Los hermanos

Daniela Tarazona

Habían terminado, ambos obedientes ante las peticiones de su madre. Estaban vacíos los platos.

Después de comer, aunque la digestión les restara un poco de fuerza —era insignificante la disminución de la energía en sus cuerpos jóvenes—, solían jugar en el patio de la casa.

Los hermanos estaban siendo superhéroes; los suéteres eran capas fabulosas. El mayor saltó un escalón para dar inicio al juego; al saltar el escalón volaba.

Entre una aventura y otra, el intermedio consistía en rastrear los insectos por las esquinas del patio o bajo las macetas.

El hermano menor encontró un caracol. Lo tomó entre sus dedos sucios y dijo: este caracol se parece al que matamos la otra vez, mira, la concha tiene una mancha igual. Su hermano lo tuvo sobre la palma de la mano, parecía no importarle que el bicho lo mojara. No sintió asco ni miedo.

Dejaron al caracol sobre el suelo, arrinconado. Continuaron jugando durante la tarde y, de cuando en cuando, revisaron que el caracol siguiera allí.

Cada uno pensó en el destino del caracol sin comentarlo con el otro. El mayor propuso hacer una casa para el caracol dentro de un florero. Al menor no le entusiasmó el plan —ni siquiera la imagen del caracol dentro del cristal con hierbas que cortarían para él, deseada por su hermano con los ojos encendidos, le pareció emocionante.

El mayor dijo que lo cuidarían aunque él no quisiera porque ya habían matado a un caracol y éste tenía que vivir.

El menor se quedó en silencio y deseó matar al caracol.

Cuando la madre los llamó para que hicieran la tarea escolar, el mayor rescató al caracol de la esquina y dijo: hay que ponerle un nombre, después le pidió a su hermano que sostuviera al bicho mientras él se ataba la agujeta.

El hermano menor observó la humedad del caracol y su espantosa transformación: nada le había parecido nunca tan abominable como una cabeza que se convertía en otra, aquellos cuernos, la cara amorfa que cobraba atributos; pensó que si lo mataba nada sucedería, pensó: lo mataré y mi hermano se enojará un momento pero lo olvidará después. No le haré daño a nadie porque a nadie le importa si un caracol muere.

Entonces lo puso en el suelo y pisó al caracol con toda su fuerza, sintió cómo se desmembraba el animal, la quebradura de la concha, la pequeña masa de carne mojada que estaba ahora aplasta- da entre su pie y el suelo.

El hermano mayor vio, desde la altura de sus cuclillas (apenas había aprendido a hacer un lazo con sus agujetas y el proceso de atarlas le tomaba tiempo), el pie de su hermano encima del animal. Quiso gritar. Gritó. Pero el pie de su hermano fue más rápido.

Pobres niños, dijo la madre más tarde, se sienten tan mal por haber matado al caracol.

El mayor, ya de pie, dio un golpe seco en la cara del menor.

Los dos lloraron después, cuando la madre llegó a toda prisa para ver qué había sucedido.

Él aplastó al caracol, dijo el mayor.

No fue una historia sin importancia. Era triste pero cada uno, en el silencio de su cuarto, sintió que había perdido la alegría. Para el menor no era grave, él tenía un espíritu de riesgo y los animales y las cosas vivas le parecían permanentes. Su ánimo carecía de pesadumbres, tenía un interior simple, despreocupado.

El mayor, en cambio, le tenía miedo a la muerte. No lo sabía pero desde entonces sentía miedo a morir. Soñaba con la bomba atómica, soñaba que no había modo de salvarse. Por eso, cualquier variación de la realidad hacia su condición decadente lo angustiaba.

Los hermanos no estaban hechos uno para el otro.

Los hermanos eran crueles.

Pasó el tiempo y el hermano menor también se hizo hombre. Al despedirse, puso las manos gruesas encima de los hombros de su hermano.

El hermano menor se iría de viaje para probar suerte en el mundo. El mayor tuvo miedo a quedarse solo. Por eso la noche anterior al viaje entró al cuarto de su hermano con un martillo. El menor dormía, claro.

Entonces golpeó la cabeza de su hermano con el martillo.

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