El maestro que soñaba con su infancia / Carlos Oriel Wynter Melo

El maestro Yang Tzu soñaba con los lugares de su infancia. Por ello era conocido en el pueblo como el Niño. Se mantenía apartado de obligaciones mundanas y poco se le veía fuera de los templos y del bosque que rodeaba la aldea, bajo cuyos árboles solía meditar sentado en posición de loto por horas.

      Xiao había fantaseado siempre con ser el amor del maestro. Siendo bella y astuta, llamó la atención de él mostrándose frágil y halagándolo. Tras breves pláticas, el maestro sintió agrado y enamoramiento. Consideró a Xiao la adecuada compañera para un asceta taoísta, como lo era él. Pidió su mano en cuanto pudo y comenzaron los preparativos para la unión.
      La pareja pasó su primera noche en la cabaña del maestro, una casucha de troncos, limpia pero pequeña y pobre. En el corazón de Xiao nacieron la desilusión y un plan para mejorar la situación económica de su consorte. Pensó que un maestro como Yang Tzu no debía mantener una vida matrimonial tan miserable.
      Apenas él despertó, Xiao, cariñosa, le pidió contarle el sueño que acababa de tener. Él lo hizo detalladamente, confiando en que la curiosidad de su esposa era honesta. Ella memorizó lo que le fue relatado y se dirigió al pueblo, donde frente a un grupo de parroquianos repitió la historia a cambio de monedas. Las personas gozaron de una sensación de inocencia y gracia que en pocas ocasiones habían experimentado. Le pidieron más sueños del Niño a Xiao y ella accedió a contarles uno cada mañana. Para ella, era signo de pereza que un hombre rehuyera trabajar para sostener a su familia. Soñar sería el trabajo de Yang Tzu.
      Con las monedas en sus bolsillos, se dirigió a la cabaña y la encontró vacía; Yang Tzu se había marchado a meditar al bosque. Ella metió las monedas en un saquito y escondió la pequeña bolsa bajo su almohada. En ese justo momento, Yang Tzu regresó. Exclamó que se sentía como si hubiera cargado cincuenta cubetas de agua alrededor de la aldea, y ella sonrió porque daba por hecho que el trabajo físico y no la contemplación de la naturaleza era lo que todo hombre casado debía hacer. Se preparó para la siguiente mañana, cuando memorizaría otro sueño del maestro.
      En el pueblo, el nuevo relato tuvo el mismo efecto que el anterior. Quienes lo escucharon se sintieron rejuvenecidos y alegres. Los vecinos agradecieron en abundancia y dócilmente le entregaron a Xiao las monedas que ella pidiera. Uno de los asistentes le solicitó respetuosamente algo más:
      —Eres buena con nosotros al iluminarnos con los sueños del Niño, pero cuando te vas y sigue la cotidianidad de nuestros días perdemos la bocanada de aire fresco que nos diste. ¿Por qué no copias los sueños con una caligrafía que entendamos, para poder leerlos constantemente? Estoy seguro de que se te pagarían verdaderas fortunas por darnos semejante dádiva.
      Xiao creyó que era una magnífica idea. Calculó que acabaría con la riqueza suficiente para que ella y el maestro Yang Tzu no trabajasen nunca más. No sabía si era correcto que los sueños fueran pegados a objetos materiales como las telas sobre las que escribiría, pero decidió no preocuparse por ello.
      A la mañana siguiente, en cuanto Yang Tzu se despertó, ella volvió a pedirle que le contara lo que había soñado. Yang Tzu, quien se veía agotado, le dijo que ahora no recordaba sus sueños. Ella le pidió que se esforzara; pensó que no había peor muestra de holgazanería que evitar el pequeño vigor de recordar lo soñado.
      «Ya ni eso quiere hacer», se dijo.
      Yang Tzu aseguró que el camino de la maestría requería ser leve como el movimiento de las nubes, que sólo así podían los sueños brotar como nacen las plantas de la tierra. Si el sueño no se queda en la superficie del agua, es que ya se lo llevó la corriente, aseguró.
      Viendo Xiao entonces que su fortuna se esfumaba, se desesperó e ideó otro plan. Transcribiría los sueños de Yang Tzu que recordaba. Como algunas minucias se habían borrado de la memoria, llenó los espacios vacíos con lo que pudo recobrar de su propia infancia. Se sorprendió de lo pura y limpia que aquello la hizo sentir y, por un momento, se arrepintió de vender sus sueños. Pero se decidió, finalmente, por la riqueza prometida.
      A mitad de la mañana entregó los papeles. Un círculo de los más prósperos habitantes de la aldea se había formado alrededor suyo. Aunque recordaban algunos fragmentos de los escritos, porque Xiao los había leído en los días anteriores, se sintieron satisfechos con el regocijo que les dio la nueva lectura. Pagaron tanto a Xiao que ella se alejó siendo una mujer rica.
      Se apresuró a compartir la buena noticia con el maestro Yang Tzu, pero no lo encontró en la cabaña. No lo encontró tampoco en el bosque, ni en los templos. Cuando ya iba a desistir de la búsqueda, vio la figura desdibujada del asceta, a lo lejos. Al acercarse, se dio cuenta de que era un anciano con ropas similares a las de Yang Tzu.
      —¿Qué has hecho, mujer? —dijo el viejo con sorpresiva familiaridad.
      Quedó claro que el viejo era Yang Tzu, quien había envejecido prematuramente.
      Ella se arrepintió de haber compartido los sueños y más de fijarlos en objetos materiales. Pero le pareció que sería un consuelo magnífico la riqueza adquirida. Podrían vivir en opulencia los años que les quedaran. Y fue entonces que se vio en el charco de agua al que se había acercado inadvertidamente. Recordó que entre los sueños de niñez del maestro había insertado los de la suya. El reflejo del agua le confirmó que ella también era una anciana, una anciana que reclamaba con ojos profundos haber olvidado cómo ser niña.

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