Ritmo a martillazos / Gabriel Zarzosa

 

Cuando llegan por la mañana, en sus bicicletas o en la caja de una pick-up, su comienzo es titubeante. Se distribuyen entre sus puestos y es después de una media hora que alguno de ellos decide arrancar con la música. De cumbia a banda, con algún corrido ocasional, entre éstas dos inicia la negociación, y uno a uno interrumpen sus tareas para cambiar la estación. Música dispersa, sin una intención particular y sin grandes efectos en el humor matutino de los trabajadores, salvo un tarareo vago que se deja ver entre sus labios. Terminadas las negociaciones, poco a poco, aún sin afectar el ánimo, la música induce al trabajo.
     En la fase más operativa de la creación de espacios, la concreción del trabajo creativo e intelectual de un arquitecto y el destino final de los recursos de un inversor llegan a las manos del albañil. Las rutinas de trabajo de los constructores no hacen de éste un oficio precisamente sencillo, pero sí más ameno que el del oficinista que no puede sobrellevar sus labores con una selección de la música que lo inspira. Entre el polvo, la tierra, el olor a cemento y a sudor, flota la música emitida por una grabadora vieja al máximo de su volumen: esa selección musical de una estación de Amplitud Modulada acompaña, a través de largas jornadas, el trabajo de hombres que se desempeñan en uno de los oficios más antiguos.
    Mediodía. La música se ha acelerado. El sol cae perpendicular sobre las cabezas que se esconden bajo una camiseta amarrada. Hay seriedad, trabajo duro, un tanto apresurado e ininterrumpido. Los rostros reflejan concentración y, de pronto, no el maistro, ni siquiera el hijo de éste, pero sí uno de sus amigos, el más alegre, uno de los más jóvenes pero no el menos experimentado, ese «Chuy» o ese «Flaco» que sonríe por la canción que le han programado, martilla al ritmo de «El Gran Varón», al compás de «No se puede corregir / a la naturaleza: / árbol que nace doblao / jamás su tronco endereza». Le sigue un viejo que raspa su pala sobre el enjarre ya seco, haciendo las veces de una maraca; le va muy bien a esa salsa, y contagia inmediatamente al más gordo de la cuadrilla. Éste, con movimientos casi autónomos, levanta los brazos a media altura y comienza a mover el torso de modo que su pecho sudado —similar en tamaño al busto de una mujer— tiembla apenas desfasado del ritmo básico. «No me conoces, / yo soy Simón, / Simón, tu hijo, / el Gran Varón», canta el más entonado. Enrique da maromas de carro de lado a lado mientras que Félix hace malabares con un par de ladrillos. De pronto, todos en la obra conviven en un baile sincronizado y, con todo, no dejan de efectuar sus labores: el yesero con su yeso y el de la brocha gorda con su gran lienzo. La música, en suma, le da ritmo al trabajo, si no al más puro estilo Broadway, sí en el pulso constante de las repeticiones, en la incesante marcha de los martillos y en las labores que exigen un gran esfuerzo físico —quizás por la misma razón por la que a las señoras les parece imprescindible la música mientras hacen spinning: porque, mientras no deje de sonar, no para el trabajo. Es un pacto de concentración y motivación que sólo el hambre puede romper, a las dos de la tarde, cuando ya destapan la cocacola y calientan sus tortillas.
     Los procesos digestivos aletargan. La misma tarde es reflexiva, el sol golpea de lado la obra, acentuando sus sombras, dándole textura y dimensión, silueteando los contornos y anunciando su objetivo final: la creación de un espacio, si bien práctico, también bello. Ya no hay ese movimiento matutino de hormiguero, tampoco las repeticiones enajenantes de la productividad. Se antoja más bien música tranquila, el recuerdo irremediable de una mujer en una letra que duela: «¿Con qué me pagas el cariño que te tengo? / Sólo con verte me daría por satisfecho. / ¿Con qué me pagas estas lágrimas que lloro?».
    Los movimientos adquieren el peso de la permanencia. Ya no son la rapidez ni la eficiencia las que prevalecen, sino la conciencia plena de que los trazos que dibuja la pala sobre el cemento fresco van más allá del pago que se recibirá el sábado: el peso del artista es la trascendencia de su obra. El arquitecto puede ser artista, pero puede no serlo, dependerá en todo caso de la naturaleza final de lo que proyecta en sus planos; sin embargo, el albañil siempre crea, y crea para la posteridad. El carácter creador que imprime en su labor hace de éste un oficio de arte, un arte que se transmite entre generaciones: de maistro a media cuchara; de padre a hijo fluye la sabiduría milenaria. «Ya no vivo entre tanta pobreza, / vivo como mi padre soñó. / No ambiciono tampoco riqueza, / la sangre de indio que traigo es mejor».
    Escuchan hundidos en su silencio, sumergidos en los pensamientos que emergen de lo profundo, desde esos niveles a los que sólo se llega a martillazos, golpes repetidos como un mantra a su escultura colectiva. En ese trance observan padre e hijo la agonía del día, que con su muerte les dará descanso.

 

 

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