Tiempo extra / Édgar Velasco

 

Eran las dos de la tarde con veintinueve minutos y veintitrés segundos del domingo 31 de julio cuando los corazones de los habitantes de Ciudad Capital se detuvieron: todos los ojos se clavaron en el botín izquierdo del Zurdo Lomelí mientras hacía el swing para impactar el balón que, desde el tiro de esquina, había lanzado Torres; era una jugada prefabricada que habían ensayado durante toda la semana: mientras defensores y atacantes se jaloneaban dentro del área, Torres lanzaba la pelota a la media luna, fuera del área grande, donde el Zurdo estaría sin marca para impactar de volea; aunque fracasaron todas las veces que la practicaron antes, durante y después de los entrenamientos —unas veces Torres lanzaba la pelota muy alto; otras, muy bajo; otras, el Zurdo abanicaba o le pegaba con la espinilla o la mandaba hasta las canchas de tenis del club—, esa tarde Torres no lo dudó e hizo la seña y el Zurdo, también sin dudar, se puso en posición y así, mientras atacantes y defensores se jaloneaban dentro del área esperando el centro, Torres mandó la pelota a la media luna, donde el Zurdo esperaba: recorrió un par de pasos con la vista fija en el esférico, afianzó la pierna derecha, giró la cadera y el pecho mientras abría los brazos y echó para atrás su prodigiosa pierna izquierda para trazar un swing perfecto que fue seguido por todos y cada uno de los jugadores en la cancha, por los árbitros, por los equipos en la banca, por los fotógrafos de la prensa, los camarógrafos de la televisión, la gente de seguridad, los cincuenta y cinco mil aficionados en la grada —en el estadio cabían cuarenta mil, pero había un evidente sobrecupo—, los cientos de miles de espectadores que seguían la Final del Torneo Nacional de Fútbol por televisión o en los cines o por internet; todo el mundo siguió el viaje de la pierna izquierda del mejor jugador del Atlético Capital, que en una coreografía perfecta se encontró en el momento justo con la pelota que había lanzado Torres desde la esquina y que fue golpeada por el Zurdo para salir disparada con un efecto endemoniado rumbo a la portería resguardada por el Niño Avilés, que había estado siguiendo la pelota desde que fue pateada por Torres y se sorprendió cuando vio que ésta no iba al centro sino a la media luna y alcanzó a corregir su posición para esperar el impacto del Zurdo que, con esa sorpresiva volea, quería romper el 2-2 que se veía en la pizarra eléctrica del estadio y en la esquina de los televisores y que dejaba entrever que la Final del Torneo Nacional de Fútbol entre el Atlético Capital y el Deportivo CC habría de definirse en una tanda de penaltis; pero si el Zurdo quería romper el empate, el Niño estaba dispuesto a hacer hasta lo imposible por asegurarse de que su equipo no cayera en el último minuto del tiempo extra contra su más acérrimo rival, ése con el que se disputaban no sólo la afición de Ciudad Capital, sino del país entero: por eso había rabiado cuando por un error de sus defensas les habían metido el primer gol y por eso se quebró hasta las lágrimas cuando se le escurrió la pelota que los puso dos goles abajo, y por eso gritó desaforadamente cuando Ramírez anotó el gol que los metió de vuelta al partido y corrió como loco con la cara enrojecida y las venas del cuello a punto de estallar cuando Gómez anotó el empate dos minutos antes de que terminara el tiempo añadido, y por eso ahora flexionó las rodillas como si estuviera haciendo una media sentadilla y tensó los músculos de las piernas y del abdomen y de los brazos y se dispuso a volar hasta donde fuera necesario para detener la pelota que acababa de salir disparada del botín del Zurdo y que viajaba describiendo un chanfle imposible, directa a clavarse en el ángulo superior derecho de la portería, lugar hasta donde el Niño Avilés estaba dipuesto a volar: avanzó un par de pasos al frente y a la derecha antes de proyectar su cuerpo por los aires mientras estiraba el brazo izquierdo para aumentar su alcance, al tiempo que los defensas y los atacantes seguían sus jaloneos dentro del área, todavía sorprendidos por la jugada que había decidido mandar Torres en el último minuto del segundo tiempo extra de la gran Final del Torneo Nacional de Fútbol; y así como habían visto cómo la pierna izquierda del Zurdo describía el swing perfecto y golpeaba la pelota, ahora toda la gente tenía puesta su mirada en el Niño, que ya comenzaba a volar, tal y como había volado tantas veces desde que había comenzado a jugar al fútbol, desde que llamó la atención de los equipos del barrio, desde que llegó el promotor que le dijo a su padre que el chico tenía potencial, desde que comenzó a llamar la atención por sus reflejos, desde que comenzó a llevar dinero a su casa para mejorar la vida de sus padres y de sus hermanos, en fin, desde que había hecho su debut en el Deportivo CC y había salvado a su equipo y le había dado victorias memorables que, para desgracia suya y de sus aficionados, nunca se habían convertido en ese campeonato tan anhelado y que ahora estaba tan cerca: sólo tenía que volar otra vez y tocar con la punta de su guante izquierdo la pelota que se acercaba a la portería y que tenía toda la intención de clavarse en el ángulo superior derecho del marco; y por eso el Niño volaba y todos seguían su vuelo con la fe dividida: los fanáticos del Deportivo CC implorando a los dioses del estadio que el Niño llegara a su cita con la pelota, los del Atlético Capital pidiendo que no lo hiciera y la pelota se metiera a la puerta y meciera la red y todos estallaran en un estridente grito de gol mientras sus rivales se llevaban las manos a la cabeza y lloraban y se lamentaban porque otra vez no serían campeones y tendrían que ver a sus rivales celebrar y brincar y reír y burlarse de ellos todas las semanas y todos los meses y todos los años siguientes hasta que el Deportivo CC pudiera llegar a otra final; pero el Niño no estaba dispuesto a permitir que eso pasara y por eso se sostenía en el aire y se estiraba cuan largo era y ponía toda su fuerza en la muñeca y en la palma y en los dedos de la mano izquierda para dar el manotazo que interrumpiera el viaje del balón y evitar que éste entrara a su portería, y por eso su rostro se descompuso cuando un viento caprichoso alteró la trayectoria del balón y comenzó a alejarlo de su guante haciendo que apenas alcanzara a rozarlo con la punta de los dedos pero no con la suficiente fuerza como para detenerlo, sino apenas para proyectarlo contra el travesaño; y escuchó el sonido del metal al ser golpeado por el balón y apenas pudo ver por el rabillo del ojo cómo la pelota bajaba rápidamente hacia la línea de gol: más rápido que él, que ya quería estar en el piso para evitar que el balón rebasara por completo la línea y alejarlo lo más posible para que su equipo no cayera de nueva cuenta y viera alejarse la copa mientras sus compañeros se dejaban caer de rodillas y los aficionados gritaban desesperados en la grada y en los restaurantes y en sus casas; el cuerpo del Niño apenas estaba tocando el piso cuando los corazones de todos los habitantes de Ciudad Capital volvieron a latir a las dos de la tarde con veintinueve minutos y veintiséis segundos, y el estadio rugió un canon atronador a dos coros: el de los que gritaban gol y el de los que gritaban que la pelota no había entrado, mientras en la cancha los jugadores se amontonaban junto al árbitro, unos exigiendo el gol, los otros gritoneando que no, mientras el Niño seguía tirado en el piso con la pelota abrazada a su pecho apenas delante de la línea de gol, como si quisiera que llegara un perito del Servicio Médico Forense para que dibujara su silueta con pintura blanca y demostrar que efectivamente la pelota había quedado delante de la línea de gol, nunca dentro de la portería, y entonces dejar el marcador empatado a dos y acabar con el tiempo extra reglamentario y esperar la tanda de penaltis en la que seguro saldría triunfador porque desde pequeño era famoso por ser el mejor atajador de tiros desde los once pasos y había sido el mejor de la cuadra y en el barrio y en la ciudad y en el país y por eso era el portero de uno de los dos mejores equipos de la ciudad y por eso era el portero de la Selección Nacional y por eso no tenía miedo de enfrentarse a los tiradores del Atlético Capital aunque entre ellos estuviera el Zurdo —el mejor centrocampista y atacante del país en mucho tiempo—, que ahora se encontraba reclamando al árbitro con la cara enrojecida y los ojos desorbitados porque por fin había logrado la jugada con Torres y en cambio el árbitro y sus asistentes dudaban y el estadio rugía y los ánimos seguían subiendo de intensidad, tanto que uno de los atacantes del Atlético Capital tiró un puñetazo a uno de los defensas del Deportivo CC y empezó una trifulca en la que hubo empujones y jaloneos y volaron puñetazos y patadas y en la que nadie se dio cuenta en qué momento entró el primer aficionado a la cancha a repartir madrazos seguido de un segundo y un tercero y así hasta que hubo una batalla campal donde se confundían jugadores y aficionados y en la que de pronto aparecieron navajas y los jerséis de ambos equipos se tiñeron de rojo y los heridos gritaban y todos lanzaban puñetazos o se cubrían de las patadas y las fuerzas de seguridad trataban de replegar a los combatientes y repartían toletazos y se resguardaban detrás de sus escudos hasta que uno de ellos sacó su arma y disparó al aire y entonces la masa comenzó a replegarse, jadeante, sudorosa, tratando de abandonar la cancha y encontrar una salida para no ser arrestados y nadie se dio cuenta de que el Niño Avilés seguía tirado en el piso con el balón abrazado y nadie se hubiera dado cuenta si el Zurdo no hubiera llegado hasta él y lo hubiera girado y hubiera visto que tenía tres puñaladas en el abdomen y que se desangraba y que estaba pálido y débil y flácido y no oponía resistencia cuando el Zurdo lo movía y le gritaba que reaccionara, que no mamara, que eso no estaba pasando y pedía auxilio y exigía una ambulancia y nadie le hacía caso y se desesperaba más y más porque el Niño estaba cada vez más débil y empezaba a escupir sangre y siguió gritando con las manos en la cabeza cuando por fin llegaron los paramédicos y subieron al Niño a una camilla y lo llevaron a la ambulancia y lo sacaron del estadio, que era todo caos y confusión y gases lacrimógenos.
      Eran las tres de la tarde con trece minutos y cincuenta y tres segundos del 31 de julio cuando el corazón del Niño Avilés, portero titular del Deportivo CC y Seleccionado Nacional, se detuvo para siempre en la ambulancia.

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