Teoría personal de los colores

Laura Sofía Rivero

(Ciudad de México, 1993). Está por publicarse su libro Dios tiene tripas: meditaciones sobre nuestros desechos (FETA / FCE).

Pintar las cocinas de naranja para que transmitan calidez. Usar el rojo en marcas de impacto, agresivas y desafiantes. Azul para la serenidad, lógica y reflexión. Las mujeres que de amarillo se visten, en su belleza confían. Cuando la gente afirma lo que expresa un color como si ese significado fuese una ley, me pregunto qué tanto de convención, de verdad científica y de superstición personal hay en esas descripciones. Si el color es una experiencia que cambia de especie a especie (nosotros poseemos tres células decodificadoras, otros animales tienen menos y otros incluso captan la luz ultravioleta, que para nuestros ojos es un misterio), ¿por qué asumimos que los colores pueden transmitir sensaciones unívocas? En los catálogos cromáticos parece haber de todo menos luz.

Que los colores dependen de la percepción y el subjetivismo, que son casi un artificio, puede notarse en su doble traslación: del mundo físico a nuestro cerebro, de nuestro cerebro al lenguaje. Dice un afamado escritor que al traducir una serie de poemas del polaco al español se topó con un verso que aludía a los «ojos color aceituna» de una mujer. Mientras que los latinoamericanos pensaríamos en unas pupilas verdes y brillantes, en la mente de un polaco aparecerían unos ojos azabaches.

¿Cómo se ponen las cosas color de hormiga? Los hispanohablantes aventuran hipótesis diferentes: en algunas regiones se las imaginan rojas y agresivas, mientras que en otras las piensan negras y oscuras, extendiendo las connotaciones funestas que se asocian a lo que sale mal. Si bien en México podemos referirnos al color verde bandera sin dar mayores explicaciones, ese adjetivo no aplica para todos los países por igual. Italia comparte el mismo sentido que nosotros le damos, pero ese tono en particular no es tan nombrado como el verde lega que alude a los colores del Lega Nord, el partido de ultraderecha que ha manchado para siempre la tonalidad del verde en el imaginario popular. La relación con los colores es fluctuante, cambia de cultura a cultura, de lengua a lengua, de región a región, de persona a persona.

Aun el diccionario, ese territorio de las palabras fósiles, deja ver la vivacidad de los colores en aquellas definiciones en las que el lenguaje admite su derrota y se rinde a los símiles, a las cosas, a la pureza básica del cosmos. ¿Qué lexicógrafo eligió los seres, reinos y fenómenos que ilustrarían el círculo cromático por su elementalidad y simpleza? Rojo es sangre o un tomate maduro, azul es cielo sin nubes y el mar en un día soleado, amarillo es el oro o la yema de un huevo, el marrón es cáscara de la castaña o el pelaje de la ardilla, blanco es nieve y es leche, negro es carbón o la oscuridad total.

Los colores nos fascinan porque son el ahora absoluto, la contundencia del instante. Aunque los sabemos meras interpretaciones de nuestra mente, nada nos parece real si no sucede a colores. Por eso nos complacen los ejercicios visuales que les devuelven el pigmento a aquellas fotos que conservamos en grises. En los colores hay un dominio del mundo, un efecto de verdad. He sabido que cuando la televisión todavía transmitía sus programas en escala de grises, en las ferias del hogar se vendían unas curiosas micas que se colocaban frente al vidrio de la pantalla: tenían franjas de distintos tonos cuyo fin era disfrazar el monocromatismo insípido. El que quiera azul celeste, que le cueste; la coloración era un lujo. Aquel sencillo invento poco aportaba al simulacro de realidad, pues no lograba hacer coincidir los tonos con cada encuadre, y una misma cara en distintas tomas podía verse azulada, bermeja o verde, pero bastaba en ese entonces para imaginar una vida más allá de la representación. Dice mi padre que aún recuerda cuando siendo niño escuchaba a los mayores referirse a los «ojos güeros» de los actores, pues era imposible especificar qué tono preciso se escondía detrás del blanco y negro. Fue con la televisión a color que las pupilas comenzaron a ser azules, verdes o de café miel. Aún ahora resulta fácil datar ciertas etapas cinematográficas por su uso del Technicolor que bronceaba con un rosa inhumano la tez de las superestrellas.

Pensamos en el color como sinécdoque del presente: es vivacidad, la furia del instante, la nitidez del hoy. Color: juventud de unas mejillas sonrojadas. Color local: rasgos peculiares de una región vivaracha y pintoresca. Chistes de color: humor subido de tono, animado y atrevido. El color se nos dibuja perpetuamente lozano y dionisiaco, excita los sentidos, arde. Pero ese mismo vigor lo obliga a ser esencialmente temporal: hace de la realidad no una postal fija, sino un río cambiante. Bajo el efecto de la luz, hasta lo más perenne se nos muestra transitorio. Todo edificio, aunque estático y clavado en la tierra como ley, se vuelve inestable al contacto con los hechizos lumínicos. Las construcciones no pueden escapar al sol cáustico y extenuante del mediodía ni a la pesadumbre consumada del atardecer que obliga a vencer las sombras con la angustia de la electricidad. ¿No son nuestros hogares trampas y cuevas ajenas tan pronto se han hundido en la penumbra?

Esta verdad la conocieron de sobra los pinceles perspicaces de Monet que retrataron la catedral de Rouen en una serie donde la fachada se erige bajo diferentes estaciones y momentos del día. Más que un estudio lumínico, los cuadros parecen afirmar que ni los antiguos edificios góticos son eternos e inamovibles a pesar de haber resistido los arrebatos de diferentes edades. El templo emerge en cada pestañeo e inspección atenta de unos ojos nuevos. Nuestra mirada es un milagro irrepetible, eterna recién nacida. Fachada azul de niebla densa al empezar la mañana, fachada áurea y cálida de verano, fachada roja del caer la noche. La catedral de Monet se transforma como un moretón en la piel de la historia: pasa del rojo al morado, al azul negruzco, al verde, al amarillo, al pálido. Ningún instante dura lo suficiente, nadie puede aferrarse a su visión. El color, presente rotundo, también se asemeja a una tela desgastada que revela su edad, es el devenir: está fatalmente anudado al tiempo, a la volatilidad, al cambio continuo, lo que se agota. Dice Juan Eduardo Cirlot que los indios zouní en su tributo anual de siete colores representan el tiempo con el matiz tornasolado, el máximo tono cambiante. Quizá por eso dominar el color nos reconforta, porque alienta nuestras fantasías sobre el dominio de la realidad, aunque éste sea apenas un efecto visual, un azar de los ojos.

Si tuviera la potestad de instituir una celebración mundial, elegiría inaugurar el Día Internacional de los Colores. Todos nos vestiríamos con el favorito, comeríamos alimentos que sólo tuviesen ese pigmento de manera natural, regalaríamos objetos a nuestros seres queridos con su tinte predilecto. Me encantaría saber quiénes aprecian el gris o el café que yo desdeño. Sería feliz llenándome de ese morado en tono púrpura que me produce gozo, un color complejo que el diccionario decidió definir no mediante comparaciones con el mundo, sino como un umbral entre el rojo y el azul. Me gusta su naturaleza liminar, su pie en dos regiones distintas, su vestigio de uva, su pasado imperial que ya no puede replicarse, pues la técnica y los moluscos que eran empleados en la manufactura fueron soplados de la memoria de la Edad Media.

Me pregunto qué otros colores habrán desaparecido a lo largo del tiempo, qué tonos y texturas les han sido vedados a nuestros ojos. ¿Será que en el futuro habrá colores nacientes que ahora no podemos ni siquiera sospechar? ¿O los seres humanos de los próximos años, si es que acaso existe el porvenir, se sorprenderán de nuestro gusto grosero por tonos rechinantes que adornan la ropa deportiva de los gimnasios citadinos? Imagino que abro los ojos y mi entorno es, aunque el mismo, otro: colores intercambiados, el cielo café con nubes verdes, plátanos azules en el frutero, púrpuras ardillas que trepan por los árboles desde la planicie de una tierra rosa. Nada puede existir así, las palabras chocan mudas y torpes. No quiero que alguien amanezca en un mundo que ha perdido lo elemental. Color que es mudanza y cambio, color de lo que siempre ha resistido. La luz y la oscuridad de nuestra imaginación ensombrecen toda fantasía.

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