¿Escribes o trabajas? y El complejo Fitzgerald son dos libros que ocupan un lugar privilegiado entre el desorden de mis demás libros, un lugar donde no se pierden, donde a diario los veo y con alguna frecuencia puedo releerlos para mantenerlos presentes en mi vida diaria, como amigos cercanos del devenir de mis pensamientos. Los dos están dedicados y ambas dedicatorias incluyen una de mis palabras favoritas: cómplice, me llaman, con lo cual me recuerdan un magnífico ensayo del autor de ¿Escribes o trabajas?, donde explica: «Los poetas buscan admiradores, los novelistas buscan críticos, los ensayistas buscan cómplices». La complicidad de un lector que se sienta tentado al diálogo, al análisis, al cuestionamiento: otro inconforme —pues el ensayista es
un inconforme siempre— de las explicaciones fáciles, de las ideologías simples, de la literatura sin reflexión y de la realidad. El autor de El complejo Fitzgerald, a su vez, me recuerda en sus páginas: «Si perdemos la capacidad de analizar, violentar y cambiar al mundo intangible, al mundo del arte, si somos incapaces de crear nuevas palabras, nuevas ideas, nuevas críticas, seguiremos siendo jóvenes que se inmolan, no por ideales, sino por la falta de ellos». «Jóvenes», dice este autor, pero ambos autores, por su maestría en la escritura, su talento, sus apasionadas defensas de las ideas con altas dosis de nostalgia, parecen engañosos en cuanto a su edad; algunos pensarían que se trata de viejos sabios y melancólicos, inadaptados al mundo moderno, o sólo quizá de apasionados jóvenes con demasiado cerebro.
Dos recuerdos, de igual forma, ocupan un lugar privilegiado en mi memoria, entrañables como las personas en ellos, invaluables por el afecto que evocan. Uno: Eduardo Huchín Sosa en el acuario del puerto de Veracruz, frente al estanque de las nutrias, viendo nadar a una de ellas, con ese nado increíble y simpático que las muestra hábiles como ningún otro animal, pero que, más que agraciadas, las hace divertidas, agudas comediantes del mundo acuático. Huchín observa a la nutria, muy atento, y se ríe, con esa risa sospechosa suya que hace pensar que sabe algo que los demás ignoramos. El segundo recuerdo: un día lluvioso en Xalapa, en el estacionamiento de la Universidad Veracruzana, José Mariano Leyva, al bajar de un auto, hace la más ridícula de las danzas (algo entre «Caperucita roja» y Cantando bajo la lluvia), mientras un colega, todo un caballero, le sostiene un paraguas; un grupo de intelectuales, por lo demás muy formales, se carcajean inconteniblemente de sus payasadas. «Un loco se ríe de otro loco»: recuerdo la cita de un tercer libro que casualmente conservo en el mismo lugar privilegiado; habla sobre juventud y vejez, contiene una magnífica dedicatoria (que no es para mí) que atañe también a la complicidad entre amigos. De un estilo mucho más juvenil, desenfadado y casi inmaduro comparado con el de los otros autores, éste me dice: «Los jóvenes se hacen mayores y adquieren la discreción de los adultos, a través de la experiencia y el estudio se marchita su belleza, su entusiasmo se desvanece, se enfría su gracia y se tambalea su vigor, hasta dar con la molesta vejez». El libro es el Elogio de la locura. Promete, este joven optimista, Erasmo, que defiende a la locura como dadora de todos los placeres y alegrías de la vida: de la risa, de la capacidad de sorpresa, de la amistad y del amor: un antídoto para el conformismo, para el desgano, un elíxir de la juventud, la locura. Pienso que en estos dos jóvenes escritores y amigos, Eduardo Huchín Sosa y José Mariano Leyva, la experiencia, la discreción y el estudio conviven alegremente con una docta locura que no permite que se tambalee su entusiasmo y su vigor al escribir.
En ¿Escribes o trabajas?, Eduardo Huchín Sosa, en un despliegue de humor irresistible, agudísimo, siempre vivencial y autocrítico, nos confronta con lo cotidiano: desde el transporte público de Campeche (que fortalece la especie, pues sólo sobrevive el más apto), las oficinas burocráticas (que deberían aparecer entre los infiernos de Dante), las campañas políticas, las terapias psicológicas, hasta las estrellas pop como Britney Spears, las telenovelas paródicas como Betty la Fea, la pornografía y sus variantes y, finalmente, esa locura que ya no tiene lugar en nuestro mundo moderno, la de escribir y leer: «Escribir y leer», dice Huchín, «nos hace más humanos y por ende más finitos, más ilusionados […] escribir y leer nos rescata de la frivolidad del mundo, de la masa consumidora de lo instantáneo».
En El complejo Fitzgerald, José Mariano Leyva, en un recuento y análisis de los escritores jóvenes a finales del siglo xx, va de la realidad a la literatura y de la literatura a la realidad para esclarecer los temas que atañen a todos: la violencia, el exceso de información, el nihilismo en las jóvenes generaciones. Descubre, por ejemplo, que «el arte y la violencia siempre van de la mano, ambos encierran complejidades que obligan a pensar»; también nos dice que «el nihilismo en las jóvenes generaciones […] es equiparado con la comodidad de la no participación. Pero tiene una secuela más grave, contraria a la comodidad: la incapacidad por sentir algo». Su análisis muestra no sólo su implacable razonamiento, que no acepta sobornos, sino también su inconformidad con las enseñanzas de un mundo que pretende convertirnos en esponjas marinas, «un sitio donde no importa consumir drogas o
no, no importa tener éxito en la vida o no. Donde el ser humano se vuelve la utopía más grande y se derrumba, el sitio donde incluso las cavilaciones anteriores no importan, porque las esponjas marinas nunca tienen un mal día».
En ¿Escribes o trabajas?, Huchín, después de reflexionar sobre la pornografía, concluye que «al aceptar que la masturbación es el único sexo seguro, se está negando la propia esencia del sexo: la compenetración con el otro»; la pornografía, entonces, «abrevia los espacios del erotismo y del amor». En su penetrante discernimiento de El complejo Fitzgerald, Leyva, romántico para nada encubierto, defiende el amor como única salida, citando a Julian Barnes en una imaginaria escena, gritando desde un pódium: «Debemos creer en él, o estamos perdidos. Puede que no lo obtengamos o puede que lo obtengamos y descubramos que nos hace desgraciados; debemos creer en él a pesar de ello. Si no, simplemente nos rendimos a la historia del mundo y a la verdad de otro». Ambos escritores, como el joven Erasmo, son partidarios incondicionales del amor, ese hermano gemelo de la locura tan devaluado en nuestros días, tan asfixiado en el individualismo, en el nihilismo, en el mar de publicidad y de información.
Estos jóvenes escritores, alienados y descreídos de la modernidad, partidarios de la crítica y de la búsqueda de nuevas ideas y nuevas liberaciones, parecen sucumbir a ratos al desánimo envolvente de un mundo que exige un aletargado espíritu incapaz de sorpresa, una aceptación sin reproches del progreso, una perpetua pero artificial juventud física. En ¿Escribes o trabajas?, Huchín considera de lo más desagradable su primer encuentro con los celulares, que se han vuelto, dice, «una cuota de sociabilidad, igual que los cuadros en el abdomen»; no logra dominar el arte del ligue por internet, en un chat acaba por mandar mensajes equivocados: palabras dulces a una chica que firma como Diabólica e invocaciones diabólicas a una que firma como Nice Girl. Y José Mariano se desespera con su disco de los Supreme porque al insertarlo en la computadora se abren mil opciones de información extra, con videos y cortos de película, páginas de internet y fotografías: «Juro que yo lo único que quería era escuchar mi disco de los Supreme y seguir escribiendo». Pero ambos escritores se sobreponen siempre para transformar esa realidad difícil y ese aparente pesimismo: vencen la claridad, las ideas y el sentido del humor.
En otros recuerdos tan preciados que tengo de estos dos jóvenes escritores más allá de sus libros, Eduardo Huchín, tan interesado en la pornografía y sus significados, parece enternecerse si yo menciono cualquier tema relacionado con el sexo, y en un gesto paternal me acaricia la cabeza como si fuera una travesura de mi parte hablar de eso frente a un hombre mayor como él. Y José Mariano Leyva piensa que puede ganarme cualquier discusión sentimental con sólo recordarme que él «¡…es un hombre de 35 años!», con tal dramatismo y cansancio que haría sentir joven e inexperto a Matusalén. No cabe duda: soy la junior entre estos viejos prematuros, pero justo cuando estoy a punto de tomarme en serio sus canas, su desánimo y su cansancio, recuerdo a la nutria nadando y a Huchín riéndose con ella; al bendito paraguas y a Leyva danzando ridículamente en pleno patio. Todo escritor, por más juicioso y razonable, erudito y sensato, es en el fondo un partidario de la locura y sus bondades, mucho más estos defensores del amor que puede vencer al individualismo, de la violencia constructiva que desautomatiza, del humor como herramienta para transformar la realidad.
«Como algunos ancianos entrañables suelen decir», escribe Leyva, «no hay nada nuevo bajo el sol, y como otros ancianos igual de cordiales suelen exclamar con sorpresa, cómo ha cambiado el mundo». Huchín nos recuerda también: «Leer es otra forma de encontrarnos». Invito pues, a jóvenes y viejos, al encuentro que es la lectura de estos libros brillantes, con la certeza de que ya no serán los mismos después de leerlos. Y a Eduardo Huchín Sosa y a José Mariano Leyva —por su enorme talento y su maestría, que pareciera de estudiosos avanzados en años, por su sentido del humor y por su eterna juventud, felicidades, brillantísimos cómplices—, como diría Erasmo, a que «defiendan su locura con fervor».
El complejo Fitzgerald, de José Mariano Leyva, y
¿Escribes o trabajas?, de Eduardo Huchín Sosa. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2008 y 2003.