Todo es hermoso siempre / Julia Weber

Yo quiero vacaciones con fuego y distancia, y Bruno quiere vacaciones sin alcohol.

Bueno, dice mamá, porque cumplen años.
Nos vamos de vacaciones. Y camino a la estación de autobús, voy rozando arbustos que gorjean. Sacudo los brazos y tocan el aire. Saco la lengua y sigue cálida.
Mamá fuma delante de un cartel con un hombre que sonríe frente a la mesa del desayuno, y mientras larga el humo cierra los ojos. Nos vamos de vacaciones. El hedor a orín asciende por el diseño tridimensional del asiento. Nos vamos de vacaciones hasta la estación final. Bruno carga su libro sobre los puentes del mundo. A intervalos de pocos minutos necesita apoyarlo a un costado para descansar los brazos.

Y yendo por la pasarela que cruza el cañizal, mamá dice que es hermoso. Un ave zancuda guarrea, el viento sopla las cabezas de los juncos entumecidos.
Muy hermoso, dice.
Fantástico, dice.
Una maravilla, dice.
Toda una maravilla.
Será que no está prevista la cerveza, dice Bruno. Desesperación, agrega.
Sí que es hermoso, digo yo, el viento tibio te eriza el vello sobre la piel.
Todo es hermoso siempre, dice Bruno, y con el libro gordo sobre la cabeza se pone a contar los juncos.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete.
Camino y miro de reojo la superficie del lago, sus olas plateadas, y por momentos bajo la mirada hacia el vestido amarillo limón que recubre mi vientre. El agua masculla bajo mi vientre, bajo la pasarela.
Un hombre con papada mira absorto el cuerpo de mamá. A su lado yace un perro, también él con arrugas. El pequeño Bruno apoya el libro sobre el césped machucado y cierra las manos formando puñitos.
Queremos una casa rodante, dice mamá, que está parada delante de nosotros y zarandea el pelo. Se inclina ligeramente hacia atrás hundiendo los tacos en la tierra. El hombre ríe. Y la risa mueve todo en él y todo alrededor de él. Su piel se mueve, la mesa diminuta frente a la que está sentado se mueve, el suelo se mueve y con el suelo, la casita que hace las veces de recepción, el blanco descascarado de sus paredes, los cajones de flores en las ventanas. Lleva puestos pantalones cortos, blancos, el hombre del que no puedo imaginar cómo ha entrado en ellos y mucho menos cómo piensa salir.
Después nos vamos caminando entre abedules y abetos aislados. Veo la huella de las carpas entre los árboles, veo dónde estaban las carpas el verano pasado, dónde las reposeras plegables, las mesas, las colchonetas. Y ahora parece que no queda nadie salvo nosotros y el Coloso, que nos abre la puerta de la casa rodante, golpea tres veces la chapa y se va.

Y nosotros sentados en una ronda de troncos, con aire ceremonioso. A la luz del fuego. Bruno, que toca una guitarra imaginaria; sus lentes reflejan el viso de las llamas. La casa rodante, que huele a los extraños que han dormido en ella. La cerveza sin alcohol, que se calienta en las manos elegantes de mamá y sale de su boca cual amargo aliento.
Mamá, que está perdida en pensamientos y calla. Los chasquidos del fuego.
La mesa caoba, desplegable junto a la casa rodante, la mesa que se tambalea y a la que me siento, y las sombras del bosque que observo, su aire siniestro, la posibilidad de todo en la oscuridad. Mi vestido amarillo limón, impaciente en la lumbre, y mis dedos finos con el anillo dorado, ganado a una expendedora de goma de mascar. Y el verde del césped, que es prácticamente negro.

Más tarde mamá descansa sobre una colchoneta en el suelo, susurra por lo bajo melodías propias. Bruno y yo estamos acostados en las cuchetas. Con manos y pies tocamos el techo. En el techo alguien ha escrito: «Nada me distingue de Salvador Dalí salvo que no soy Dalí».
Por la mañana, el olor de los extraños se confunde con el nuestro. Mamá duerme. Bruno y yo damos vueltas hambrientos, quisimos nadar pero el agua está helada, y el fondo del lago se siente tan blando que podemos imaginar en detalle todo lo que debe haber abajo, lo que podríamos pisar, lo que entonces podría mordernos o asustarnos. Como no se nos ocurre otra cosa, juntamos conchas de caracol vacías, sorbemos el rocío de un trébol, arrojamos ramitas al lago, alimentamos peces con miga de pan. El viento es tibio y huele a los montones de estiércol de las granjas que se encuentran detrás del bosque. Nos quedamos mirando al perro que vigila la cabaña, y al Coloso, que lava una lancha con una manguera que por momentos se le enrosca en las piernas. Al sol hace calor y frío a la sombra, y la lancha se llama Susanna.

Atardece y estamos otra vez sentados al fuego, el sol se ha ido, el aire, azul. Mamá alza el jarro de los cepillos de dientes, ahora lleno de vino.
Por nosotros, dice.
Antes había dicho que no eran vacaciones si eran sin alcohol, que no puede concedernos nada si ella misma no puede concederse nada, y que lo único que quiere es un jarro de vino por la noche.
Con el vino mamá se ablanda como la luz del fuego.
Ahora sí, dice.
¿Hablaste con Peter?, pregunta.
Todavía no, respondo.
¿Lo besaste?
No, respondo, nada más quiero hablar con él.
Pero será genial, besar, dice mamá.
Y ahí es cuando aparece el Coloso entre los árboles. Se acerca, crece a medida que se acerca, se agiganta, está de pie frente a nosotros y una sombra alargada lo escolta a la luz de las llamas. Los dedos de los pies asoman de las sandalias blancas y en la lumbre su rostro es monstruoso. Le pregunta a mamá si no quiere ir a bailar con él.
No, gracias, dice ella, estoy con mis hijos.
Pregunta si no queremos todos ir a bailar con él, bah, él bailaría con mamá y nosotros podríamos tirar piedras al agua o beber un refresco o hacer lo que hacen los niños cuando los adultos bailan pegados.
Al hablar mueve los dedos del pie. Las uñas son del color de la cera de oídos.
No, gracias, dice mamá, he venido para estar con mis hijos.
Uno nada más, dice el hombre, que al menos un baile, que la encuentra encantadora y lo que daría por un baile con ella.
No, dice ella, estoy con mis hijos.
¿Ni un solo baile?
La luz de las llamas le salpica la cara, lleva puestos los mismos pantalones cortos, pero esta vez con una camisa tipo safari con manchones en el sobaco. Huele a una afeitada reciente y un poco también a colonia vieja.
Que no, carajo, dice mamá.
Uno solo, dice él.
Bruno canta. Le miro al Coloso los pelos de las piernas. Mamá mira el fuego como enajenada y se apura a beber. El rojo del vino reluce a la luz del fuego.
Okay, dice ella.
Se levanta.
¿Están de acuerdo?, pregunta.
Yo asiento.
¿Bruno?
Bruno canta.
Y así, con la belleza que la sonroja, se va caminando junto al Coloso, que le habla insistentemente desde lo alto.
Dice que se alegra tanto, el Coloso.
Digo que si tanto se alegra.
Bruno canta más fuerte.
Bruno, que si tanto se alegra, que no pasa nada, que mamá va de pura lástima.
Bruno canta más fuerte. Y yo callo mirando el fuego. Ya quiero preguntarle a mamá cómo le fue.

[Fragmento]
Immer ist alles schön (Limmat, 2017)
Traducción del alemán de Carla Imbrogno

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