Trampas (Ejercicio narrativo) / José Balza

1
La casa de su familia parecía una hacienda, pero no lo era porque en ella nadie criaba ganado o sembraba la tierra. Los padres son maestros en la escuelita más próxima, y el niño y sus hermanos, aparte de jugar en los hierbazales, nunca tuvieron contacto directo con sus tierras.
     El chico de once años, sin embargo, obedecía por las tardes a la fascinación de la vasta sabana. En el medio año del verano buscaba correr, al comienzo con sus hermanos y luego solo, bajo los oscuros chaparros, dentro del gamelote. El verdor y el sonido de las hojas lanceoladas lo seguían, lo rodeaban como si el viento soplara para él. Un zambito de boca gruesa y pronunciada, muy flaco pero fuerte. En casa se decían que estaba muy cerca, jugando, cuando desaparecía por algunas horas. Pero en verdad él recorría los kilómetros, las hondonadas, con furia de placer hasta alcanzar el cercado de un hato.
     A lo lejos el aire zumba en los cables de la carretera, zonas de paja seca aumentan el silencio y muy pocos pájaros volaban por allí, donde los troncos retorcidos se frotan al arreciar la brisa, con un sonido raro. Esta música lo acompañaba como el preludio para su idilio.
     Excepto él, nadie había notado cómo una yegua bruna pasta al otro lado de la cerca. Él no osaba traspasar el límite, estaba muy retirada, pero su hijo, un potro claro, gracioso como un garabato, había comenzado a obedecer los signos que, con sus brazos y su suave silbido, le dirigía el zambito. Tarde tras tarde, después de la escuela, el muchacho venía a cumplir ese rito de diversión y afecto.
     Movía las manos como aspas, silbaba un poco. Y en el potro temblaban las piernas tiernas, las orejas. Al comienzo se iba, buscando a la madre. Otras tardes se quedaba inmóvil y giraba la cabeza hacia él. El mutuo enamoramiento debió requerir de dos semanas. Después la yegua, seguida por el animalito, se retiraba con elegancia al monte verde de la distancia. Paso a paso, acariciándose entre ellos por momentos, hasta que la sabana inmensa los volvía minúsculos y desaparecían.
     Hoy el muchacho ha venido preparado: escondió un fuerte y grueso alambre y durante días lo trabajó con calma: fue alisando su extensión cilíndrica, sacándole filos, convirtiendo aquella sierpe metálica en un arma infalible. Lo trae enrollado, porque es liviano y casi invisible. Marcha con rapidez, no quedará ni una huella de su paso entre la alta hierba; hoy tampoco escucha la seca sonoridad del viento, como acostumbraba. Su deseo es simple y perfecto. Cuando llega al borde conocido escucha a la yegua relinchar, lejos, pero el potrillo está, un tanto azogado, a la distancia de su mano, en el lugar de siempre.
     El muchacho no vacila. Hace los movimientos necesarios y el animal se acerca más. Entonces tiende el mortal hilo metálico y las patas delanteras del potro quedan colocadas. No hay otra posibilidad: tras ellas el alambre cortante, delante de ellas el cercado poderoso del terreno. En un segundo de luminosidad singular, de gusto y eficacia, los brazos fuertes del zambito halan el arma, atrapan los delicados cascos y aprietan al animal contra el cercado. Los tendones, la sangre y el relincho del animal saltan de una vez. Sus patas han sido cortadas y se derrumba sobre la clara hierba. 

2
En el país se mezclaron los dialectos indígenas con el lenguaje extranjero, se recibió a hombres rubios, negros y asiáticos cuyos rasgos otorgan gracia especial a los habitantes, hay el cultivo de un mixto manojo de religiones y supersticiones. Sus ciudades reúnen antiguos modos de construcción con audaces y modernas edificaciones. Otros dos rasgos también parecen fijos: la necesidad de modificar, cambiar incesantemente y el grandioso tesoro de montañas, mares, llanuras de su territorio. ¡Ah! No olvidemos que aquí los hombres pueden tener hijos sin aceptar con equilibrio su paternidad, van de una mujer a otra, complacidos. Y que un submundo mineral parece inagotable bajo el suelo; de esa riqueza milenaria viven los seres y sus gobiernos.
     Los posee de manera obsesiva, inconsciente, la ignorancia, ya convertida en máscara de eficacia, de sabiduría. Así explican una larga guerra de independencia en que, después de miles de muertes, nada fue independiente. Así exhibe la mísera masa humana con orgullo su riqueza material que, en verdad, sólo poseen pocos privilegiados y altos militares y políticos.
     Aunque hay personas dotadas de inteligencia superior y capacidad de trabajo, siempre desoídas, la gente actúa con energías emotivas, sentimentales, cursis. Les da pereza razonar. Ama ser engañada.
     En la realidad de ese país volvemos a encontrar al muchacho enamorado del potro.

3
Sólo que ahora no es un chico sino su máximo gobernante. Y como arriba al poder dentro de una feble democracia, considera que el método utilizado para lograrlo —hablar, hablar mucho oponiéndose al sistema allí practicado: un uso insensato de las palabras— garantizará el secreto para dominar.
En efecto, sus aliados son la radio, la televisión y el circo público, a los cuales vuelve poderes oficiales. Desde el primer día de mandato no cierra la boca y su voz y su imagen pueblan aquel mundo.
     En el comienzo todos —pobres y ricos— responden al encantamiento, lo celebran, lo siguen. Cuando pasan dos años, muchos descubren que tras las palabras, a veces nobles, otras insultantes, siempre excitantes, no hay sino egoísmo, exacerbado narcisismo. Pero el lenguaje ya se ha convertido en una enfermedad: penetra en el alma de los adeptos, hiere a los que son ajenos a ello, neutraliza a los otros.
     El gobernante habla durante el día y la noche o así parece, por el efecto multiplicador de los medios. La premonición de Orwell se vuelve ingenua. Gradualmente los significados van siendo sustituidos o alterados, los vocablos se trasladan, en la mente de los oyentes, hasta ser una sonoridad inesperada. El oído (el cerebro) se vacía de referencias.
     Comienza una nueva historia de protección a los pobres, de exterminar las desigualdades: el idioma político complace mientras en los hechos la depauperación crece. Las palabras mueren al nacer o son falsos señuelos para la percepción. No conducen al pensamiento. Basta con su inseguro sonido, abducen su sentido. Y es imposible reconocer cuánta conciencia hay de ellas en su empleo por la parte gubernamental o en el suelo ignaro que las recibe. Éste se ha vuelto prepersonal.

4
En alguna región sobrevienen desórdenes, intentos de resistencia, porque la miseria había soliviantado a los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilenciales. Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd.
     Restableció la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Los soldados cortaron después las manos de las mujeres.
     Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones.
      Las hijas de los rivales salieron a mendigar por los caminos.

5
El gran zambo decide que hay que eliminar la resistencia a su mandato. Y concibe que las cárceles deben ser el emblema para su poder. Dentro de ellas, sus mejores aliados; afuera, los sospechosos.
     Como le gusta rodearse de leyes, de expertos en leguyelismos y recursos constitucionales, excluye a los jueces dubitativos; la justicia estará a su favor. Así va, con los poderes públicos a sus pies, acusando y encarcelando a sus oponentes. Son culpados por cualquier motivo. En poco tiempo las cárceles rebosan. Y es entonces cuando establece para sí mismo un paralelismo genial: si en las calles hay jefes de bandas, ladrones especializados, criminales absolutos a quienes él mismo ha hecho incontrolables, éstos también tienen que ser encerrados, castigados, sí, pero armados secretamente.
     Las autoridades de los establecimientos son ficticias. Quienes mandan son los elegidos por el zambo. Y ellos controlan las visitas para los presos comunes, para los detenidos políticos, el sistema interno, comidas, drogas, sexo. Pero de manera especial las riñas.
     Son éstas la obra máxima del zambo. Aparte de las imprevisibles peleas por mujeres, alcohol o dinero, los prisioneros elegidos dirigen las matanzas: insultos, robos, violaciones, desafíos: no importa con qué excusa el disidente político cae abatido. Cada elegido simboliza al zambo: ejecuta y resuelve en grado absoluto.
     Si en las calles los asaltos y la muerte navegan solos, en las cárceles poseen una planificación bastante disciplinada. Cada día la sangre cubre los calabozos. Se les limpia para preparar la llegada de las nuevas víctimas.

6
(¿El diálogo desde la urna?).

7
En los gabinetes y ministerios todos son gordos, como los condecorados militares que los ocupan. Grandes hoteles, aviones particulares, viajes de turismo político los han vuelto así. Como a él. Tres lustros de poder arrastran al pequeño país hacia el deterioro. De los anteriores, zigzagueantes y escasos gobernantes con capacidad real de hacer una vida decente (hospitales, universidades, empresas) fueron quedando obras y leyes útiles; este hombre nuevo no ha construido ni un parque y, al centrar en él todas las decisiones, eliminó la atención a lo ya existente. Pueblos y ciudades se desmoronan en contraste con los alegres habitantes que disponen del dinero oficial regalado, vistiéndose de colorines, luciendo sus equipos electrónicos actualísimos (y rápidamente maltratados, desechados, cambiados por otros), yendo a morir —enfermos o ebrios— en el peregrinaje de un servicio médico a otro, que carece de personal y posibilidades para atenderlos o curarlos.
     En tres ocasiones él y sus ministros convocaron a «elecciones» —algún compadre suyo hacía de oponente— y el triunfo fue, naturalmente, absoluto. Las masas deliraban por él. Superados los cincuenta años y concluyendo su más reciente periodo de mandato, tuvo una rara ambición: permitir que un verdadero candidato emergiera en su contra, no someter por completo a las autoridades del organismo electoral, flexibilizar una campaña de elecciones populares.
     De aquel mundo, en el que quizá sólo un treinta por ciento sabe pensar, surgió para su sorpresa un candidato lúcido y práctico. Alguien que ya había gobernado, en la penumbra, una remota región del país.
     Su fama se extendió como fuego. Era seguido, aclamado por mucha gente e insultado y despreciado por multitudes, los fieles.
     Se informó sobre aquel insólito suceso y lo que supo fue escueto: el hombre remoto trabajaba, en su territorio las escuelas estaban activas, había pocos bares y licorerías, contaba con buenos médicos y las tierras producían frutos y animales; un pequeño aeropuerto y carreteras movían con seguridad a las personas de un valle a otro, de los ríos a las poblaciones. Se hablaba del proyecto ferroviario.
     Cuando quiso detener la candidatura, cosa que pudo hacer con un decreto o eliminar con sicarios a su oponente, ya la repercusión internacional del hombre se lo impedía. Debía aceptar el asunto. Elegir una estrategia fulminante.
     Por primera vez sintió que su gobierno podía ser disminuido. Y esta vez no consultó ni siquiera a sus tíos, abuelos y sobrinos —todos ministros de su gobierno, de confianza total—, sino que meditó hondamente, se hundió por noches dentro de sí mismo, buscó con ardor la definición desnuda de lo que él podría haber significado y ser para sus seguidores hasta hoy. En esa significación encontraría la respuesta.
     Lo que llegó como una simple idea fue abarcando sus sienes, su pecho, sus arterias, su vientre: algo ardía en ellos y él tenía que volverlo materia, realidad, certeza para los otros, para él.
     Desde luego éste no es un proceso de análisis. En el hombre se activa una intuición fulgurante, instintos sueltos, rasgos primitivos de la mente: todo lo que en la historia del pequeño país ya han puesto en práctica otros gobernantes y que él ignora, porque cree ser único. Nadie nota su concentración nocturna puesto que siempre ha sido capaz de imaginar con doblez. Años de imparable verborrea ocultan cualquier signo de aislamiento mental.
     Y una noche, mientras suda y lanza irrespirables ventosidades, vislumbra aquello a lo cual debe convocar: el poder que introducido como imán en la multitud servirá para amenazar y someter a sus contrarios, esta vez para siempre, porque también ha decidido ser un gobernante eterno.
Ese contorno apenas entrevisto exige varias acciones para su vasta concreción pública. Y realiza la primera de ella en pocos meses: al fin y al cabo es una energía contenida en él y en el pueblo. En sus próximos interminables discursos —ante multitudes traídas de todas partes, proveídas de licor, por radio y televisión obligatorias— incita al desorden, al abuso, a saldar cualquier diferencia entre las personas con navajas, cuchillos, pistolas, choques de autos. En secreto crea una red de motorizados para facilitar y acelerar los hechos. El balance de muertos es un éxito. Sus fieles consideran que derramar sangre es el mejor acto cotidiano.
     Al mismo tiempo organiza una operación magna: como siempre ha exaltado en sus arengas al Ancestro máximo del país, un soldado muerto quinientos años atrás, decreta abrir su tumba, traer sus cenizas al presente y tocarlas con su frente, para que el guerrero y Dios lo consagren como líder supremo y eterno. En una oscura ceremonia de medianoche, rodeado de sus familiares y ministros (poca diferencia), el hombre cumple el ritual.
Estos actos son paralelos a su actitud generosa. El azar y la globalización han hecho que la explotación minera del país alcance ganancias extraordinarias. Magnánimo, reparte dinero a todos los humildes; un despilfarro multitudinario invade fiestas, compras de motos, electrodomésticos, autos que, en semanas, forman pirámides de desechos y de cuerpos humanos —jóvenes— destrozados.
     Pero el asunto fuerte y central de su campaña —como se le ha ocurrido en su soledad— es anunciar, ahora cuando su cuerpo es sano, poderoso, perdurable, que ha enfermado. Para él la solución es brillante: despertará ternura, compasión, solidaridad, entrega; nadie podrá oponerse a esos sentimientos de suprema compasión. Poco antes del gran mitin ha transmitido su estrategia a ministros y militares. Muchos de éstos saben algo de medicina, pueden comprobar su excelente estado de salud, aunque lo prueban su energía diaria, las horas del hablar ininterrumpido, la exactitud de sus crueles órdenes. Así lo garantizan también su visión de la economía, de las dádivas a países extranjeros, ricos y pobres; la seguridad con que, inexplicablemente, obtiene préstamos millonarios de naciones desarrolladas.
     Y se inicia la arrolladora campaña, en la cual el conductor siempre está presente —plazas, radio, tv, ya lo sabemos— y siempre anuncia el posible mal, que nunca llega a definir. Hasta su eslogan es perfecto: «Muerte, muerte o triunfar».
     Porque, para él, cuanto atraiga destrucción y final, como creen entenderlo sus fieles, es el acabose de los opuestos. Ha tendido su trampa más perfecta; aquella de la cual no escaparán los otros ni el posible líder de la remota región.
     Al considerarse rey del caos legal, al proponer la muerte en la calle entre ciudadanos y campesinos, al consagrar la enfermedad como un arma publicitaria de primera magnitud, el gobernante se sabe ungido: ha desatado un poder que sólo él puede manejar, administrar, eliminar. Sabía utilizar la vida, se dijo complacido, ahora puede conculcar la muerte.
     Lo insólito es que pocas semanas después del terrible y exitoso anuncio (el otro parece ya opacado de antemano, por el fervor que despierta el gobernante), en medio de una gran concentración, a éste le fallan las piernas. Experimenta una súbita debilidad, tiene tiempo de sostenerse en la tarima y no cae. El círculo selecto advierte la situación, lo abrazan como si celebraran y logran sacarlo del espectáculo.
     Casi en seguida un insalvable dolor en la garganta le impide hablar. Durante lustros ha martirizado y saturado el espacio con su voz desagradable, improvisando, mintiendo, gritando, cantando, amenazando, condenando, engañando. No vuelve a hablar. Comienza a utilizar medios electrónicos actualísimos que sustituyen su presencia y su voz. En los canales y la radio persisten sus anteriores apariciones, como si siguiera siendo el mismo. Se acentúan las vallas en autopistas, carreteras, dispensarios con su inmensa imagen.
     La pérdida de peso es acelerada; pasa a ser el mismo cuerpo flaco de su adolescencia.
     Un animal invisible —¿la verdad, la muerte?— le ha tendido la trampa: el hombre ágil no puede moverse nunca más, el orador vociferante ha enmudecido para siempre, el cuerpo de huesos y nervios casi no existe, como los cuerpos de sus víctimas vivientes.
     Durante el último año su mente vive dentro de esos matices del dolor.

 

 

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