Tu corazón es mío / Paula Ochoa Báez

Preparatoria 8

Eran las 9:00 am en punto cuando él se levantó. Abrió las cortinas de par en par, inhaló el aire puro que entraba por la ventana, de nuevo pensaba en ella. Recordaba a la perfección las comisuras de sus labios, el brillo de sus ojos, la ondulación de cada pestaña, el cabello que caía hasta sus hombros, memorizó cada parte de aquel cuerpo que tanto deseaba, pensó en la blancura de su piel, la curva formada entre la cadera y los pechos, imaginó una vez más sus manos recorriéndola, sus labios rozando su cuello…    No pudo hacer más que suspirar amargamente por no poder estar a su lado. Pero el día era prometedor, aunque el cielo estaba rojizo, pintado como con sangre de ángeles y demonios, y también se veían algunas nubes grisáceas.
     Para él, la mañana trascurrió lentamente, inundada de ansias y desesperación. La cita estaba prevista a las 2:30 pm y apenas daban las 11:00 am en el reloj.
     A unas cuantas calles de allí, ella también se preparaba para la cita. No podía creer que al fin estarían solos, como tanto lo habían deseado. Su rostro lucía extasiado, con una ligera sonrisa de maldad. Repasó el plan que tenía fraguado para esa tarde, convencida de que en realidad eso era lo que deseaba, lo que siempre quiso desde hacía ya varios meses atrás.
     Ambos en distintas partes de una misma ciudad pero a tan solo unas cuantas calles uno del otro. Cada cual pensaba en su cita. Jamás olvidarían cómo inició ese ir y venir de deseos sin control que no pudieron evitar, simplemente su naturaleza humana lo pedía, les era difícil resistirse más. Sentían la misma adrenalina por el primer beso anhelado en la primera cita. Por fin concretarían sus pasiones más obscuras.
     Ella  preparó el cuarto a detalle, se aseguró de que todo estuviera en su lugar. –Tiene que ser perfecto, no puede fallar nada– se decía una y otra vez mientras daba una vista rápida a la habitación para comprobar que todo estuviera en orden. Le agradó el resultado, así que decidió tomar un baño y alistarse para el momento. Estaba nerviosa, jamás lo había hecho pero estaba decidida, y los planes no podían dar marcha atrás.
     Después de la refrescante ducha caminó envuelta en la toalla hacia su habitación. Todo estaba listo, suspiró aliviada. Secó su cabello, retiró la toalla, dejando su cuerpo totalmente desnudo, tomó unas pantaletas negras y un sostén de encaje del mismo color. Recogió un corto vestido tinto que había caído al suelo cuando se sentó en la cama; comenzó a ponérselo, con un faldón de encaje y un corsé ajustado para cubrir su torso. –Espero que a él le guste– volvió a suspirar.
     Él también se había dado un baño. Se cambió como lo hacen todos los hombres, sin pensar dos veces en lo que se pondrán. Su mente viajaba muy rápido, un paneo de imágenes eróticas llenaban su cabeza imaginando la ropa que se pondría su amada, o más bien, las prendas que le quitaría. Este último pensamiento disparó su imaginación a todos los momentos en los que creyeron que sucedería pero que no se concretaba. La cita de esta tarde sería diferente, lo sabía, y eso bastaba.
     Las 2:15 pm en punto. Todo estaba listo para lo que parecía ser la mejor tarde/noche de sus vidas.
     Sonó el timbre de la casa de ella, no tuvo ni qué pensar en quién podría ser, lo sabía, era él. Abrió la puerta, él pasó; ella se veía hermosa, no podía dejar de observarla.      Cerraron la puerta, se besaron efusivamente, se acariciaron como si quisieran estar seguros de que se pertenecían.
      Él estaba sorprendido, jamás imaginó ver algo así. Veía aterrado la habitación, la miró desconcertado; ella sólo sonrió, le pidió que cerrara los ojos, que se tranquilizara.      –Todo es parte del juego–, le susurró al oído. Entonces, tomó un par de cadenas que estaban adosadas a la pared y lo sujetó con ellas ahí mismo. Le rompió su ropa con una daga que había tomado de la mesita de noche, ésa sobre la que estaba la lamparita de osito que tenía desde pequeña. La impresión lo hizo abrir los ojos, su mirada ya no era de deseo, era de terror, no daba crédito a lo que veía, todo estaba lleno de instrumentos de tortura de los más diversos tipos: estrellas, látigos, espadas…
     Después de una sesión de dolorosas torturas, ella se paró frente a él con la daga, filosa, en la mano, la besó y lamió.  –Bien, amor mío, al fin estamos solos. Te dije que haría lo que tanto soñé contigo. Pues bien, mi sueño más grande es matarte lentamente–. Una sonrisa malvada apareció en su rostro mientras el terror de él aumentaba. –Así que hoy he preparado todo para hacerlo. ¿Ves esta daga? Pues con ella pienso cortar todo tu cuerpo, dejando tu yugular para el final. Tendrás que disculparme, porque pienso jugar contigo antes de matarte. Pero te prometo, cariño, que después de cortar tu yugular te encajaré esta daga en el corazón para que dejes de sufrir.
     Él estaba atónito, no podía creerlo. Comenzó a suplicar, a intentar zafarse de las cadenas que marcaban sus muñecas. Pero todo fue en vano, lo que creyó que sería una tarde de besos y caricias se transformó en su peor pesadilla. Entonces, sin prestar atención a las súplicas, ella se acercó y comenzó a apuñalarlo en brazos, piernas y abdomen. La sangre manchaba todo, los gritos de dolor eran cada vez más intensos y luego fueron perdiendo fuerza. Cuando parecía que al fin moriría, ella cortó su yugular y la sangre que aún quedaba en su maltrecho cuerpo comenzó a brotar. Él se convulsionó, la vida comenzaba a irse de sus ojos. Ella, extasiada, reía, y cuando su amado estaba al borde de la muerte, le encajó con fuerza la daga como le prometió, le abrió el pecho para sacar el corazón palpitante, que arrancó con todas sus fuerzas. Antes de que el último aliento se escapara de su cuerpo le susurró  al oído:  –Dije que tu corazón sería mío, cariño.

 

 

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