Sobre la migración venezolana y su literatura / Silda Cordoliani

Menos de cuatro años han pasado desde que apareciera publicado Pasaje de ida, un libro que surgió de una preocupación personal, pero no obstante compartida por cantidad de venezolanos. Tan poco tiempo y parecen décadas, porque en este periodo no sólo hemos visto acelerarse el deterioro del país en todos los sentidos, sino que también, junto con ello y debido a ello, las despedidas se han multiplicado de tal forma que ya casi perdimos cualquier tipo de estadística sobre familiares y amigos. Aunque en verdad son los jóvenes los más dispuestos a emigrar, últimamente la tendencia ha llegado a alcanzar a personas de bastante más edad: mujeres y hombres de sesenta y setenta años dispuestos a iniciar una nueva vida en cualquier otro lugar del planeta, mucho más modesta, por supuesto, que la que les tocó a los cuarenta. Hay quien dice, y lo creo, que no existe venezolano, sea cual sea su nivel social, sea cual sea su tendencia política, que no se haya planteado la posibilidad de irse del país. Si hace cuatro años aún no acabábamos de asimilar la diáspora que nos amenazaba, en la actualidad la vivimos como parte integral de la desdicha generalizada.
      La lista inicial de los escritores fuera de Venezuela invitados para incorporar sus textos a Pasaje de ida llegaba a veinticinco, pero por diversas razones terminaron siendo incluidos sólo quince. Hoy día esa lista, como mínimo, se duplicaría, sobre todo por dos razones: primero, obviamente, porque el fenómeno migratorio no distingue oficios; segundo, por el impulso que en los últimos tiempos ha tomado la literatura venezolana (la de dentro y la de fuera); es decir, parecería que contamos con más poetas y narradores que nunca, lo que llevaría a preguntarnos si tendrá esto algo que ver con la urgente necesidad de trasmitir traumáticas experiencias.
     

Por otra parte, es necesario recalcar que todo migrante venezolano que haya superado la treintena carga con un dolor muy particular: el de la felicidad perdida. Lo que bien podría ser también un estímulo para la creación, pero que en la realidad cotidiana del que aspira a rehacer su vida en una sociedad ajena representa una gran desventaja, pues generalmente las aspiraciones están determinadas por ese pasado irrecuperable.
      A continuación se reproduce la presentación del libro Pasaje de ida, donde se compilan quince testimonios de escritores venezolanos en el exterior: Gustavo Guerrero, Miguel Gomes, Juan Carlos Méndez Guédez, Camilo Pino, Juan Carlos Chirinos, Armando Luigi Castañeda, Dinapiera Di Donato, Doménico Chiappe, Liliana Lara, Verónica Jaffé, Corina Michelena, Gustavo Valle, Gregory Zambrano, Israel Centeno y Blanca Strepponi.

Del país a la distancia
      Desde hace algunos años las despedidas son parte de mi vida. Prolongadas despedidas que comienzan mucho antes del día en que esa persona tan querida toma el avión llevando lo menos posible de equipaje, mientras nosotros seguimos acumulando objetos que nos van dejando en prenda. Tal vez habría que agradecer entonces las tantas dificultades por vencer, el largo tiempo que transcurre entre la decisión y el adiós, porque llegado el momento definitivo de la partida, la tristeza del vacío ya se ha hecho costumbre.
      Seguramente ésa ha sido la principal razón por la que surgió este libro.
      Después vienen las conversaciones a distancia, los chateos y correos como un ejercicio más, como un esfuerzo para no acabarse de ir, para que no se vayan del todo. La necesidad de superar la desazón y el desconcierto se hace mutua, como mutua la necesidad de apoyarnos en nuestros respectivos desarraigos. Porque el lugar de pertenencia, ese espacio que solemos llamar patria, son paisajes y cadencias, son experiencias y recuerdos, pero, sobre todo, son los afectos. Y si los paisajes se deterioran tan rápido, si las experiencias ya no sirven para entender la realidad y, además, los afectos se ausentan, también los que se quedan comienzan a vivir en estado de extrañamiento. «Me fui mucho antes de haberme ido», dice Israel Centeno.
      Para los venezolanos, la diáspora que hemos sufrido durante los últimos tiempos constituye una novedad, un fenómeno social insospechado pocas décadas atrás. Nos agarró de sorpresa, sin aparente aviso previo, y aún hay quienes guardan la secreta esperanza de que pueda ser revertida. Nada indica que hayamos asimilado todavía lo que significa para nuestra forma de vida, nuestra manera de relacionarnos y nuestra propia existencia, haber pasado de ser un generoso país de inmigrantes a un convulsionado país de emigrantes.
      Sobre exilios sí aprendimos suficiente durante los regímenes dictatoriales del siglo pasado, sufridos en su gran mayoría por políticos e intelectuales. De estos últimos quizás los casos más emblemáticos sean Rufino Blanco Fombona, desterrado durante más de veinte años en Madrid, donde escribió buena parte de su obra y fundó la famosa editorial América, y Mariano Picón Salas en su exilio chileno, tal como lo recuerda Gregory Zambrano.
      Pero, aquí y ahora, no se trata exactamente de exilio. «Las acepciones rigurosas de los términos destierro o exilio me son ajenas», sostiene Miguel Gomes, y con razón, pues en un mundo donde la saturación de posibilidades de comunicación disminuye en gran medida pesares y añoranzas, unas palabras como ésas no guardan demasiada vigencia. Por otro lado, sea cual sea el motivo, nuestra migración es un apartamiento escogido, que poco se corresponde con la carga semántica a la que remite un término tan fuerte como exilio.

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Los quince autores reunidos aquí son escritores o, más bien, creadores literarios, con al menos un libro publicado, a quienes se les solicitó una íntima reflexión sobre el país a partir de su quehacer literario. Poetas, narradores, ensayistas y críticos que han optado por una vida fuera de Venezuela, muchas veces por simples circunstancias del destino, otras impulsados (u obligados) por las nada favorables condiciones políticas y sociales. De cualquier forma, lo que parece agruparlos más allá de su pasión creadora es el improbable retorno. De allí tal vez que en la mayoría de estos textos resulte evidente un dolor que supera en mucho a la simple nostalgia. Y es que este país, como certeramente advierte Gustavo Guerrero, se ha convertido en una «materia problemática», en un enigma cuya búsqueda de resolución quizás inquiete bastante más desde la distancia.
      Nada de extraño tiene entonces que algunos de los invitados a este proyecto hayan insistido en su dificultad para escribir sobre el tema, o —siguiendo a Juan Carlos Méndez Guédez— para «hablar de Venezuela sin que [les] falte el aire»; dificultad que puede haber sido la causa de que algunos otros convocados no estén presentes. Asimismo, esto explicaría, en parte, la abundancia de textos fragmentarios, e incluso las imágenes fotográficas con que Verónica Jaffé y Doménico Chiappe complementan los suyos. En parte, digo, porque al tiempo que se trata de cohesionar los contradictorios sentimientos que despierta lo dejado atrás, las experiencias de extranjería también reclaman su lugar en el espacio emocional de los migrantes.
      Recuerdos que emergen como una antigua película en sepia, intensos testimonios de vida, reflexiones sobre el país y el trabajo con la palabra que los une, querencias y asombros, imágenes y sueños emergen de estos textos tan variados como las vivencias y las voces literarias de quienes los ofrecen. Un caleidoscopio de la patria vista desde lejos. Ellos, escritores, diestros en el oficio y sus recursos, han logrado nombrar lo que tanto cuesta nombrar.
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En un inicio contemplé la idea de agruparlos según los asuntos más resaltantes de cada trabajo para proponer así cierto orden de lectura. Más tarde comprendí que esto no iba a resultar del todo justo, pues al restringirlos podía restar importancia precisamente al carácter fragmentario de muchos de ellos y, por tanto, a la diversidad de aspectos a los que apuntan. Preferí entonces organizarlos de manera más convencional, de acuerdo con un orden temporal en este caso, comenzando por el autor que dejó el país más temprano, en 1983, hasta Blanca Strepponi, quien partió en 2011.
      Finalmente, creo importante señalar aquí que en ningún otro momento Venezuela ha tenido tantos de sus escritores fuera. Sabemos, y es ya un lugar común decirlo, que a diferencia de lo que ocurría con otros creadores latinoamericanos, sus viajes tuvieron siempre un pasaje de regreso. Incluso, ni los más férreos opositores de los gobiernos de la última mitad del siglo xx llegaron a emigrar. Para bien o para mal, Venezuela brindaba una seguridad (y comodidad) que nadie parecía estar dispuesto a poner en riesgo. Acaso ­—también se ha dicho— sea ésta una de las razones por las cuales la literatura venezolana ha tenido tan poca proyección. Cabe pensar entonces que este flujo de escritores prolongando el país más allá de sus fronteras trae consigo buenos augurios para la literatura nacional, para una tradición cultural que mucho ha tenido de ensimismada. Como prueba: los nombres venezolanos que figuran cada vez más en catálogos editoriales extranjeros. Varios de ellos presentes en este libro.

l                                                      Pasaje de ida, de Silda Cordoliani (comp.).
      Editorial Alfa, Caracas, 2013.

 

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