Toda literatura es literatura de exilio, puesto que no hay mayor destierro para quien escribe que el de la palabra: siempre ausente de sí, siempre en otro, ella no es sino mi sitio que se borra.
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La palabra no tiene rostro. Anónima y apátrida, vaga por la tierra de los hombres en busca de un suelo donde habitar, de una cueva donde guarecerse. La poesía es ese suelo que la espera, la poesía es su continente y es su abrigo. Ella cava bajo la voz el regazo verdadero, y por sobre las gargantas y los gritos el único silencio más significativo que el silencio.
La palabra no tiene vida. Testimonio de una muerte de la cosa, es la muerte de las cosas. Allí donde ella habla, calla el mundo; allí donde se yergue, cae un cuerpo.
Ausente de sí, eternamente en otro, es siempre el otro el que por ella habla.
Pero el poema no se hace con palabras. Silencios y sombras y sueños salen a perseguir los cuerpos, y sólo dan con ellos al bajar la voz.
Ah, fieras, huyentes y atrapadas. Ah, fieras vivientes y oscilantes, sedientas fieras como yo, el cazador.
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No dejo de trabajar lo poco que tengo.
Las tomo, las reeduco, las aplico, las desnudo y las cubro, las destruyo, las cambio, las persigo. Es mi trabajo. Hago con él lo que hacen, callada e infatigablemente, todos los hombres. Me enorgullezco, me envanezco, me empecino con él, y contra él me doy y me mutilo y me realizo y me daño.
¿Por qué lo hago? ¿Quién soy haciéndolo?
¿Soy yo realmente o es otro quien a través de mí lo hace?
¿La especie? ¿Un enemigo?
¿Mi padre muerto mientras hilvanaba la última agujita?
¿José, el herrero? ¿León, el alquimista?
¿Qué herencia es ésta, qué extraña soledad?
No dejo de trabajar lo poco que me queda. Con cada palabra que obtengo, pierdo más. A medida que las forjo, sé que me van arrebatando, quitando, dejando cada vez más solo, cada vez más único, cada vez más frágil, más indefenso, más identificable.
Habré dicho todo entonces, y bastará con que apenas una mano se eleve para arrojarme de los míos.
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Bandera
Un pequeño trapo grisado.
Un trozo de la sábana que agita mi sueño.
Varios hilos urdidos al azar de una noche.
Una tela obediente que limpiará mi boca
molesta de tierra y palabras
de palabras y labios
de vinos y de labios
borrados
en la línea
de mi mano
por la destejedora fiebre del mundo.
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Cosmos
Tu país no es ahora el mío.
Mi país no es ahora el tuyo.
Países y fronteras y límites
se han alzado sabiamente
dándonos la enormidad del mundo.
Pero yo quisiera tener de él lo más pequeño:
un dedo de una mano de un cuerpo
y soplarte el pelo con el aire de tu país
para aliviar tanta pólvora.
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El nadador
Yo, que me pierdo en olas de mundo
y que en cada paso que doy escapo a las redes.
Yo, que vacilo entre el caracol y el arpón.
Yo, que huyo del anzuelo y del mástil,
nadaré sin despertar por todos los mares,
nadaré hasta que cedan mis brazos
y de la costa quede un solo punto:
ése en el que estoy
mirando cómo nadan
los que vacilan frente al arpón
y miran
un punto de la patria
en que me desvanezco.
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Escribo para irme (siempre escribí para irme).
El recorrido de las páginas fue como el de las hojas de ruta; yo nunca he escrito: he dibujado nada más que mapas.
Hijo, nieto, biznieto de viajeros, he dado hijos (y daré nietos y biznietos) de viajero. A lo largo del tiempo, no habremos escrito el poema, pero acaso dejemos una tímida huella en el mar.
Si no hay final de libros, si no hay puertos, si cada hombre pesa lo que pesa un hombre, habrá al menos un oceánico adalid que nos ampare. Voy a su encuentro. Escribo para irme.
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He escrito siempre de lo mismo: del destierro.
Primero, por herencia. Luego, por destino. O por oficio. La literatura es permanente exilio, y nadie escribe porque se siente en su lugar, sino porque se siente fuera de un lugar. Escribiendo, la ilusión de la conquista de un territorio se hace presente, el mismo territorio se hace presente; todo lo que estaba lejos vuelve a recobrarse, y el que estaba fuera retorna a su país.
Hemos abandonado un primordial regazo que nunca verdaderamente recuperaremos. Escribimos, ahora, para dar testimonio de esa pérdida. Si nada hubiéramos perdido, nada escribiríamos. Si tuviéramos un país, no andaríamos buscando en estas páginas el eco de un país. La escritura es la patria del que escribe.
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He viajado mucho. O he soñado que viajaba mucho. He escrito libros cuyos títulos indican un transcurso, un pasaje por algo, desde algo.
He viajado mucho. O he soñado que viajaba. Me he movido. No me he movido. He pensado que me movía y he movido conmigo mi pensamiento. Así fui envejeciendo. Alrededor de mis manos, los hijos crecían, las plantas crecían, crecía el mundo. Mi mundo, en cambio, se achicaba y se angostaba porque mis viajes no sabían viajar, mi cuerpo no sabía trasladarse al paso de mi imaginación.
Todo, ahora, se ha detenido. Mi cuerpo, que nunca ha viajado, no viaja ya. Mi pobre imaginación, que nunca desbordó en tránsitos, cada vez mueve menos. Ahora viajo entre el libro y la lámpara, y trato de descubrir en ese infinitesimal espacio cuánto puede alojarse, cuánto de intacto hay para viajar.
Entre mi imaginación y yo, entre mis viajes y el viajero, entre el espacio quieto y el espacio celeste, entre la luz del día y la de mi linterna mágica, se mueve ahora un cosmos. Soy un capitán inmóvil dentro de un barquito de botella.