El territorio vital del hombre se transforma en música, en palabra, en imaginario personal o colectivo a través de la expresión artística. El poeta no existe sin identificarse con el mundo, a pesar de que, en ocasiones, sea inhabitable desde su propia y paradójica perspectiva. Así, no es de extrañar que en su poema «Una casa en la arena» Pablo Neruda describa el mar que se cuela «de noche por agujeros de cerraduras, por debajo y por encima de puertas y ventanas». En esa casa es posible encontrar, en un paragüero, «gotas de mar metálico, átomos de su máscara de oro», aunque luego el mar se transforme «en una gran copa de aire sonoro, en un volumen inasible que se despojó de sus aguas».
El poeta chileno es navegante y náufrago, y concibe toda morada como un ser orgánico. Puede tratarse, como en «Las manos del día», de una edificación en la que «canta la cantera», afectada por procesos y emociones humanas: «crece una casa nueva, / torpe, sin encender y sin hablar, / hasta que el humo de los albañiles / que a mediodía comen carne asada / despliega una bandera de rendición. // Y la casa regresa / a la paz del pinar y de la arena / como si arrepentida de nacer / se despidiera de los elementos».
Las residencias de Neruda están llenas de inventarios, de pérdidas; hay en ellas una calle destruida, un homenaje al desterrado: el poeta se sabe irremediablemente deshabitado de sí mismo.
De una manera distinta, Oliverio Girondo, en su libro En la masmédula, hace palpables, visibles, sus territorios vitales y, «por vivir entre huesos», les da más importancia a las puertas —«abiertas al murmurio del masombra»— que a las moradas. Quizá esto sea porque Girondo vive en su propio cuerpo, concebido como una casa «de gris lava cefálica», en la que confluyen «cúmulos recuerdos y luzlatido cósmico», un espacio que es una «casa cábala» o una «médium lívida en trance bajo el yeso de sus cuartos de / huéspedes difuntos trasvestidos de soplo / metapsíquica casa multigrávida de neovoces y ubicuos ecosecos / de circuitos ahogados / clave demonodea que conoce la muerte y sus compases / sus tambores afásicos de gasa / sus finales compuertas /
y su asfalto».
Girondo no habita una ciudad, sino que es ciudadano de un mundo que observa con ojos de creatividad prodigiosa y asombrada ante las más diversas arquitecturas y personas. En los versos de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Dakar es una fiesta y Sevilla un croquis en el que hay ventanas con «aliento y labios de mujer», patios que «fabrican azahares y noviazgos», mientras que Biarritz posee «automóviles afónicos», «escaparates constelados de estrellas falsas», y cuando la puerta de un casino se abre, «entra un pedazo de foxtrot».
Sevilla, Gibraltar, Tánger, Madrid, Andalucía, París, se transforman en los versos de este poeta, al igual que el Escorial y la Alhambra, en el territorio en donde la vida y la historia se nos revelan de variadas formas que apelan a nuestra imaginación, y no pocas veces a nuestro sentido del humor y a nuestra capacidad de evocación sensorial.
En el Buenos Aires de Girondo encontramos un edificio público que «aspira el mar olor de la ciudad», sombras que «se quiebran el espinazo en los umbrales» y «se acuestan a fornicar en la vereda», un farol apagado que «tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil», un tranvía que «es un colegio sobre ruedas»; se trata de una ciudad estremecida por el susurro de los roces, donde hay hombres «anestesiados de sol».
Otros poetas le cantan a su ciudad natal, como lo hace Juan Perucho en su «Oda a Barcelona», con la nostalgia del hombre que se reencuentra con su pasado, desde un presente que tiene un doble centro de gravedad: el del ahora y el de la infancia: «A menudo te evoco encumbrada en la gloria, / ciudad de breves jardines y suburbios turbulentos, / junto al mar olvidado, / mientras se disuelven lentamente tus avenidas / bajo la ligera niebla humeante de agua sucia / que ahora entristece el cielo / por donde llegará, tal vez, mañana la alegría».
Todo poeta construye su propio territorio, lo levanta con sus manos, con sus palabras, y nos hace amar la morada que ama. Una morada de sonidos y silencios comunicantes. Hay poetas que habitan una casa «pintada del color de las grandes / pasiones y desgracias», vecina de la muerte, donde crece la vida a pesar de la ausencia, de los puños cerrados y «el resplandor de los dientes que acechan» (Miguel Hernández); poetas de barro, de relámpagos incesantes, que a fuerza de prisiones acaban por decir: «soy una cárcel con ventana / ante una gran soledad de rugidos» (Roque Dalton). Otros a los que las migraciones, voluntarias u obligadas, los hacen saberse lejos del espacio al que pertenecen su pulso, su existencia: saberse «Lejos del mundo, lejos / del orden natural de las palabras […] lejos, muy lejos de donde la medianoche es habitada» (Sebastián Salazar Bondy).
Y si la experiencia hace que el poeta salvadoreño Roque Dalton desmitifique el hogar, concebido como un dulce territorio, Sebastián Salazar Bondy, en su «América», extiende esta perspectiva al continente que considera su patria, precisamente porque lo ama y lo conoce: «Ahora sé que no es fácil amar sus estrellas, sus campos, sus montañas, / sus urbes plagadas de fábricas y mendigos, / pues no es lo que dijeron: “Pura, perfecta, / nuevo paraíso cuya gracia es la abundancia”. / Pero aquí vivo y amo, lejos, salido del océano inesperadamente. / Y desde esta cumbre diviso la vasta habitación del hombre…».
También el poeta narra al hablar y hablarle a su territorio vital; así lo demuestran Fernando del Paso y Carlos Fuentes cuando hablan de la Ciudad de México; Gabriel García Márquez del Caribe real y del soñado, del que está edificado sobre el mito; Miguel Ángel Asturias de una Guatemala que es leyenda y herida viva.
Entre todos los territorios habitados por la literatura, entre todos los territorios que ella puede habitar, se encuentra el poema «Alta traición», uno de los territorios vitales de José Emilio Pacheco, que no es el mundo entero ni el continente de nuestros pueblos, ni el continente delimitado por nuestra piel; no es la ciudad, la edificación ni la morada; no es la cárcel ni el tránsito de la migración, sino un trozo más pequeño y más grande a la vez: «mi patria» que «no amo» porque «Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / —y tres o cuatro ríos».
Este territorio vital se rescata porque, como señala Salazar Bondy, «el lugar donde uno concluye es la casa, / su fuego cálido y levemente sonoro en cuyas llamas / la poesía se serena y anuncia / el solitario goce de sí mismo».