I
Algunos críticos opinan que sus novelas se apoyan en una violencia vacía. Todos hemos experimentado esa impresión: leer un libro donde el mundo es retratado como un agujero lleno de alimañas que se exterminan entre sí de las peores formas. Naturaleza humana sin censura, argumentan. No es difícil imaginar al escritor frotándose las manos frente al espejo, planean- do vilezas y corrupciones para su personaje. Cómo escandalizar al mundo. Estremecer al lector, dicen. Pero, en el caso de Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) el juicio es injusto, inoperante. McCarthy no narra un catálogo de felonías. La suya es una de las prosas más vigorosas y bellas de los tiempos que corren. Su imaginario está habitado por hombres con códigos de honor complejos, destinados a enfrentar duras formas de vida y a permanecer en el margen de la sociedad moderna. Sus narraciones pasan de la descripción detallista de una larga cabalgata a referir con lirismo los tenues cambios de luz con que el atardecer pinta el horizonte; de imaginar a los espíritus de las tribus indias norteamericanas extintas cabalgando el viento a contar las fechorías de una sanguinaria banda de escalpadores; de definir sin ironía a Dios a mostrar una desgarradora compasión por el destino de muerte de la raza humana.
La palabra que distingue su trabajo quizá sea esperanza. O bien, una rara sensación —la mayoría de las veces injustificable y muy difícil de ubicar para ser nombrada sobre seguro— de que todo ha valido la pena. Todo esto es cierto. Pero no cambia el hecho de que el autor ha escrito quizá algunas de las piezas más cruentas y oscuras de la novelística norteamericana reciente.
Sin duda, de Bret Easton Ellis podría decirse otro tanto. American Psycho (1991): una serie de asesinatos aparatosos y gratuitos atrofian la novela hasta eliminar cualquier estructura narrativa. Pero Ellis no sucumbió ante su propio monstruo. La reciente Lunar Park (2005) es un revelador síntoma de la evolución del estilo, de la necesidad de un joven de dirigirse hacia el encuentro consigo mismo. Para el nihilista que despotricaba antes que narrar, mantener el estatus de enfant terrible pasó a importar menos que la historia y las herramientas para contarla, menos que la metamorfosis de un personaje verosímil y plasmar reflexiones vitales en su escritura. El instinto destructivo que anima su escritura temprana ya no es su único motor creativo. Está la búsqueda de sentido.
McCarthy no tuvo que recorrer ese sendero de autoaprendizaje. Ya desde su primera novela, El guardián del vergel (1965), los hechos descarnados o escabrosos de la historia encontraban un contrapunto exacto en la capacidad de hallar esperanza y entresacar un desenlace que pondera ciertas advocaciones salvajes de la virtud por sobre una realidad empeñada en aniquilar a los personajes. Cierto: el mundo es un lugar indómito. Ésta es una de las verdades sensibles en cada párrafo de sus novelas. Pero, también, entre la guerra y la saña y la inclemencia y la muerte, el corazón del hombre triunfa de un modo nada ostentoso; brilla humildemente, de acuerdo a la materia frágil pero incandescente de que está constituido.
El holocausto y la violencia son fuerzas que habitan el alma del ser humano. Pero el arte no trata solamente de hacer el recuento más pedestre de los daños, describir con saña los parajes oscuros del alma. Sino de ver qué sobrevive al final. Qué partícula de entre las cenizas a las que barbarie y dolor reducen al ser humano continúa ardiendo, débilmente brillando, cercada por tinieblas. Y, entonces, sospechar que hemos llegado a mirar de frente una parte esencial —más oculta e inasible— de nuestra naturaleza.
II
En la amplia novelística de McCarthy la naturaleza dista mucho de ser el decorado de un film que amarillea de pura falsedad. Cuando Meridiano de sangre (1985) inauguró el ciclo western en la obra del escritor, el paisaje —ya de por sí una presencia apabullante e hipnótica— tomó las dimensiones inagotables y amenazantes del desierto antiguo.
La furia de los elementos es una potencia, un personaje más —la mayoría de las veces colérico y polivalente— que pone a prueba constantemente a los hombres que habitan esta desolada geografía. Llueve mucho en las novelas de McCarthy:
…observó los relámpagos. Abajo en el bosque los troncos de los abedules brillaban pálidos y tropas de una caballería fantasma se trababan en un cielo ultrajado, viejos aparecidos espectrales armados de herramientas de guerra oxidadas colisionando paralácticamente unos con otros como si salieran de una fosa común rapados y ceñidos y arrojados con terrorífica significación a la noche estrepitosa, deslizándose por las pendientes más remotas de lo oscuro a la oscuridad aún por venir.
(Suttree)
Los ríos se desbordan, la lluvia arrasa, el frío inclemente o el calor acosan. En cada libro hay un bello párrafo poseído por relámpagos: «el rayo distante fulguró en silencio como una soldadura vista a través del humo de una fundición. Como si se estuvieran haciendo reparaciones en un lugar defectuoso de la oscuridad férrea del mundo» (Todos los hermosos caballos);
«¿Es que hay dragones en los bastidores del mundo?» (Suttree). Escenario titánico; un dios ciego mira al hombre minúsculo. En Todos los hermosos caballos, el joven Blevins huye de los relámpagos, su verdugo anunciado, pues una larga lista de antepasados muertos por un improbable pero certero rayo lo hace temer a su furia. Morir fulminado es, para su estirpe, una herencia: la muerte predicha.
Los animales son portadores puros de un fragmento de las fuerzas naturales, comunican al hombre con la Tierra. En la frontera (1994) inicia con el adolescente Billy Parham atrapando al depredador que acosa al ganado de su familia. Después de una larga lucha en la que el animal elude todas sus trampas, Billy consigue capturarlo: se trata de una loba preñada. La compasión lo lleva a desobedecer a su padre y llevarse al animal de vuelta a México, de donde provino. Los personajes con quienes se encuentra en su ruta lo llaman loco, le piden que desista. Pero algo en él lo impulsa a mantener —aunque sea en un plano secundario y un tanto inútil— el orden natural de las cosas. Como si la raza humana no fuera dueña de la vida para usar y abusar de ella, sino apenas el menos integrado de los animales, aquel que debe tener los ojos abiertos para no sobrepasarse, para mantenerse comunicado con la parte primitiva y más genuina de sí mismo.
La posibilidad de morir por acción de la intemperie o enfrentado a un animal salvaje no causa desasosiegos entre quienes habitan esa región ajena a los límites geopolíticos. Estoicos, infiltrados (reintegrados) a una dinámica primigenia, esos vaqueros indómitos no temen a la tierra aunque conozcan su cualidad salvaje, ajena a la piedad. Garras, colmillos, intemperie, ponzoña, espinas, crecidas de ríos, tormentas. La infancia de los personajes transcurre permanentemente cerca de la muerte, conviviendo con bestias, escuchando el mensaje mudo del paisaje agreste; creciendo atentos a esa voz hecha de viento y fantasmas con la que esa parte de la vida habla a la humanidad. Una humanidad a la que parece hacerle bien escucharla de vez en cuando.
III
Una delgada línea roja separa Norteamérica del resto del continente, y bajo un signo de ilegalidad y muerte la frontera mexicana resiste y permite el tráfico de absolutamente todo: personas, mercancías, usos y costumbres, expresiones, historias. A caballo entre el western postmoderno y la novela de aventuras, cada libro de este autor cercano a Sam Shepard y Barry Gifford es violento y descarnado, lírico y bronco. No es país para viejos (2005) pone en juego un elemento inédito: la reflexión sobre la vejez, esa nostalgia senil e incurable sobre los tiempos pasados que embarga al sheriff Bell, veterano de la Segunda Guerra Mundial y pacifista. Así, la novela oscila entre dos territorios que completan el retrato hablado de la región: anhelantes remembranzas de un país perdido irremediablemente, que carga con «una historia bastante extraña y tremendamente sanguinaria», y la crónica de su presente condenado.
Pareciera que es más fácil para el hombre mantenerse en comunicación y ser receptivo a las fuerzas de la naturaleza que buscar el difícil punto de equilibrio necesario para la paz entre los hombres. Los seres humanos asumen con ecuanimidad su lugar de peones para la guerra: «la forma más pura de la adivinación. [Que pone] a prueba la voluntad de uno y la voluntad de otro dentro de esa voluntad más amplia que, por el hecho de vincularlos a ambos, se ve obligada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios» (Meridiano de sangre). Aquí se pone de manifiesto una exasperada y mítica concepción de la guerra. Los caminos del desierto carecen de ley. O la ley es un apodo de la fuerza bruta. Bandidos, indios, reos, salteadores de caminos, prófugos, matones, dementes, parias, hombres carentes de pasado y futuro; la inmensa mayoría de los personajes son seres que viven en ese espacio de sombra donde la sociedad no alcanza a proyectar su orden. Los límites de la vida gregaria, necesitada de un arbitrio superior para conservar la paz, se diluyen al alcanzar sus propias fronteras con lo salvaje. Porque la civilización —esa materia hecha de cultura y política que une a los hombres a través del tiempo— encuentra sus límites en cada hombre que decide (o es forzado) a vivir fuera de ella.
A últimas fechas, sus lectores, acostumbrados a una cartografía literaria que dividía la obra de McCarthy en dos bloques —las novelas de Knoxville y los westerns—, hemos encontrado «atípicos» sus dos libros recientes. Más violentos y descarnados que de costumbre: menos lirismo, menos parsimonia en la prosa; libros de un calculado e inquietante minimalismo. Dos golpes que buscan hacer contacto, resolverse con urgencia. No es país para viejos tiene como arranque una escena que sólo anuncia catástrofes: el veterano de guerra Llewelyn Moss se topa con los restos de una matanza; en un anónimo páramo de la frontera, un montón de cadáveres son testigos de lo sucedido, y dos millones de dólares (de los que Moss no duda en apropiarse) son ahora el precio de la vida del ex combatiente. «Yo solía decir que eran los mismos a los que nos habíamos enfrentado siempre», afirma en uno de sus monólogos el sheriff Bell, hastiado de esa guerra que ha mantenido contra la maldad del mundo. «Los mismos a los que se enfrentó mi abuelo. En aquel entonces robaban ganado. Ahora trafican con droga. Pero ya no lo veo tan claro. Me pasa lo que a ti. No estoy seguro de que hayamos visto nada igual. Gente de esta clase. Y ni siquiera sé cómo llevar todo esto. Si los mataras a todos tendrían que construir un anexo en el infierno». No hay equilibrio hacia el cual dirigirse. El hombre es capaz de llevar las cosas siempre rumbo a peor. De ese desaliento trata el libro.
El ser humano muere de una forma terriblemente fácil. Seres atrapa- dos en la fragilidad de la carne, protegidos débilmente por la civilización. A merced de los verdaderamente poderosos —aquellos que reparten la muerte: asesinos, traficantes, locos—, aquellos para quienes nada salvo la violencia ordena y rige. El psicópata Anton Chigurh deja a su paso un reguero de muerte provocada de formas ruines: el mal encarna en un sujeto que apenas necesita como pretexto la orden de un narco para dar caza a Moss. En el camino otros tantos morderán el polvo por el simple hecho de interponerse. A veces por menos. El novelista solía entrever en la oscuridad violenta un tono sutil de luz: ¿se da por vencido? El mal es sin duda una presencia y una reflexión constante en las novelas de McCarthy. El mismo mal que pareciera permear cada hora de estos tiempos oscuros. El que ha sido centro de atención de filósofos, artistas, historiadores, críticos sociales y criminalistas, imposible de ignorar para una sensibilidad atenta a los signos y heridas abiertas de la época; es el mismo mal que en las novelas de McCarthy los ciegos pueden ver de frente, del que ciertos hombres huyen, al que sobreviven (no sin cicatrices) los valientes que supieron enfrentarlo. El mal es un elemento con el que está construido el mundo. No menos importante que el resto de vectoriales bajo los que el hombre existe. El mal es indeterminado y sutil, aunque eso no lo exime de asomarse brutal y sangriento en las acciones humanas. Pero no es tampoco exuberantemente fascinante ni nimio o común: tiene una proporción. Encuentra en esa red de correspondencias y batallas su justo lugar en el orden secreto de las cosas. Quizá por eso, al final, la figura del sheriff Bell puede demostrarnos que aun en esta novela trepidante y cruel existe un mínimo espacio donde un hombre puede aspirar a terminar en paz sus días.
IV
si no fuera porque en la novela más reciente de McCarthy, La carretera (2007), encontramos la misma prosa dura y poderosa del resto de sus libros, diríamos que se trata de alguien más. Parecería que el autor ha virado el camino y ha llegado a una conclusión inesperada incluso para él. Siempre resulta tentador interpretar más allá de la obra literaria y explicarnos un libro desde el momento vital (o histórico) en que su autor lo escribe. Encontrar —o construir— un mensaje extraliterario. Empezar nuestras pesquisas por la dedicatoria —rasgo curioso del libro, puesto que ningún otro del novelista lleva una— al hijo de ocho años del autor: John Francis McCarthy. La carretera se desarrolla en un escenario postapocalíptico, y su problema principal se traduce en el siguiente cuestionamiento: ¿cómo puede un pa- dre educar a su hijo para vivir en medio de la devastación sin convertirlo en un ser despiadado? ¿Vale la pena educar —un verbo cuyo estrato de existencia plena radica en el futuro— en un mundo muerto?
La novela podría parecer de pronto una larga carta (dan ganas de decir: un testamento moral) disfrazada de ficción. La enseñanza de un hombre adulto que ha sabido ver, y que busca algún modo de transmitir (heredar) un conocimiento central, mínimo, a quien habrá de necesitarlo en el camino que comienza.
A pesar de la sensibilidad exacerbada —o tal vez precisamente gracias a ella— que cundió en Estados Unidos después del 11-S, apenas unos cuantos de los novelistas más preocupados por la crítica del American way of life han dado su versión, ensayada en ficción, del tema. Don DeLillo publicó recientemente Falling Man, una visión frontal del atentado, cuyo personaje central es uno de los sobrevivientes. Para su interpretación de las cosas, parece que McCarthy decidió adelantarse en el tiempo, llevar al límite el ambiente de tambores de guerra que ensordece a su país, contar lo que sucede después.
En su ensayo «Pesimismo y ciencia ficción», Philip K. Dick habla acerca del peligro que afronta un escritor de dejarse llevar por los malos presagios de la época: «Todo escritor responsable, de una u otra manera, se vuelve un vocero involuntario de la desgracia». Contar el futuro se vuelve un ejercicio que repite escenarios y acciones que ocurren después de una hecatombe nuclear o ambiental, nuestro porvenir más latente. Pero no es ésta una invitación a predecir la catástrofe. Dick exige de las narraciones post-apocalípticas una función más realista: tomar la desolación como el punto de partida para imaginar cómo sobrevivirá el hombre en tales condiciones:
«Tomar las cenizas del mundo arruinado como premisa: establecerlas en el primer párrafo y trascenderlas […]. Y adoptar como el tema o la idea central del cuento el intento de los personajes por resolver el problema de la sobrevivencia en la postguerra». La desgracia no alcanza claridad en su repetición. Por ello, es un acierto que La carretera prescinda casi del todo de pasajes violentos. Aquí, la vida se sostiene como una pequeña planta, reliquia casi absurda de un pasado que se disuelve dolorosamente en la memoria, a punto de dejar de existir para siempre. Y es esta cualidad —la vida— la materia central de la novela. La especulación tecnológica o bélica no anima esta narración futurista.
La única esperanza de no morir de hambre es la comida enlatada, único sobrante de la civilización. Cuando padre e hijo encuentran cantidades de alimento que les permitirán sobrevivir, surge la pregunta de si la vida en un mundo arrasado sigue siendo un regalo, un don cuya trascendencia es infinita («Incluso ahora una parte de él deseaba no haber encontrado nunca este refugio. Una parte de él siempre deseaba que todo hubiera terminado»). La fragilidad revelada del mundo vuelve relativo el valor de la vida: de qué vale la conciencia en un mundo cadavérico. La violencia no está en el apocalipsis. Sino en un milagro endeble y precioso: la vida que permanece aunque sea como una chispa débil que da sentido a la oscuridad infinita.
«Vocero involuntario de la desgracia» (Dick dixit), Cormac McCarthy nunca ha desviado la atención de lo importante. Era lógico que se ocupara del peor de los escenarios. Para decir que, entre la desesperación y la locura, la aridez y la carencia total, el canibalismo y la rapiña, la vida habrá de abrir- se paso. «Esto es lo que hacen los buenos. […] Jamás se rinden». El padre busca preservar en su hijo la inocencia necesaria para adentrarse en la vida; le oculta la brutalidad del mundo nuevo, puesto que tiene la esperanza de que más allá, en el sur, otra vida aguarde por ellos. Ya en Todos los hermosos caballos se dice que más vale que la vida oculte a los jóvenes las cosas por venir, o de lo contrario no tendrían valor para emprender el camino. La crueldad debe ocultarse. A priori, la vida se antojaría inconmensurable, una prueba imposible de superar.
Y La carretera parece demostrarlo. Vaciado de historia y de futuro, el padre enfrenta el enigma físico y espiritual del mar y, ante el titán que incitó profundos cuestionamientos filosóficos y místicos, él sólo puede sentirse hueco: «Las olas reptaban y bullían en la oscuridad y pensó en su vida pero no había vida en la que pensar y al cabo de un rato regresó». Las autopistas son lo único que resta de la antigua forma de vida, el lenguaje poco a poco se vacía, huérfano de referencias en el mundo que le den significado. ¿Qué es lo que nos hace humanos?
Los personajes buscan entre los escombros ese hilo de plata que une sus maltrechas almas al extinto género humano. Lo peor no ha pasado, no fue la guerra y la devastación; el mundo que niega la esencia humana está por revelarse, poblado de seres sin alma. En el fondo de esta historia lúgubre y aterradora, su autor afirma que el ser humano ha de fraguarse las circunstancias que le permitan ser —no continuar siendo, sino ser de nuevo, ser desde otra perspectiva: un renacimiento pleno—, que le aseguren la existencia, no como un simple sostenimiento de las capacidades del cuerpo, sino conservando la dignidad que la violencia y la destrucción arrebatan al hombre.
V
solitario a toda prueba, McCarthy parece no darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor: premios, ediciones, legiones de lectores. El vaquero en jefe permanece inmerso en un mundo donde las fuerzas de la naturaleza curten la piel y el alma de los hombres. Es curioso cómo una de las armas más populares del salvaje Oeste, el revólver Colt Frontier calibre .45, de acción simple, era llamada comúnmente Peacemaker. Esta forma elusiva de nombrar al objeto por su efecto contrario resulta equivalente al orden del imaginario del novelista: sin las armas resulta imposible la paz; sin las alteraciones y fracturas que gene- ra la violencia, resulta imposible encontrar el orden último del mundo. En el salvaje Oeste, un arma puede erigirse contraemblema de sí misma. Como en esos territorios prodigiosos donde el mundo se vuelve incontestablemente real, los contrarios encuentran su equilibro en ciertos objetos, oxímoros materiales. Espíritus antitéticos ocupan un cuerpo, justo como en las novelas de McCarthy: la muerte y la vida, la caída y la ascensión, la violencia y la ternura. Pacificador que no teme recorrer el camino largo (no atajos que anuncian terminar en callejones) para llegar al sentido, ese sentido al que aspira toda voluntad humana, Cormac McCarthy ha tomado la ruta indirecta, el panorámico periplo que abarca territorios agrestes, salvajes pueblos y hombres implacables. Ahora, mientras todos podemos presentir que los cambios anuncian nuevas formas, un arribo a otra estancia creativa (humana, filosófica), podemos decir que, efectivamente, el arduo camino ha tenido su recompensa, ha encontrado su significado. Ha valido la pena no saber al principio, temer, enfrentarse con la aspereza de la vida, para saber al final, para comprender —o adivinar por lo menos— que detrás de esto se esconde una lógica gloriosa, solamente cuando ya todo ha pasado.