacha tan agradable, piensa Dino. Y una mujer que sufre. Un exmarido, un hijo enfermo, un puesto mal pagado. Es agradable pero no es tan agraciada como las otras. Tiene una nariz demasiado pequeña. Pero la gente de la oficina la aprecia más que a otras secretarias porque ella tiene que soportar las neurosis de su jefe, el señor Uris (un organismo bajo, obeso y compulsivo que emite órdenes mientras respira).

—Bueno, pues, vamos, si quieres —dice Karen.

Un rato después, Dino está sentado frente a Karen en El Danubio Azul. Hay una rosa de plástico presi- diendo el centro de la mesa, un recipiente lleno de agua. Unas lámparas antiguas flotan vigilando todo.

Ella habla con sílabas tan claras. Sonríe con tanta dulzura. Levanta delicadamente su vaso para tomar

agua.

Hablan sobre una serie de temas cotidianos: el trabajo, el clima, los tragos preferidos. Una luz cristalina.

 

Ella mira el menú, se enfrenta al mozo, pide una pasta primavera y una copa de vino. Él no duda: lomo y puré de papa amarilla. Después de comer, ambos comparten una porción de crema volteada. Mientras van escarbando del mismo plato, él se anima.

—Karen, mi vida es muy solitaria.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Tú tienes la culpa en parte.

—¿Yo?

—Sí. No puedo dejar de pensar en ti. Por las noches, en mis sueños, al amanecer, mientras trabajo. Eres mi presente y mi futuro. No sé cómo pude haber vivido sin conocerte.

El pelo de Karen tiembla. Sus ojos marrones brillan de lástima. Mueve la cabeza hacia la ventana. Su piel canela se aclara.

—Entiendo —contesta.

—¿Me aceptarías? —dice Dino—. ¿Puedo aspirar a un lugar en tu corazón?

—No, Dino. Lo siento. Lo siento mucho. Ya te lo he dicho muchas veces. Yo te quiero, sí, pero sólo como amigo. Me parece que no entiendes.

—¿No es posible?

—No. No es posible.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Entonces no tengo esperanzas.

—Ay, Dino. Eres insoportable, la verdad.

Hay una pausa, una pausa larga. De pronto Dino comenta lo bien que hacen el lomo saltado allí. Otro día puede pedir lo mismo.

—Lo siento —dice ella.

Él duda. Los labios se animan a contestarle.

—No te preocupes. Está bien.

 

Dino vuelve a la oficina. El gerente le pide algunas precisiones sobre el balance financiero. Estos rubros no están bien detallados, le dice. A las cinco de la tarde, Dino se sirve un café de la máquina.

Tiene allí el número del anexo de Susy, una rubia de ojos verdes y sonrisa traviesa. Es una practicante que acaba de entrar, recomendada.

—Hola, Susy —le dice Dino.

—Hola.

—¿Puedo pedirte algo?

—Sí. Claro.

—¿No te molestarías?

—No creo. ¿Por qué?

—Es algo personal.

—Dime, Dino. De una vez.

—¿Podrías ir a tomar café conmigo? ¿Con un pastelito? ¿Ahorita? Susy pone una mano encima de la mesa.

—¿Otra vez?

—Sí, por favor.

 

Dino está con Susy en una cafetería, con vitrinas y sillas altas de fierro.

Hay manteles blancos, paredes transparentes. Pueden ver la cocina. Un gordo canoso, con un mandil ensangrentado, corta una enorme lonja de carne. Cerca de él hay una colina de cebollas crudas.

Un mozo se acerca.

—Dos butifarras y dos cervezas —dice Dino, dándole un billete. Se sientan en la última mesa.

Susy está linda. Su pelo rubio y largo está amarrado con un lazo negro. La blusa azul, la falda estrecha, los zapatos ágiles de taco.

Dino se atreve a hablar. Por fin.

—No sé cómo decirte esto, Susy.

—¿Qué?

—Es que pienso mucho en ti.

—Ay, no seas idiota, oye.

—Pero es verdad, Susy. Pienso en ti todo el tiempo —dice Dino.

—No digas eso.

—Es que soy muy infeliz.

—Bueno, lo siento, Dino. ¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Nada?

—Me pasa que estoy en una cárcel de la que sólo tú tienes la llave. Llevo siempre conmigo la luz de tus ojos, el sonido de tu voz. Dime, ¿me aceptarías? ¿Guardarías un lugar para mí en tu corazón?

Susy lo observa. Sus ojos descienden en un gesto grave.

—Siempre tan idiota, oye. ¿Naciste así o eres el resultado de un montón de errores de tus padres? Dime.

—¿Por qué hablas así?

—Mira, yo te quiero, pero como amigo. ¿Me entiendes?

—Bueno, bueno.

—¿Tienes algún problema, Dino querido? ¿Estás tomando tus pastillas?

—No. Bueno… o sea… la soledad. A veces tomo. Pero ése no es el asunto. Estoy muy solo. Y eso… es el problema.

—Ya.

—Pero no quiero incomodarte, de verdad.

—Bueno, no quise llamarte idiota tampoco.

—No importa. Tienes razón.

El mozo trae las butifarras y las cervezas. Ella alza los brazos, sonríe, toma de su vaso.

—¿Quieres salir a otro lugar? Podemos ir a bailar.

—¿A bailar?

—Después si quieres vamos a mi casa. No hay nadie.

—¿A tu casa?

—Vamos a estar tranquilos. Pero como diversión nomás. Para meternos en la cama. He visto unas poses nuevas en una revista.

Ella sonríe, alza el brazo, mueve la cabeza.

—No, no. Gracias. Yo nunca, nunca…

—Bueno, bueno.

Comen las butifarras. A Susy le gusta echarle grandes lonjas adicionales de cebolla. Hablan de sus estudios. Dino le recomienda algunos libros.

Esa noche abre la puerta y se enfrenta a la oscuridad de su sala. El teléfono está junto a un sillón y a una lámpara.

Se sienta.

Un timbre, un silencio, un timbre.

Hay una voz sensual al otro lado, una voz como pocas veces puede oír un hombre en sus condiciones.

Es Denise.

—¿Qué te parece si vamos a comer?

—Bacán —contesta Denise—. Vamos.

 

Dino cuenta los billetes y baja las escaleras. Las luces del taxi lo esperan.

Por fin ella se sienta. Denise es una amiga de tantos años, de tantas noches. Morena, pequeña, divertida. Van a un restaurante de carnes.

Piden parrillada, papas fritas y vino tinto.

—Denise….

Ella lo observa con sus anteojos marrones, atravesados por ráfagas de pelo grueso.

Cuando él termina su declaración («Te amo tanto, Denise. Tanto, tanto»), ella levanta un bocado de cho- rizo y le echa ají. Luego lo engulle lentamente.

—Tú eres un rayado, un loco —repite con dulzura—. Mastica bien tu carne a ver si te ordenas un poquito.

Qué mal que estás, oye. Hasta risa das, oye. Más loco que una cabra.

Denise saca un cigarrillo. Sus anteojos negros le dan un suave aspecto de cuervo.

—Perdón, ¿fumas? —pregunta ella. Dino pide una segunda botella de vino.

 

A la medianoche, Dino se acerca a la ventana y ve las luces del fondo. Allá está el mar. A lo mejor esas luces son de algún barco que se aleja para siempre. La luz irradia el agua. A lo mejor, algún día, él también se irá.

Prende la radio. La voz de Feliciano va doblándose en pliegues cálidos en el aire. Luego viene Lucho Gatica. Luego, Bola de Nieve.

Sabe que ellas aceptan salir con él para escucharlo, para oír una declaración de amor que les permita seguir. Un acto de arrojo. Una lágrima. Una confesión. Alguien que diga «Eres la luz de mis ojos».

Es difícil. No hay un trabajo en el que un hombre sufra tanto.

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