Acapulco, Guerrero, 1992. Su publicación más reciente es el cuento «Interés restringido» (Luvina 114, 2024).
Suena el despertador a las 4:45 AM, Dalia permanece acostada en la cama, sintiendo su cuerpo exhausto sobre el colchón. Se propone por última vez, antes de levantarse, advertir el contacto de las sábanas en la superficie total de su espalda, el reverso de sus brazos, codos y palmas extendidas. Se impulsa hacia el frente, gira, y se sienta al borde de la cama, sus pies cuelgan. Se prepara para el día que está por comenzar arropada por la luz tenue de una lámpara de buró. Repite el ritual diario que consta de tomar un baño, peinar su pelo corto como púas plateadas con la secadora y maquillar su rostro, siempre con especial atención en los ojos, que adorna con sombras de colores y delineador negro en los párpados.
En la habitación contigua, Beatriz lleva a cabo su propio ritual, que es un misterio para Dalia, y ambas se encuentran en la cocina. Beatriz apenas prueba alguna galleta o un pedazo de pan traído de la farmacia la noche anterior. Dalia la mira picotear y no puede evitar sentir lástima, mientras se prepara unas quesadillas rellenas de pierna de puerco deshebrada y cocinada en adobo. Mientras comen, la casa en penumbras las protege, la gente de las fotografías enmarcadas y colgadas en las paredes de los cuartos las acompañan, las figuras de santos y vírgenes en su sala de estar las amparan. Por eso ellas no sienten miedo, son dos mujeres solas que, al menos durante el desayuno, no sienten miedo.
A las 6:15 AM se encuentran montadas en su camioneta pick up camino al colegio. La imagen de las dos mujeres ya mayores, con pinta de abuelitas, montadas en una camioneta buchona como esa le da risa a los vecinos, pero qué les importa. Cuentan tan sólo con ese artilugio para enfrentar las calles: una vez en la cabina son imparables. Por eso siempre están contentas cuando se trasladan, no importa a donde vayan.
Dalia recibe a su primer alumno poco después de las siete. Lo saluda de forma cariñosa pero breve, el modo que la caracteriza. Los niños de quinto de primaria son con los que más disfruta trabajar. Piensa que los niños menores son terriblemente aburridos, quinto y sexto son los mejores grados, pero quinto supera incluso al último peldaño de la primaria porque permite atestiguar el abandono de la infancia. Es como ver abrirse un capullo, pero —esto es lo favorito de Dalia— como si la metamorfosis fuera en reversa: entran mariposas y salen oruguitas, feas y deformes, infinitamente tiernas.
Al entrar los niños la saludan con sus vocecitas de cascabel. Todos quieren darle los buenos días, todos quieren decir su nombre: «Hola, Dalia». Ella repite treinta y tantas veces «Hola, buenos días» sin alegría, pero tampoco con desgano. Su tono de voz es así, neutral, cualidad valiosísima para los oficios del cuidado. Una vez que están todos los niños en el aula, ya sentados, con sus mochilas en el respaldo de las sillas, Dalia dirige la oración.
—Papá Dios, te pedimos que el día de hoy sea productivo, que aprendamos mucho y que obremos de la forma en que nos mandes— y continúa:
Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda.
La paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
sólo Dios basta.
Pero Dalia sabe que miente, que les miente descaradamente a la cara a esas orugas que tanto estima, que todos los días dicen su nombre y la hacen existir de nuevo.
Aquel día su entraña se rebeló. Fue el día que la planeación anunciaba el tema escabroso de Ciencias Naturales: reproducción humana. Tan pronto Dalia terminó de enunciar esas palabras que tantas veces habían estado en sus labios: «Sólo Dios basta», se le salió una risita casi imperceptible. Al caer en cuenta contuvo la respiración, y apenas alcanzó a pensar con alivio: «nadie lo notó», cuando el niño sentado hasta el frente levantó la mano. Y este niño no era cualquier niño, era su némesis, su dolor de cabeza, ese que la retaba constantemente, o peor, andaba por ahí bailoteando, haciendo soniditos, ignorándola por completo. Dalia no le dio la palabra y se volteó a escribir algo, lo que fuera, en el pizarrón, pero el niño igual habló.
—¿Se está riendo en la oración, maestra?—. Silencio en el salón. Dalia sintió la rabia prender su rostro como si estuviera cubierto de gasolina. Pero no era rabia, era vergüenza.
—¿Cómo me voy a estar riendo en la oración? Eso es una falta de respeto.
—Creí que se había reído.
—¿De qué me iba a reír? —soltó con rapidez—. ¿De qué?, a ver, dime: ¿de qué me iba a reír? Nada más que fuera de ti.
Esa respuesta le costó a Dalia una entrevista con los padres de Gustavo en la que tuvo que bajar la cabeza y aguantar que le reprocharan su conducta. Le costó la llamada de atención, no sólo de su coordinadora, también de la directora y poco faltó —pensó— para que el rector la citara. Tuvo que ocupar esa posición que sólo es ocupada por los niños, pero que, de tanto en tanto, recibe a algún adulto que no actuó lo suficientemente rápido para escapar, a aquel que se le encontró soñando despierto, o rebasado por alguna osada emoción. Es corrosivo ser un adulto en esa posición, y sólo es peor serlo en una escuela, habiendo tantos niños y niñas. El escarmiento fue por la respuesta que dio al niño, porque jamás admitió que se hubiera reído y nadie realmente lo creyó, ni siquiera el mismo Gustavo, que más bien había supuesto que lo que vio fue una mueca aleatoria y que lo que escuchó fue sólo un suspiro, pero que no dudó en aprovechar esa maravillosa coincidencia para cobrarle a Dalia todas las que ella le había hecho: regaños, recados y hasta un reporte.
Lo cierto es que Dalia, que lleva treinta y siete años trabajando en el colegio, no sólo quiso reír ese día, quiso estallar en carcajadas, se lo confesó a Beatriz mientras manejaba ella la camioneta de regreso a casa por la tarde. A pesar de sus personalidades, sus guerras y desencuentros, las dos hermanas siempre charlaban durante los trayectos de la casa a la escuela y viceversa. Beatriz siempre había desempeñado puestos administrativos y disfrutaba escuchar las ocurrencias de los alumnos de Dalia.
Por primera vez durante todos sus años en la docencia Dalia se había dejado descubrir de tal forma por un niño. Se volvía a poner morada de vergüenza sólo de pensarlo, que había podido cometer tal descuido. Muchas veces antes había tenido la cabeza ocupada con cualquier otro asunto mientras rezaba, pensaba recurrentemente en su casa, si había apagado o no la lavadora o si ya era hora de repintar su habitación. A veces también pensaba en su novio, un hombre norteamericano que había conocido por internet y con quien hablaba por teléfono todas las noches, antes de acostarse. Sólo una llamada al día, Dalia decía que a eso de los chats y los videos no le entendía, sólo hizo el esfuerzo por entender el sitio de citas una vez, el día que conoció al susodicho, animada y guiada paso a paso por su sobrina. Pero no importaba en realidad cuál fuera el asunto en turno, cuando llegaba la hora de persignarse, Dalia siempre entreabría los labios ligeramente y murmuraba: «El nombre del padre, del hijo y del espíritu santo», porque entonces parecía que todo el tiempo había estado rezando, haciendo obediente su oración en silencio. Sólo que en esta ocasión se traicionó vilmente y no alcanzó a pensar antes de reaccionar, y fue descubierta por el chiquillo que hubiera dejado al último, si hubiera podido elegir quién la descubriera de entre todos sus alumnos, mientras recordaba aquel día, hacía ya muchos años, en el que se enteró cómo se hacían los bebés. Pero eso ya no se lo dijo a Beatriz, a ella le inventó que la risa fue ocasionada por el recuerdo de una escena sosa de la novela de las siete, que ven juntas.
Dalia era maestra de educación básica, estudiada y titulada en la normal. Entró a trabajar al instituto con menos de la mayoría de edad y estuvo enseñando a niños del primer grado de la primaria por tres años, hasta que el padre Guillermo llegó a la dirección con el encargo de aumentar la disciplina en la primaria, pues era conocido por su absoluta firmeza y su tesón. Un día que el padre recorría los pasillos y se asomaba a los salones se fijó en Dalia mientras calificaba un dictado de diez palabras: rata, rincón, reto, ratón, rampa, rico, rápido, ritual, ramo, rinoceronte. Quedó asombrado frente al registro que había diseñado en un cuaderno a cuadro chico. El cuaderno funcionaba en posición horizontal, Dalia había seguido con pluma y regla la cuadrícula hasta fuera de los márgenes, abarcando así toda la hoja con columnas y renglones diminutos. En la parte superior tenía claves que indicaban los rubros a calificar. Hacia abajo, a lo largo de la primera columna, en cada renglón había puesto las iniciales de cada uno de sus alumnos. Hacia la derecha, en el primer renglón superior, tenía señalados todos los dictados del mes, y marcaba cuántos aciertos obtenía cada crío a su cargo. También tenía señaladas las lecturas, y marcaba las palabras leídas por minuto de cada uno, lo mismo las páginas de los libros de texto, actividades especiales y participaciones. No tardó el padre en invitarla a trabajar como su asistente, lo cual fue para Dalia un gran honor.
En su nueva labor, Dalia se encargaba de contestar el teléfono, llevar la agenda del padre, recibir a las personas citadas, así como visitas no programadas, y organizar los turnos para verlo. También se encargaba de comunicar avisos a los maestros y lidiar con los niños que eran enviados a dirección por faltas no tan graves como para merecer la reprimenda del padre director. Se hacía cargo de una pequeña bodega en donde se encontraba el archivo, en el cual iba organizando certificados, constancias, permisos y otros papeles. Realmente le gustaba su nuevo trabajo, tenía tiempo de desayunar y de conversar con las otras maestras y el personal de servicio. Sólo entonces se dio cuenta de lo tremendamente cansado que es hacerse cargo de los niños de primer grado. Enseñarles las letras era cosa sencilla, lo que la dejaba exhausta al final de la jornada era la suma de aquellas acciones que implicaban pequeñas pero desgastantes dosis de trabajo físico: lavarles sus manitas antes de que comieran el lonche, acomodarles el abrigo, limpiar y sobar sus raspones, agacharse frente a sus mesabancos y corregir la toma del lápiz, agacharse para escuchar las historias de lo que sus padres habían hecho o dicho, agacharse para verles a los ojos, para ser escuchada.
En este nuevo trabajo Dalia no se agachaba y eso le reservaba energía que se traducía en un mejor humor, que la ponía en disposición de conversar con cualquiera que pasara por su escritorio. Fue así que un día Mercedes, encargada de la limpieza de la oficina del padre Guillermo, le contó a Dalia que el armario frente a la ventana, el que tenía cerrado con llave, se había quedado entreabierto el día anterior, y que alcanzó a ver que lo que había dentro eran libros.
—¿Por qué tendrá el padre libros guardados bajo llave, ¿qué pueden tener de importante? —preguntó, en tono bajo, Mercedes.
—Yo sabía que hay algunos libros que valen mucho porque son viejos, son como reliquias.
—Yo también, Dali, sí sé cosas, no me creas tan ignorante, pero estos no se veían viejos. Ay, tú, ¿será que dicen cosas del diablo?
—No andes queriendo averiguar, al rato te jalan las patas en la noche…
Las dos mujeres rieron entre dientes y volvieron a lo suyo, sólo que Dalia ya no pudo quitarse de la cabeza lo del armario, más porque ella tenía un juego de llaves que el padre le había dado y le había dicho que eran las llaves de toda la oficina, incluida la puerta principal que conducía a la recepción que habitaba Dalia, la puerta de la bodega en la que se guardaba el archivo, la puerta de la segunda oficina, que ocupaba el padre, y había un par más. Una era del baño dentro del espacio privado del padre, no era difícil de deducir, entonces la otra quizá era la del armario. Dalia siempre había sido muy curiosa.
De repente, el recuerdo. Ese día el padre había salido a una junta con su supervisor y Dalia ya conocía bastante bien la rutina de su jefe para saber que iba a tardar. Fue entonces que se apresuró dentro de la oficina de dirección una media hora antes del recreo, pues sabía que después tendría una cantidad considerable de visitantes por riñas durante los juegos. Ese día no tocaba la limpieza así que tampoco vendría Mercedes. Y en caso de que llegara alguien de imprevisto, Dalia emparejó su puerta que rechinaba al abrirse, de modo que el ruido le avisaría si había salir con la naturalidad con la que saldría normalmente de la oficina de su jefe, después de dejar algo sobre su escritorio. Tomó la llave y abrió presurosa el armario.
Encontró doce tomos en los que se leía «Historia Universal», encontró también un libro que le pareció gordísimo titulado Las religiones del mundo, una edición antigua del Quijote y otros libros que, alcanzó a entender, trataban de ritos y cultos propios de las civilizaciones antiguas. Había también libros sobre teología, vidas de santos y otros títulos rebuscados que incluían la palabra «filosofía». Aquella colección le pareció poco relevante a excepción de un libro delgado que encontró al fondo, Anatomía Humana II, Ediciones Trébol, en el que vio, por primera vez, la ilustración de un cuerpo desnudo de hombre y otro de mujer. Dalia sintió el rubor en sus mejillas, entre que cerraba los ojos y los abría. Por un momento se dirigió a sí misma y se dijo: «Bueno, ya, algún día te tenías que enterar», y comenzó a leer los nombres de partes del cuerpo que le parecían tremendamente extrañas. Enterarse de que esas partes no sólo existían, sino que tenían sus propios nombres, le produjo una sensación de desasosiego fatal, se sintió diminuta y tonta, insignificante en un mundo que se imaginaba basto, del que no poseía nada, ni siquiera a sí misma, no completa.
El pene se le figuró un brazo pequeñito mal logrado, una deformidad, hasta sintió pena por sus conocidos hombres. La vulva, por su parte, no le produjo emoción, sólo un gran desconcierto. Se llevó una mano a la entrepierna y pensó: «¿En dónde carajos?». Volteó la página y se encontró con un encabezado que enunciaba: «Reproducción», con imágenes a modo de una historieta. En el primer recuadro aparecía el pene, que recién había visto con lástima, dentro de la que entendía como la cadera de la mujer, y le pareció una mutación. Leyó la palabra «penetración», leyó que el pene entraba a la vagina de la mujer y entonces empezaron a aparecer en su mente todas esas frases que había escuchado de niña. Su madre diciéndole: «Cierra las piernas», «Tápate ahí», «No te toques ahí», «Nadie te puede tocar ahí», «Sólo las zorras llevan la falda tan corta, se les ve todo». Y si Dalia preguntaba qué se les veía, mamá contestaba aspaventosa: «Pues todo ahí». Apenas ese día comprendía lo que significaba ahí.
Después leyó «eyaculación», leyó «ovulo» y «espermatozoide», pero no entendió hasta que en los siguientes dibujos vio crecer un bebé adentro del cuerpo de la mujer y entonces relacionó todo y supo que los bebés no eran un regalo que Dios ponía en los vientres benditos, sino que eran algo que surgía de una penetración, y que esa penetración implicaba desnudez e implicaba también que la mujer abriera las piernas y que su vagina hiciera contacto con una parte muy rara y fea —si se lo preguntaban a ella— del hombre. Sonó el timbre que anunciaba el recreo y Dalia, temblorosa, acomodó el libro en su sitio. Se fijó que todo estuviera como lo encontró, cerró el armario y salió a sentarse en su escritorio. Ese día no pudo volver a concentrarse, las imágenes que había visto se le aparecían acompañadas de una maraña de dudas y recuerdos que a cada momento cobraban un sentido distinto. Esa noche, antes de meterse a la cama, Dalia se miró lo que alcanzó de su vulva y la tocó tratando nuevamente de palpar las partecitas que vio en el libro. No encontró las respuestas que buscaba. Aquel día Dalia sintió mucha vergüenza que se tornó en rabia, pero no por lo que en ese momento supo, sino por todo el tiempo que no lo supo, mientras sí lo sabían quienes la rodeaban, como sus padres, sus tíos y primos mayores, los que habían sido sus profesores, su jefe. Se indignó al pensar que ella era una maestra, una de las principales responsables de explicarle el mundo a niños y niñas, y a pesar de ello, su formación tenía semejante carencia. Temió entonces por todas las demás que podría tener.
Quien a Dios tiene
nada le falta:
sólo Dios basta.
De repente, el recuerdo. Y la risa fugada, que fue producto de la nostalgia complacida, porque dejó de importar el contenido del pasado —cruel, inaceptable— que por un instante se volvió hermoso sólo por ser eso, pasado.