Todxs podemos enseñar a hablar a un monstruo

Luis Armenta Malpica

(Ciudad de México, 1961). Uno de sus libros más recientes es Enola Gay (Vaso Roto, Madrid, 2019; 2023 en edición bilingüe). Este texto es parte de un proyecto apoyado por el Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC).

Pensar que un hombre asignó, en un momento dado, nombres a las cosas, y que de él los demás aprendieron los primeros vocablos, es puro desvarío.

Tito Lucrecio Caro

La virtud de este pequeño saurio es su modestia, su privilegio la invisibilidad. Como pocos entre los de su especie —bichos de mirada parabólica y lengua centelleante— el camaleón nunca duerme. […] Y a partir de allí […] no hay regreso, no hay diferencia entre el infinito y su nostalgia.

Jorge Esquinca

Entre el espejo y yo 
el biombo del lenguaje.
Lo inabarcable se vuelve
en contra mía
una navegación hacia 
lo orgánico. Encomendarse
al aire, al vuelo de las moscas
que circundan el vidrio.

Desde esa transparencia
el deslumbre 
de la palabra
nace.

Muy adentro del tiempo
en el charco que deforma la sangre
un camaleón da sus primeros sorbos.
Cae para levantarse y recaer
en su color de origen: si es felino o reptil
(como otros animales) sin género 
absoluto. Por ahora
descansa en esa cama de carne
(león o leona) que quiere ser
su voz. Y lo alimenta.

Así nos lo dijeron:
No bastó con que los australopitecos contaran
con la fisiología necesaria para generar un lenguaje
más allá del aullido. El neandertal
además de un gran cerebro, las áreas de Broca y Wernicke 
bien definidas (como en el sapiens) 
y un hueso hioides parecido al del humano moderno
tuvo la proteína del lenguaje: el gen FoxP2.
Todos los mamíferos lo tienen, pero
la versión humana concede más control
sobre los músculos faciales, la boca y la garganta.
Ni los chasquidos (aún presentes
en algunas lenguas africanas), 
ni los silbidos o canturreos
podrían considerarse lenguaje.[1]
No nos bastó el Bow-wow
ni la teoría Pooh-pooh
o lo que en franco juego Friedrich Max Müller denominó Ding-dong
para pasar de la repetición 
de una onomatopeya a la emoción humana 
y levantar el reino del lenguaje 
sobre las ruinas de las interjecciones.

Quisimos más, y allí estuvo la idea, un pensamiento
ese recuerdo petrificado que ordena nuestro mundo.

Las palabras son negras
como moscas. Desvarío.

De esta predicación
la palabra animal estaba 
contenida 
en el vocablo anima
que en su reconocida raíz indoeuropea revela ‘respirar’.

No basta, incluso ahora
más allá del Aullido de Ginsberg
que las cosas se nombren
de maneras distintas. Ni yo, ni ya, ni hiel son
suficientes para expresar
o más bien, combatir
todo eso que nos han enseñado.

Dijimos: respirar.
Insuflar el lenguaje
no de un soplo divino, ni del aire 
que llena una muñeca.

Respiramos lo que una vez ya dicho
nos anima. En esta elevación del alvéolo a la lengua
en un hilo de ti
(conexión desde el tono sanguíneo
al árbol de la ciencia)
damos nombre a lxs otrxs.

Las palabras son rojas
como herida
en los toros de Creta
o el Guernica.
Pero por esa cruz 
hay desapariciones que nos duelen.
Sobre todo, si se ejerce violencia sobrehumana
en la vocal primera: la de la abuela
la madre, la hermana, la hija
y esa letra es el llanto
desplazado en otras muchas formas
del decirse mujer. De lo que significa
afuera de los espejos diarios.

Nos lo dijo Charles Simic:
Dado que «ello» no puede ser identificado más claramente en nuestra existencia, 
dado que la esencia del lenguaje es la pobreza ante el «ello», 
dado que no puede enfrentarse «ello» a un espejo, 
dado que «ello» es el monstruo del laberinto y el eterno compañero de juegos, 
uno lucha por un arte cuya tarea sea mostrar el efecto de la presencia de «ello». [2]
No veo la diferencia entre ella y ello: ambas maneras
de referirnos a lo que no es el hombre
padecen la injusticia de la historia.

El lenguaje hizo al hombre.
Lo hizo solidario.

Para Aristóteles, el hombre
solitario es una bestia o un dios.
¿De dónde vino el monstruo?

Si no siempre pensamos con palabras
las palabras no alcanzan 
a expresarnos.

Habrá que generar una gramática de carácter orgánico
sin patrones ni ideas preestablecidas
que nos contemple a todes.

Mia Couto lo piensa:
La poesía no es un género literario,
es un idioma anterior a la palabra.

Sólo tengo una lengua y no es la mía, comentó Derrida.

Este sería, y es, el lenguaje poético:
que carezca de género y colores, que no duerma. Que no pierda
modestia ni invisibilidad.

Chantal Maillard lo dice:
Escribir
para confundir las palabras
y que las cosas aparezcan.

Liliana Díaz Mindurry lo confirma:
Digo y mi decir es un decir de algo que no me pertenece, 
algo que se filtra solapadamente en mi lenguaje. 
Algo que no quiero, que no deseo decir. 
Digo o aprendí a decir, no como los animales en sus gritos [...]
Hablo para dar unidad a mi pensamiento desestructurado, 
a mi masa de sensaciones sin unidad, 
hablo para dar una imposible unidad a lo que siento 
y para comunicar a otro un mensaje que necesito. 
Hablo y en seguida aparece la ambigüedad, el malentendido: 
no quiero decir lo que digo, digo lo otro, la ajenidad absoluta.[3]
¿El monstruo es la poesía?
No. El monstruo 
es lo que hacemos al armar 
los discursos desde piezas distintas.

La poesía únicamente
es nuestra 
	camaleón.

[1] Enseñar a hablar a un monstruo, José C. Vales (Grupo Editorial Planeta, Madrid, 2022). Los cortes de verso son arbitrarios.

[2] El monstruo ama su laberinto, Charles Simic (Vaso Roto, Madrid, 2015). Traducción de Jordi Doce. Los cortes de verso son arbitrarios.

[3] La maldición de la literatura, Liliana Díaz Mindurry (Huso, Madrid, 2017). Los cortes de verso son arbitrarios.

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