Hasta los chapulines eran diferentes aquí en California. Los de aquí eran muy cabezones y sus antenas tan largas como los pelos de las cejas de los ancianos. Los chapulines deambulaban por los jardines del hotel como si supieran que nadie se los comería.
Hasta hace pocos meses, Araceli había juntado chapulines pequeños para su abuela, que los espolvoreaba con chile rojo y los amontonaba en una canasta de palma para venderlos en el mercado. Araceli extrañaba el sabor del chile ahora. Sentía que los dientes se le aflojaban en las encías por todas las naranjas que se comía en la noche con su amiga Elpidia en los naranjales que rodeaban el trailer park.
Los chapulines no hacían ruido ahora, ya bien entrada la calurosa mañana, cuando las mujeres limpiaban los cuartos del hotel. Pero desde el número 14, el áspero sonido de algo pequeño se había grabado en la cabeza de Araceli. Cinco días antes habían agarrado un chapulín grande dentro del cuarto, y el letrero que decía «Do not» estaba colgado en la puerta como un escapulario. Ahora había silencio en el camino de loseta roja que iba a lo largo de los blancos muros de adobe. El hotel parecía una iglesia enorme, rodeada de veinte capillitas. Dentro de los cuartos, mujeres con batas blancas, vendas blancas y dientes blancos esperaban a que sus cicatrices desaparecieran. Araceli se preguntaba si rezarían.
Abrió con su llave el número 13. El cuarto estaba vacío, con las toallas húmedas y amontonadas en el suelo, como si alguien las acabara de lavar en el río.
Afuera, en el pasillo, oyó que la supervisora, Luz, hablaba en español con uno de los jardineros. Luz era norteña, de Sinaloa. Era mandona, tenía las mejillas pálidas como el nixtamal y no hablaba mixteco. «¿De Oaxaca?», había exclamado cuando Araceli y Elpidia llegaron a trabajar al hotel, llevadas por el primo de Elpidia, Rodolfo, que trabajaba en la lavandería. «¡Puros indios!».
Wash. Limpia. Sandoo. Cada palabra que Luz decía caía en la cabeza de Araceli, donde las encerraba como si fueran chiles en diferentes cajas de madera en el mercado, mientras su abuela los iba señalando con su dedo huesudo. «Fíjate bien», le decía su abuela, cuando Araceli aún era una niña, «cada chile tiene un sabor diferente. Tienes que conocerlos todos para saber cocinar». Su abuela añadía la única palabra que decía en español: Tesoro. «Para mí, todo lo que como es un tesoro. Nadie sabe lo que es el tesoro de otra persona.»
Araceli arrojó las toallas empapadas al carrito de la lavandería. Lavar. Sacó los claveles marchitos del pequeño florero que estaba en la cómoda. Flowers. Flores. Ita. Echó las flores marchitas en su bolsa de basura y sacó tres claveles nuevos de la cubeta de su carrito. Las mujeres que se quedaban ahí parecían fantasmas. Claveles blancos. Las toallas también eran blancas, así como las sábanas, las batas, las toallitas, las vendas. Los claveles tenían un olor semejante al del clavo. Araceli cerró los ojos por un momento. De noche, en el naranjal, Elpidia y ella hacían mole negro, como el que su abuela vendía en el mercado a las mujeres demasiado flojas para hacer el suyo, un barro negro de salsa concentrada que luego resucitaban en su casa. Chocolate, clavo, cacahuate y chile rojo, comprados en el mercado oaxaqueño de la comunidad mexicana que vivía en la ciudad cercana.
De noche, con el radio sintonizado en La Mexicana, con el olor del mole y las piezas de pollo, con las risas de los hombres de San Cristóbal, su pueblo natal, se sentía como en su casa. Sí, aquí en California. Como en su casa.
Sacudió la colcha, pasó la aspiradora por la alfombra beige. Su abuela ya había muerto. El año pasado, amortajada, con un cirio en sus dedos tiesos, velas y comida alrededor de su ataúd, mientras Araceli la velaba durante los nueve días de luto hasta que levantaron la cruz.
Pasó la aspiradora por el piso de losetas azules del baño. Cuando la apagó, escuchó a Luz en la entrada, llamándola. «Hair». Luego se fue alejando el ruido de sus pesados pasos por el corredor.
Araceli se arrodilló junto a la tina de baño. Luz decía con frecuencia que la gente verificaba siempre que no hubiera pelos sueltos. Antes de que
Araceli empezara a cepillar el esmalte de la tina, quitó del desagüe la fina redecilla de cabello rubio. Como un animalito. Hair. Pelo. Ixi.
Al revisar la aspiradora, vio más cabellos rubios que se habían juntado como en un intrincado encaje en el cepillo de la aspiradora. No había muchos vestigios de la mujer que había pasado tres días ahí, sólo algunos pañuelos desechables en el cubo de la basura, con manchas de lápiz labial rosa, maquillaje color crema y delineador en aceite negro.
Roció y secó el lavabo, el espejo, la llave del agua. Cambió las sábanas de la cama y ahuecó las almohadas. Cerró las persianas. Luz le había advertido que a las mujeres no les gustaba el calor, o la luz, cuando regresaban de ver al doctor. «No sun», había dicho. Sun. Sol. Nicandyi.
Elpidia podía decir algunas de las palabras en español, pero aún no se atrevía con las que estaban en inglés. Araceli sí, pero sólo si las palabras permanecían en orden, si no cambiaban de lugar en las canastas de su cerebro.
El muro en el que se recargó era fresco como el de una iglesia. Adobe, yeso y pintura blanca. Como en su pueblo. Dio un último vistazo al cuarto. Había varias revistas apiladas en la mesita de hierro forjado, las flores destacaban en el tocador, y el piso estaba completamente libre de cabellos. Desde hacía dos meses se había hecho a la idea de que otra mujer durmiera ahí, comiera en la mesa de cristal, se bañara y viera televisión, sin que Araceli casi nunca la viera; luego, se encargaría de borrar cualquier rastro de su paso por ese lugar.
En el corredor, bajo el techo de gruesas vigas de madera, echó una ojeada al carrito de Elpidia, afuera del número 3. El sol, ahora de un color dorado, ya quemaba y se extendía por el jardín, en el que crecían rosas y flores de cempasúchil. El cempasúchil de California era más pequeño que el que la gente llevaba a la iglesia en San Cristóbal.
Una mujer caminaba a ciegas, con los ojos cubiertos por vendas, apoyándose en el brazo de una enfermera. La enfermera, entrecerrando los ojos y alzando la barbilla, le pidió a Araceli que se apartara. Araceli usó su llave para meterse al cuarto que acababa de limpiar. Vio de reojo un mechón de grueso pelo rubio como el borde de una escoba, que salía del turbante de la mujer, y luego se cerró una puerta.
Muchas de las mujeres que había alcanzado a ver tenían el cabello rubio: amarillo cobrizo como el cempasúchil, o plateado con mechones cenicientos. Por eso había reparado en la mujer del número 14, cuando entró en el cuarto la semana pasada. Su pelo era rojo, pero no como si se lo hubiera teñido, sino rojo pálido, delgado y lacio como un flequillo de seda sobre su cuello. La mejilla de la mujer, que se había vuelto hacia otro lado, estaba salpicada de pecas, que parecían un montón de hormiguitas.
En silencio, permaneció junto a la puerta del número 14, escuchando. El chapulín ya no estaba. La mujer lo había matado, o lo había dejado salir. Pero el letrero seguía ahí.
«Do not», Araceli le dijo a Elpidia, que vino a mirar los claveles de la cubeta detenidamente, quitando un pétalo roto. Araceli miró en la gruesa puerta de madera, recién pintada de azul, el letrero que colgaba. Nunca se acordaba de la tercera palabra, pero no importaba, pues lo único que había que saber eran las dos primeras.
Cuando una mujer dejaba ese letrero en su puerta, les había dicho Luz la primera semana, significaba que no quería que nadie la viera, ni siquiera las recamareras. A esas mujeres no les importaba quedarse con las sábanas sucias, con los platos sucios. No querían que nadie viera sus ojos amoratados, su piel en carne viva como la de los animales de las carnicerías, sus narices hinchadas como calabazas.
Ahora Luz venía siguiéndole los pasos por el corredor, con sus anchas piernas que las medias apretadas hacían parecer salchichas en sus envolturas, con sus tacones bajos golpeando las baldosas como la mano de un molcajete moliendo granos de pimienta. Luz les había vendido a Araceli y Elpidia los zapatos que, según ella, tenían que usar, unos zapatos de trabajo negros con suelas de hule. A veinte dólares. Siempre sabía, siempre venía cuando Araceli y Elpidia dejaban de trabajar y empezaban a platicar, como si una mosca hubiera ido volando a su cubículo cerca de la lavandería para avisarle.
«Go», le dijo a Araceli, señalando el número 14.
«Do not», replicó Araceli, señalando el letrero.
Luz puso una mano sobre su cadera y levantó tres dedos de la otra mano. Lentamente, le dijo en español y en voz alta: «La mujer se fue. Hace tres días. Límpialo».
Cuando Luz siguió caminando por el pasillo, después de echar un vistazo al trabajo de Elpidia a través de la puerta abierta del número 3, Elpidia puso los ojos en blanco y metió la mano en el bolsillo de su uniforme. Sacó un «saladito», se lo dio en la mano a Araceli, y Araceli chupó la ciruela seca y salada durante un momento, sintiendo las arrugas con su lengua, antes de meter su llave en la cerradura.
La niñita yacía en el centro de la gran cama, perfectamente tendida: no había alterado nada. No podía. Aún no tenía la edad suficiente como para voltearse. No era una recién nacida, observó Araceli, acercándose. Tendría unos dos meses. Su pelo era delgado, ralo y rojizo como las espinas de algunos cactus.
Estaba muerta. Tenía cerrados los ojos, hundidos en la cabeza como hoyuelos. De su vestido rosa pálido, con encaje en el cuello y mangas ahuecadas, salían sus delgadas piernas, grises como el cemento. Tenía puestas unas botitas color de rosa. Su cara estaba tirante y tiesa, y su nariz parecía un nudillo blanco saliéndole de la piel.
La ciruela salada saltó y se revolcó en la boca de Araceli; ella la escupió en su mano, donde se quedó húmeda y ahora hinchada por la saliva. Tragó saliva una y otra vez, encorvándose, hasta que pudo respirar mejor y enderezarse. Ya había visto antes niños muertos, de la misma edad, en San Cristóbal. La diarrea los había consumido. Tenían la misma cara reducida y apergaminada de las ancianas.
Araceli hizo un esfuerzo para no vomitar. Puso su dedo en el pañal desechable, no hinchado como debería esperarse. Seco y pequeño como un puño blanco bajo el vestido. Esta niña no había tenido diarrea. Se había muerto de hambre.
Tiró la ciruela en la bolsa de la basura de su carrito, se cercioró de que no viniera nadie por el corredor y luego tomó una toalla limpia de la pila que llevaba y vaciló, recordando que había oído ese ruido sordo y áspero característico de los chapulines tras la gruesa puerta de madera. Puso la mano en el picaporte de hierro forjado. No había sido un chapulín. Se recargó en la puerta, sintiéndose débil por un momento, y luego se metió y puso el cerrojo.
Luz podía venir. Haría un escándalo y correría a la administración, donde los dueños del hotel y la clínica fruncirían el ceño. Vendrían por el pasillo, tomarían a la niña o simplemente la moverían con sus dedos llenos de anillos. Llamarían a la policía, que se llevaría a la niña a sus instalaciones. Tratarían de encontrar a la madre, la pelirroja que sólo tenía dos arrugas en el rabillo de cada ojo, como dos pestañas sueltas incrustadas en la piel.
Araceli permaneció de pie junto a la niña. Su cuerpo estaba esquinado en la cama, como si hubiera logrado moverse unos doce centímetros a la izquierda durante los tres o cuatro días que llevaba ahí. ¿Para qué tratarían de encontrar a la madre?, pensó Araceli, con la garganta seca y la lengua escaldada por la sal. La madre se había ido. La madre había dejado a esta niña llore y llore, moviendo sus manitas hacia delante y hacia atrás sobre la colcha blanca, enojada, furiosa, desesperada. Las piernas de la niña aún estaban encorvadas, alzadas en óvalo, aún sin enderezarse como las de las niñas más crecidas.
Araceli pasó la mano por el algodón de la colcha. Los dedos de la niña estaban tiesos como varas de canela; las uñas de sus dedos eran como los pellejos transparentes del maíz recién lavado.
Araceli temblaba, y la espalda le dolía. Agarró la toalla. No en una bolsa. No iba a poner a la niña en una bolsa de plástico. «Do not».
Deslizando las palmas de las manos por debajo de la niña, se mordió los labios hasta que la sal de la ciruela entró a su sangre. Alzó la columna vertebral, los hombros, la pesada cabeza, y depositó el cuerpo en la toalla de baño. Luego, dobló los lados de la toalla sobre el cuerpo y envolvió el bulto, apretándolo como si la toalla fuera un rebozo de los que cuelgan las mujeres sobre sus espaldas, con las niñas dormitando contra los omóplatos de sus madres.
Puso la toalla en la bolsa de la lavandería, delicadamente, y rodeó el bulto con las toallas mojadas que había sacado del cuarto anterior. Elpidia salió y sacó otra ciruela, morada y brillando al sol, y Araceli se forzó a sonreír. Negó con la cabeza y regresó al número 14.
En el tocador, junto a los claveles marchitos, había una nota. Araceli vio la escritura clara, tres frases en la hoja con el membrete del hotel. La guardó en su bolsillo, y recorrió con la mirada el cuarto. No habían dejado nada más, ni en el baño ni en el clóset. Ni siquiera un rastro de maquillaje o un periódico. Tampoco había pañuelos desechables humedecidos por las lágrimas en el cubo de la basura. Sólo dos latas vacías de refresco y la cajita de unicel de una comida que la mujer habría dejado en la puerta si hubiera dicho «Do not».
Sabían que las recamareras vivían en tráilers, y los del hotel vigilaban las toallas. Araceli pasó un trapo húmedo por los tocadores, sacó el pelo de las tinas y limpió los relucientes espejos. Puso toallas en la bolsa de la lavandería, acomodando cuidadosamente a la niña cada vez para que quedara casi hasta arriba. Entre cada cuarto, Elpidia le decía en voz baja: Rodolfo iba a traer a unos amigos que trabajaban en otro hotel, iban a comprar puerco y a hacer una salsa verde con yerba santa que ella cultivaba en una lata de café. Uno de los amigos se llamaba Amadeo; a lo mejor era más guapo que el Amadeo de su pueblo.
Araceli no podía oler a la niña. Empujó el carrito hacia la lavandería cuando terminó de hacer los cuartos. El carrito iba dando tumbos por el corredor de losetas rojas y luego en el embaldosado que conducía al ala principal del hotel. Araceli empezó a aterrarse. Ni siquiera a Elpidia quería decirle. Elpidia gritaría y le diría «Dale la niña a Luz o nos meteremos en problemas; van a llamar a la policía y nos van a mandar de regreso a México. Al pueblo». «Nunca voy a regresar al pueblo», decía Elpidia siempre, como si cantara un versículo en la iglesia. «Nunca voy a regresar al pueblo».
Araceli se detuvo ante el enorme contenedor azul, cerca del estacionamiento. Alzó la bolsa negra de la basura, llena de pelo, y la dejó caer dentro del cavernoso basurero metálico. ¿Qué podría rescatar ella? No podían tomar nada del hotel. Nada. Sintió la hoja de papel, lo único que llevaba en la bolsa de su uniforme. ¿Qué diría la nota? Empujó su carrito lentamente hacia el cuarto del aseo. Su uniforme le quedaba grande. Se había puesto un abrigo en la mañana, para la neblina que llegaba por la noche a este lugar desértico. No era como la bruma de su pueblo, que dejaba gotas de rocío en la milpa y en las plantas de café. No había humedad en esta neblina, que era sólo un velo seco como vapor sobre las dunas y colinas y edificios de estuco, una bufanda grisácea que desaparecía a la hora de la comida. Ahora eran las seis, y el cielo que se veía tras la silueta del hotel tenía un color azul oscuro.
Tomó a la niña envuelta en la toalla tan rápidamente como pudo y entró al baño del personal de servicio; oyó crujir el carrito de Elpidia, que se acercaba.
En la camioneta de Rodolfo, los hombres olían a pasto recién cortado y gasolina. En el asiento trasero, Elpidia festejaba con risas todo lo que ellos decían. Araceli sentía a la niña, que descansaba sobre su pecho como una bolsa de arroz robada. Araceli protegía la cabeza de la niña manteniéndola debajo de su axila. Había aflojado los tirantes de su brasier y se cubría el frente con su gran abrigo. Cuando la camioneta se detuvo súbitamente ante la carretera de terracería que conducía a los naranjales, uno de los hombres señaló a los cuervos que alzaban el vuelo sobre el campamento, pero Araceli sentía a la niña apretada contra su pecho. Su abuela le había dicho que sus senos crecerían hasta alcanzar su tamaño definitivo cuando tuviera un niño. «Cuando te cases», había dicho su abuela. «Tal vez el próximo año. Apenas tienes diecisiete».
La madre de Araceli había muerto poco tiempo después de dar a luz. Su padre se había ido a Estados Unidos dos años más tarde. Luego de unas cuantas cartas con dinero, desde Washington, nunca volvieron a saber de él.
La camioneta se detuvo en el lugar donde dejaban los tráilers, y Araceli se bajó sintiéndose incómoda, abrazándose con su abrigo. «No hace tanto frío», dijo Rodolfo, y Elpidia se rió.
Los hombres empezaron a lavarse en la toma de agua que había ahí afuera, y Elpidia desapareció dentro del pequeño tráiler que compartía con Araceli. Araceli tocó el papel que llevaba en su bolsillo, y caminó por la carretera de terracería que había entre los tráilers hacia la administración.
Emiliano hablaba mixteco, español e inglés. Llevaba ahí diez años, en el desierto que rodeaba a Indio. Cuando ella le entregó la nota y le preguntó qué decía, él le vio el pecho y Araceli apretó su abrigo. «¿En dónde encontraste esto?».
«En un cuarto. Me dio curiosidad». Araceli estaba sudando bajo el abrigo, y sintió la mano izquierda de la niña como una piedra de molcajete contra su piel.
Él leyó: «Quiero que me devuelvan mis…». Emiliano frunció el ceño y ahuecó las manos sobre su camisa. «Apenas me los pusieron el año pasado. Eran míos».
Pechos. Araceli vio que él bajaba las manos, sin decir la palabra. Luego, frunció más el ceño y dijo: «¿Qué clase de nota es ésta?». Le devolvió a Araceli la hoja y regresó a su tráiler, cerrando la puerta metálica.
Pechos. Quería que le devolvieran sus pechos. Le pusieron nuevos pechos en el hotel. No quería dárselos a la niña. La niña está seca por dentro, su piel es como pergamino y su corazón como una ciruela. Araceli caminó apresuradamente dentro de los naranjales en los que la fruta colgaba como cientos de rabiosos soles del desierto y los azahares ya habían florecido; parecían de cera, y eran blancos y perfumados. La niña se sacudía con los pasos apresurados de Araceli, y cuando ésta por fin llegó a la orilla del naranjal, se detuvo en el claro arenoso. Se desabotonó el abrigo y la niña rodó, con la cabeza colgando, hacia sus brazos. Araceli sintió que estaba a punto de llorar, y se imaginó las profundas cuencas de su propio cráneo.
La torre de riego, de concreto y achaparrada como el castillo de un niño, podía servirle de señal. Podría venir después, en noviembre, a dejarle una ofrenda por el Día de los Muertos. Las almas de los niños venían primero, de visita, y Araceli podía dejarle un humeante atole de leche con canela y azúcar. Los dedos de la niña como varas de canela, los ojos de la niña cerrados herméticamente, el pelo de la niña rojo y escaso como las espinas de algunos cactus que Araceli raspaba con un cuchillo.
Cavó con sus manos la tierra blanda, en la que ya podía olerse la noche. Unos cuantos chapulines empezaron a chirriar en el naranjal, y ella se estremeció. No pensaba en el sonido, ni en su garganta. La tierra estaba tan seca. No había la neblina apropiada aquí. Quizás Araceli no volvería a ese lugar, con una taza de atole para la niña; tal vez tendría que salir corriendo esa noche, si la migra llegaba, o la semana siguiente, si
se aparecían por el hotel. Elpidia podía casarse con el guapo Amadeo, y se
irían a un mejor lugar. Pero también podía quedarse aquí Araceli para siempre, en el tráiler metálico, ayudándole a Elpidia a mandar dinero a su madre y sus hermanas más chicas.
Araceli se quitó la playera, la primera cosa que había comprado aquí en California, en El Rey, el mercadito de Indio. Era de color azul pálido. Al envolver a la niña en la playera, con las mangas cortas dobladas sobre el diminuto pecho de la niña, Araceli sintió ganas de llorar. Pero no pudo, ni cuando depositó a la niña en el hoyo, ni cuando se dio cuenta
de que la playera no bastaba. Sacó a la niña y la envolvió en su abrigo, hasta que un capullo de nailon color café cubrió todo. Entonces echó la tierra sobre el abrigo, oyendo el susurro de la tela. Puso pedazos de cemento roto sobre la tierra, luego piedras y guijarros. Pero el túmulo más bien parecía un montón desordenado de basura. Vestida únicamente con su brasier y su falda, se arrodilló y trató de pensar en la oración que decían las mujeres de su pueblo cuando se había muerto un niño. Le rezaban a la Virgen de la Soledad. Araceli no escuchó palabras en su cabeza, sólo el tintineo lejano de metal desde los tráilers, gritos distantes de hombres y el murmullo del tráfico en la carretera. Alzó la cabeza, con los labios aún cerrados. Caminó de regreso a los naranjales con las muñecas tan apretadas contra su brasier que podía sentir los pequeños alambres contra sus costillas, contra su piel desnuda.
Tesoro / Susan Straight
Traducción de Luis Zapata