NODOS / Chatarra / Naief Yehya

El día en que cumplí treinta años conocí a Layla, que no es su nombre real, quien entonces tenía veinticinco años. Me vio sacando unos marcos polvosos de madera vieja pero fina de un basurero y se me acercó.

     —Yo podría hacer muchas cosas con esos marcos —me dijo.
     —Yo también —respondí mintiendo, ya que no tenía la menor intención de darles un uso práctico más allá de ocupar espacio en mi clóset.
     Me explicó que hacía joyería pero también joyeros y terrarios y ganchos para abrigos y repisas para especias y anaqueles para el baño y a veces mesas y sillas. Yo estaba muy impresionado, a punto de cederle mi recién descubierto tesoro, pero se me ocurrió algo mejor. Le ofrecí dárselos a cambio de acompañarme a tomar un café en el lugar nuevo cerca del parque que presumía de un café etíope de granos de origen único.
     —Me encantaría que me cuentes más acerca de las cosas que haces —dije.
     Ella no tomaba café, pidió kombucha. Me contó que había vivido en una comuna en el suroeste, pero que al final las cosas no habían terminado bien; que había empezado a estudiar arte pero lo había abandonado porque todo le parecía tan artificial y la academia estaba moribunda.
     —¿Quién puede aprender algo dentro de un sarcófago? —preguntó con toda seriedad.
     Asentí con la cabeza, aunque yo aún trabajaba dando clases de literatura en una universidad estatal, tan moribunda o más que cualquier cosa que ella hubiera experimentado.
     Platicamos por un par de horas, yo pedí unas galletas de pistache y agave sin gluten que hacían muy bien y terminé bebiendo dos espressos más, uno de ellos indonesio con un pequeño sabor a rancio que lo hacía extremadamente caro. Se ofreció a enseñarme a hacer un laminado de bronce que había aprendido en la India. Yo no tenía ningún interés de aprender semejante cosa. Detestaba las artesanías y odiaba las manualidades en general. Por supuesto que no se lo dije. Ella insistía que era la cosa más fácil del mundo. Ése fue el pretexto por el que le pedí su WhatsApp y la volví a buscar.
     Layla vivía en un departamento que compartía con otras cuatro personas, no muy lejos de mi calle. Nos volvimos a ver, me enseñó cómo hacía los laminados y también su trabajo con cuentas y alambre, yo la invité un par de veces al restaurante vegano tailandés de la calle 13. Una noche bebimos un vino artesanal de la región que producían unos amigos suyos y se quedó a dormir conmigo, hicimos el amor calladamente, ella parecía concentrada, con los ojos cerrados y un gesto solemne, como si siguiera de memoria las indicaciones de algún manual tántrico donde el orgasmo fuera parte de algún proceso bioenergético. Pocos días después se mudó conmigo; dejó la habitación que compartía con otras dos chicas, una bailarina que en realidad era instructora de yoga y una mesera que decía estudiar metafísica. No tengo muy claro cómo hacían para convivir en tan poco espacio, ya que al llegar a mi departamento las cosas de Layla parecieron expandirse y ocupar todos los rincones. De cualquier modo yo estaba realmente feliz.
     Layla no tardó en adaptarse e improvisar un diminuto taller en la sala. Su entusiasmo creativo era contagioso. Un día pintaba cuadros miniatura, extremadamente simples, que luego enmarcaba con madera vieja y latón oxidado. Otro día hacía aretes y collares y al siguiente armaba pequeños terrarios. Yo la miraba con una mezcla de asombro y creciente preocupación, ya que veía cómo se acumulaban sus obras en la sala, la habitación, la cocina y hasta el baño. Sin embargo, en cuanto consiguió un pequeño puesto en un mercado de artesanías vendió a buen precio gran parte de su producción. Yo estaba muy asombrado, aunque obviamente no me atrevía a mostrarlo, sino que actuaba como si fuera perfectamente normal que la gente gastara cientos de dólares en fierritos y maderitas ensambladas con un sentido estético mínimo. Por las noche y a veces las mañanas hacíamos el amor, siempre con movimientos mesurados, lentos, controlados, como dos caracoles enroscados.
     Con tal de estar con ella comencé a pasar los sábados con Layla en el mercado de artesanías, al inicio por compromiso e intensamente aburrido. Sin embargo, los vendedores de antigüedades me interesaban, yo tenía muchas cosas viejas que había acumulado, así que decidí seguir el ejemplo de Layla. Desenterré mis tesoros y me propuse ganar un poco de dinero extra. Al principio me costó trabajo desprenderme de mis cosas, así como ofrecerlas al público, responder preguntas, decir un precio, regatear y aceptar el dinero. El proceso me parecía un poco sucio, muy poco cool. Pero, como todo en la vida, me fui acostumbrando al trato de los clientes, a soportar a los curiosos, a tolerar a los idiotas y a agradecer a los compradores. Mi primer sábado como comerciante vendí una vieja máquina de escribir inservible que había recogido en la calle, un ventilador arcaico que ignoro cómo llegó a mi casa y una base de lámpara de hierro. Para la siguiente semana, medio arreglé una caja de madera carcomida con tapa de vidrio que usaba para guardar plumas, reciclé un decrépito juego de rasurar, con taza, afilador y navaja plegable de barbero que encontré tirada, y vendí todo. Nos volvimos habituales del mercado de artesanías del río Este, pagábamos nuestras contribuciones, íbamos a las reuniones, nos hicimos amigos de otros vendedores de chácharas y trastos viejos o pseudoviejos. Layla seguía con sus artesanías, mientras que yo me dedicaba a vender platos, ropa, discos de vinilo, juegos de mesa, cera para bigotes, zapatos y todo tipo de máquinas obsoletas. Me di cuenta de que estaba enamorado de ella.
     Una mañana llegaron al puesto dos de mis estudiantes. Se portaron amables pero pude sentir la condescendencia en su tono, pude olfatear su desprecio. Yo no sabía cómo actuar, dónde poner las manos ni la mirada. Fue un momento sumamente incómodo. Esa misma noche, al volver al departamento, mientras hacíamos cuentas, le anuncié a Layla:
     —Dejaré la universidad. No hay nada para mí en ese lugar.
     Quedó un poco sorprendida, no dijo nada al principio, luego me preguntó si estaba seguro de que era una buena idea dejar la institución. El lugar al que se refería como el cementerio del ingenio y la creatividad súbitamente se había convertido en «la institución». Tuvimos nuestra primera pelea esa noche. Yo no tenía miedo de cambiar de vida, de ser un poco más como ella.
     —No hagas esto por mí —me dijo.
     Yo respondí groseramente, le dije que no se creyera tan importante, que la decisión era mía.
     —No me gusta esta locura de acumular cosas.
     Ella veía lo suyo como una labor creativa, recogía sólo lo necesario para hacer sus piezas. Yo, en cambio, me había vuelto un mercader, según ella.      Llevábamos para entonces media botella de ginebra de la destilería del barrio.
     —Yo busco alegrar a la gente con cosas simples, tú quieres hacerlos añorar lo complicado, lo ostentoso, el comercialismo fracasado de otras épocas —dijo, casi llorando.
     —No hay tanta diferencia entre lo que hacemos. Los dos apelamos al cursi interno —le respondí.
     Layla se cubrió la cara y lloró. Quise retractarme, pero no podía mentir más al respecto. Le dije lo que en realidad pensaba: que sus objetos estaban hechos para gustar a un público con una sensiblería amaestrada y candorosa, con un gusto tóxico y estereotipado de supuesta elegancia austera e intelectualidad accesible que igual evocaba a Matisse que a Andy Warhol que a Keith Haring y a Alphonse Mucha.
     —Tus piezas son pequeños cocteles de lugares comunes y guiños pretenciosos que no hacen más que revelar que has logrado descifrar la pobreza de la    imaginación de sus compradores —añadí sintiendo que le había dicho un cumplido.
     En ese momento tuve la perversa noción de que ella, como yo, buscaba manipular a sus clientes. A mí me quedaba claro que la obsesión de la gente por acumular, no tanto objetos del pasado sino más bien objetos que proyectaran la idea del pasado, me estaba dando de comer, y en gran medida me daba mejor de comer que la institución educativa. Layla dejó de argumentar, pero en ningún momento sentí haberla convencido. A la mañana siguiente amanecimos crudos, quise creer que ella había bebido tanto que quizás no recordaría lo dicho la noche anterior.
     No podía imaginarme volver a trabajar con un horario fijo, no echaba de menos ni a los alumnos ni a los colegas y ni siquiera la supuesta tranquilidad de un trabajo estable con seguro médico. Bastaba seguir acumulando vejestorios, seguir especulando con las posibilidades de usos o evocación que tenía la basura de otros, seguir armando falsas reliquias a partir de las ideas que se podían tener de los objetos del pasado. No es difícil de entender que, en un tiempo de diluvio de bienes inmateriales, en que la información y el entretenimiento digital se han devaluado sin remedio, la gente busque refugio en artefactos sólidos, en armatostes pesados, estorbosos y retrógrados.
     Me convertí en un falsificador, en un maquilador de piezas que enfatizaban románticamente la inutilidad, la nostalgia y las falsas memorias. No me perdía una venta de garaje ni dejaba de mirar en el interior de los basureros, especialmente en la zonas más elegantes de la ciudad. Mi departamento se había convertido en un museo, en todos los rincones se apilaban con más o menos gracia montones de fierros, cuero, libros, trapos, discos, amplificadores de bulbos, monitores, productos anacrónicos y objetos en desuso. Layla y yo teníamos que caminar cuidadosamente entre las montañas de cosas, por estrechos senderos que iban de la habitación al baño y de la entrada a la cocina. En medio del océano de chatarra seguíamos trabajando, bebiendo cada día más y haciendo el amor cada día menos. Seguido sorprendía a Layla contemplando mi colección con una mirada de temor o angustia, como si temiera que en algún momento saltarían de ahí ratas, cucarachas o bestias mecánicas. No puedo negar que yo a veces temía lo mismo.
     Un día regresé y Layla no estaba. Me serví un gin and tonic, luego otro más, y cuando ya era de noche me terminé la botella. Layla no llegó esa noche. Yo no fui a la cama, me quedé dormido en el único espacio libre del sillón de la sala. Al día siguiente salí a buscarla sin saber por dónde empezar. Ella no tenía teléfono celular, era otra de las cosas que no quería poseer. Era temprano, caminé de manera errática por el barrio. Bebí un espresso en un café sueco al que nunca había entrado. Tenían una hermosa colección de cafeteras antiguas como decoración. Pregunté si estaban a la venta. La barista me dijo que tendría que preguntarle al dueño.
     —Llegará en una o dos horas —me dijo.
     Consideré dónde podría ir a buscar a Layla, y como no se me ocurrió nada, decidí pedir otro espresso y sentarme a esperar al dueño.

 

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