Southland / Nina Revoyr

(prólogo)

Hoy, el viejo barrio es temido y evitado, incluso por la gente que vive ahí. Aunque hay tiendas que esperan a los clientes justo al comienzo del Bulevar, la gente conduce hasta South Bay, o incluso a Westside, para ir al cine o hacer sus compras semanales. Las tiendas locales venden muebles de segunda clase y la ropa del año pasado, y a pesar de las promesas de los líderes de la ciudad en los meses posteriores a las revueltas, no están en construcción ni comercios más grandes ni escuelas nuevas. Quedan algunas huellas de ese otro tiempo —un tiempo en que la gente no sólo vivía en el barrio, sino que jamás lo abandonaba. Y si un extraño se fijara bien, un conductor que hubiera tomado el camino equivocado y terminado en sus calles desgastadas, si ese conductor mirara más allá de los letreros carcomidos y de las ventanas rotas o fisuradas, se daría una idea de lo que alguna vez fue el barrio. Aún siguen ahí la gran biblioteca y la primera escuela pública, con una chimenea en cada salón. Sigue abierto el Holiday Bowl —aunque ahora cierra al anochecer—, donde los obreros del turno vespertino jugaban boliche hasta el amanecer. Hay lugares donde las antiguas vías del tren aún se pueden encontrar bajo la hierba, y si el visitante se arrodillara y pusiera su oreja contra el metal dormido, tal vez podría escuchar el lento rumor del tren que solía hacer su recorrido desde el centro hasta el océano.
     Hoy, los niños se sienten atrapados en esa parte de la ciudad, y ya que han aprendido a reconocer —al observar las vidas de sus padres— los límites de su futuro, rompen todo lo que tienen a su alcance, que suelen ser ellos mismos. Pero en ese entonces, en ese tiempo diferente —el barrio incluso tenía otro nombre—, Angeles Mesa era un paraíso infantil. Era una meseta plana y fértil, y los campos de trigo y cebada eran escondites ideales para los niños. Los niños mayores tomaban prestadas las armas de sus padres y cazaban ardillas y conejos, puesto que Mesa formaba parte de la ciudad creciente sólo de nombre: todos sabían que aún era el campo.
     Los padres de los niños también amaban el barrio. Los que habían crecido en ciudades —ahí en California o en los estados lúgubres y húmedos del Este y del Medio Oeste— amaban el espacio de Mesa y el aire fresco que llevaba el aroma del jazmín en primavera y de la adelfa en verano. Los sureños no podían creer que hubieran encontrado un lugar tan franco y relajado como su propio hogar, y separado de sus trabajos en el centro por tan sólo un recorrido en tren. Era el mismo tren que los había traído aquí originalmente. La Cámara de Comercio había enviado un tren de muestra a hacer un recorrido por el país, repartiendo naranjas y postales de palmeras a quien quisiera aceptarlas. Parejas cándidas de recién casados, obreros carraspeantes, viejos aparceros con las manos endurecidas por años de trabajo duro: todos mordieron las dulces y jugosas naranjas y creyeron que estaban probando el paraíso. Y las naranjas eran mágicas porque, en lugar de saciar el apetito de la gente, lo atizaban. Ese vivo deseo comenzaba en sus papilas gustativas y descendía a sus corazones y estómagos hasta que la anticipación humedecía sus ojos. En Ohio, Misisipi, en Delaware y Georgia, se podía ver a la gente siguiendo al «California sobre ruedas», tropezándose sobre las vías tras el lento tren como si pensaran seguirlo por todo el país. Y lo hicieron. Tal vez no ese mismo día, ni esa estación, ni ese año, pero lo hicieron. Empacaron sus cosas y consiguieron que alguien más se las enviara. Reunieron a la familia y se dirigieron a California.
     Algunos fueron a Long Beach, buscando trabajo en los bulliciosos astilleros; o a Ventura, a ganarse la vida con el mar. Algunos fueron a San Fernando para estar cerca de las naranjas que los habían seducido, y algunos a Central Valley a pizcar uvas o pasas. Y algunos de ellos, después de vivir en otros lugares durante uno o varios años; después de comenzar en Little Tokio o en South Central o de seguir las cosechas alrededor del estado, compraron una parcela en Angeles Mesa. A buen precio. ¡Y lo que recibieron a cambio! Una tierra rica y acomodada entre montes salvajes. Y si sus vecinos hablaban un idioma diferente o tenían diferente color de piel, eso no importaba aquí —aunque sólo aquí. Si la gente tenía algún tipo de recelo o aprensión antes de venir, al llegar hacían sus sentimientos a un lado. Porque sus hijos jugaban juntos y se sentaban juntos en la escuela de la Calle 52. Porque era imposible caminar por el vecindario sin ver a alguien diferente.
     Hoy, incluso la Iglesia de Todos Sean Bienvenidos tiene barrotes de acero sobre sus ventanas, y muchos de los aparadores de las tiendas están vacíos. Los campos de fresas y los huertos están enterrados bajo el concreto, y los residentes de toda la vida no salen de sus casas por la noche. Aquellos con el dinero pero no el corazón para abandonar el barrio, cruzan por completo el Bulevar y se mudan a las lomas. Ahora nunca bajan, nunca se detienen en Mama’s Chicken and Waffles o en la barbería de Otis, que está cerrando, después de cuarenta años, por falta de clientes. Pero en ese entonces, en ese otro tiempo, que en realidad fue hace poco, el mercado de la esquina apenas podía mantener abastecidos sus estantes, o el Kyoto Grill tener suficiente comida lista, o la Iglesia de El Amor Me Ha Elevado, en Crenshaw (que en realidad está en Stocker) tener suficiente espacio para acomodar a sus fieles. E incluso cuando el área crecía y se transformaba —incluso cuando el Bulevar estaba a reventar de comercios y gente—, el sabor de Mesa no cambiaba. Siempre fue el-campo-en-la-ciudad, pero con un lugar céntrico para reunirse. Y ya que en Mesa había de todo —comida, boliche, iglesia y amigos, por no mencionar árboles, caza y un fondo de montañas—, nunca hubo motivo alguno para mudarse. Si un visitante hubiera venido en 1955, hubiera cerrado los ojos y escuchado las voces que lo rodeaban, habría pensado que se equivocó de camino y que estaba en Texas. Hubiera entrado en Harry’s Noodle Shop y confundido al pueblo con Little Tokio. Hubiera visto a un grupo de hombres recién salidos de la planta de la Goodyear, todos alrededor de un radio y escuchando un partido de beisbol. Estarían sentados sobre las canastillas para la leche, frente a una tienda cuyo dueño era un joven japonés, un veterano, que había trabajado ahí desde que era un adolescente, que contrataba él mismo a jóvenes locales, y que había escuchado tantas historias de sus clientes que se le estaba olvidando la propia.
     Quienes vivían ahí, quienes reían y bebían y seguían a los Dodgers, no sabían que eran diferentes. No sabían que su desdén por las reglas, observado desde afuera de Mesa, los convertía en excepciones, y su ejemplo no perduró.
     Hoy, si ese conductor perdido recorriera ciertas partes de la colonia, aún podría ver a algunos de los viejos residentes —japoneses y negros— en un lugar que el resto de la ciudad rebaja a gueto. Pero sus hijos y nietos, y también los hijos de sus amigos, se mudaron a otros sitios a construir sus propias vidas. En la ciudad donde la historia es inútil y el futuro se reinventa cada día, nadie tiene necesidad de cazar su propia comida; de robar moras de las parras; de vecinos en pares o tercias, sentados en bancas, con tazas de café, levantando el rostro para aceptar el sol de la mañana. Nadie piensa en el barrio, su pequeño mercado de la esquina. Nadie, incluyendo a los hijos de la gente que vivió ahí.
    

     Traducción de Julio Trujillo
 
 
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