Toda una mujercita

Becky Urbina

(Lima, 1983). Recientemente publicó Algo azul (Fondo de Cultura Económica, 2020) y A dónde se va el sol (Ediciones Norma, 2020).

Raquel está sentada en el inodoro, preguntándose qué es eso de color rojo que mancha su trusa estampada con estrellas y arcoíris. Tiene siete años y va a un colegio religioso, en el que no es usual abordar temas relacionados con aquellas partes del cuerpo que permanecen ocultas. Siente el frío de la taza de porcelana que roza sus piernas, pero también siente una especie de ardor ahí abajo, que nunca antes había percibido.

—¡Mamáaaaa! —grita con fuerzas para que su voz pueda atravesar la puerta del baño y llegar hasta el primer piso, donde su madre prepara el almuerzo.

La madre oye el llamado y supone que se debe a alguno de los pedidos acostumbrados de su única hija: una limonada, unas galletas, el control remoto del televisor que permanece escondido hasta terminar sus tareas escolares, u otra pequeñez por el estilo.

—¡Ya va a estar el almuerzo, Raquelita!

—¡Mamáaaaa!

—Ay, esta chiquita, ¿qué querrá ahora?

Angélica sólo cocina los fines de semana en la poblada casa familiar. Llegó con Raquel un año atrás. La casa de los abuelos maternos siempre es un buen lugar para un nuevo inicio después de una ruptura matrimonial. Fueron recibidas con los brazos abiertos, pero con un espacio reducido. Se les asignó un camarote, compartiendo cuarto con una de sus hermanas mayores.

Angélica sube las escaleras, que empiezan a apolillarse, hasta llegar al cuarto del camarote. Raquel no está ahí.

—¡Aquí, mamá!

Angélica abre la siguiente puerta y encuentra a su hija sentada y con una notoria mancha de sangre en la trusa.

—¡Dios mío!, ¡mi pequeña ya empieza a ser una mujercita!, ¡tan pronto! Ay, tengo que llamar a tu papá, va a querer celebrar, seguro, ¡nuestra chiquitina!, ¡qué precoz resultaste, Raquelita!

Raquel no entiende nada. Ni la alegría desbordante de su madre, ni el ardor, ni qué tiene que ver esa mancha roja en una de sus trusas favoritas con que empiece a ser, en palabras de su madre, una mujercita… ¿acaso no lo era ya?

—Mamá, me duele…

—Hijita, es normal, es parte de la maravilla de ser mujer. Ya te irás acostumbrando. Te puedo comprar un Ponstan, para los cólicos, aunque no sé si lo podrás tomar siendo tan chiquita. Uy, toallas higiénicas, las mías deben ser muy grandes para ti, tengo que buscar… por mientras te traeré una… uy, ¡se quema el pollo!

Angélica vuelve con una trusa limpia que tiene dibujos de ponis y nubes, y coloca una toalla higiénica con alas que sobresale por todos los bordes. Ayuda a su hija a colocársela y se le escapan algunas lágrimas.

—¡Quién diría!, ¡cómo pasa el tiempo!, mi hija ya es una mujercita, parece que fuera ayer que cabías en mis brazos.

Angélica baja a salvar el pollo del almuerzo y Raquel, que siente que camina como un astronauta y que ya casi no aguanta ese dolor ahí abajo, sale del baño hacia su habitación.

Mientras camina con incomodidad, ve abrirse la puerta del cuarto de enfrente. Rafael aparece, su casi tío, novio de su tía más joven. No era residente declarado de la casa de los abuelos, pero igual siempre estaba ahí, incluso cuando su mamá y sus tías no estaban, estaba él.

La mira fijo, se lleva el índice derecho a los labios y guiña un ojo.

Raquel no sabe por qué, pero siente escalofríos e intenta acelerar sus pasos de astronauta lo máximo posible.

Se echa con dificultad en la cama de su madre, no siente ánimos para ir a la suya, en la parte alta del camarote. No entendía ese gesto, pero tampoco quería ir a preguntarle. Para no quedar como una tonta y para no volver a sentir ese escalofrío que la dejó temblando hasta ahora. Eso también le resulta extraño. No soportaba el sonido de sus carcajadas ni su forma de mirarla. Su falta de modales le producía repugnancia, pero nunca le había causado escalofríos tenerlo cerca.

Angélica le lleva el almuerzo a la cama en una bandeja de madera para empezar las celebraciones. Raquel no tiene hambre, pero no quiere decepcionar a su mamá, así que come un bocado tras otro, aparentando disfrutar el pollo demasiado cocido en una salsa baja en sal.

Luego, se queda dormida. Sueña con puertas semiabiertas que la atraen como aspiradoras, sonidos que parecen de ahogos y sabor a dedos y saliva.

Por la noche, Angélica le da a ponerse su mejor vestido, junto a un paquete nuevo de toallas higiénicas para adolescentes, que le siguen resultando un poco grandes, pero menos que las de su madre. Van a cenar con su papá en ese restaurante lujoso desde el que puede verse el mar. Su papá es el que más lo disfruta. A ella no le gustan esas comidas con nombres y sabores raros. Se muere por unos nuggets con papas fritas, pero no hay nada parecido allí.

—Hernán, ¿qué le quieres decir a tu hija?

—Hija mía, luz de mi vida, sangre de mi sangre, me enorgullece ser tu padre y que hoy, sábado 11 de mayo de 1991, me hayas dado la alegría de hacerme saber que empiezas a convertirte en toda una mujer. Luz de mis ojos, hija mía… —deja inconclusas sus palabras porque se pone a llorar y saca uno de sus pañuelos para cubrirse.

También saca una caja rectangular del tamaño de una billetera y se la acerca a Raquel.

—Para ti, hijita —le dice tomando fuerte una de sus pequeñas manos entre las suyas, ásperas y con uñas cortas—, aquí podrás guardar tus artículos femeninos.

Las manos de su padre le recuerdan otras manos igual de ásperas. La presión que ejercen en su mano trae palabras a su mente. Nuestro secreto. Sólo de los dos. Te voy a enseñar un jueguito. Cierra los ojos. Abre bien la boca. No tengas miedo. ¿Quién es la más bonita? Vas a sentir un calorcito. Estas partes nadie más debe tocar. Ya sabes. No le digas a nadie. Esto es sólo de nosotros. Yo te voy a enseñar. Tranquilita. Quietecita. Así. Así.

Contiene las lágrimas. Es buena para guardar secretos.

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