Un cuarto vacío con sillas de madera en torno a una plataforma. Van entrando indiferentes con pasos lentos, haciendo blandas muecas en forma de saludo. Se acomodan apretujados, asegurándose la vista desde su asiento a la plataforma. Abren cajas y maletines para disponer los materiales. Huele a pintura, a disolvente. Una lámpara de metal proyecta luz sobre la plataforma. Se respira un ambiente de imperturbabilidad a la vez que de expectativa. La travesía comienza. Una lengüeta escurridiza, vertiginosa hacia su eventual culminación, entre cuatro paredes deslavadas. Se aflojan los brazos, con trebejos en manos y regazos, a la espera, en una serenidad atenta, un sopor mezclado de curiosidad, de excitación contenida en el fluir de un río interior que circula hacia las pupilas y de ahí a las manos, a las yemas, para desbordarse grado a grado, rítmicamente, en el tacto, con el contacto del color, grafito o carbón sobre el papel o la tela.
Todavía queda la plataforma vacía. La espera se alarga. Se condensa el aire por la respiración y el calor de los cuerpos, tan cercanos entre sí que se rozan con el menor movimiento. Enrarece la atmósfera aun más el calor que proyecta la luz amarillenta de la lámpara. Brotan de las frentes algunas gotas de sudor. El brillo de la piel compite con el de los ojos, sedientos del ardor de la visión. Algunos miran hacia el suelo, desplomándose momentáneamente en la observación de pensamientos dispersos, en forma de polvo, en su mayor pureza o abstracción. Otros, en lo que pareciera un acto mecánico, la iniciación del rito, comienzan a frotar el papel con manchas informes, de tonos grises o cálidos: el fondo que cobijará un cuerpo.
Llega el momento. La directora de la escenografía acomoda las telas, el cojín, el banco o la silla sobre la plataforma. Se agrega al conjunto un recipiente de vidrio con una flor de papel. Un perrito faldero olisquea entre las piernas para recostarse al borde del tablado.
Se anuncia la entrada. Todos se yerguen del letargo, en un movimiento repetido, rutinario, que inaugura la posibilidad del delirio.
Un joven de estatura mediana se acerca a la plataforma. Lleva pantalones de mezclilla y playera blanca. Se mueve con discreción y timidez. Es casi imperceptible su presencia. Estuvo ahí muchos minutos antes sin que nadie lo notara. Se había acercado con pasos suaves, sigilosos, esperando la disposición del decorado para cumplir su destino o su vocación, nacida del deseo o de los sueños, ocultos ante la conciencia, de despertar florecimientos hacia el asombro.
Congregados todos en una demora extraña, mezcla de método y magia. La plataforma es el sitial privilegiado abierto a lo sagrado. La posibilidad del deslumbramiento por la fragilidad de un cuerpo.
La modestia no lo distingue. Inclina el rostro. Las manos son delgadas. La parte superior de la cabeza es más angosta. No habla. Los circundantes lo omiten para fijarse en cambio en un banco, la tela que lo envuelve, el vaso de vidrio, el perrito, la grisura del piso. Todo continua en calma o contención, bajo un ritmo preciso.
La transición hacia ese otro espacio, el de la contemplación, se da con el espesor inconsciente de lo experimentado en la plenitud de lo vivido, por la crispación de la mirada tejida de ensueño. Una cadenciosa confluencia o vertimiento en el arrullo anterior al verbo, cuajado en las humedades de la boca, especialmente bajo la lengua. Un flotar en la vía láctea, acuosa, de la fantasía. Un sumergirse en una materia resbaladiza, mullida, surtidora de imágenes en elipse y sus ilaciones. La cornucopia del discurrir, ahora intangible, que acicatea el pensamiento y los sentidos hacia el momento del deslumbramiento por el encuentro entre la mirada, el tacto, el sueño o el deseo en su regocijo, y la luz.
En el centro de todo, sin que se pudiera saber el comienzo o la llegada de la ofrenda, un cuerpo de hermosura suprema. Las tonalidades solares de la piel recubren la fuerza y el donaire de un gladiador. Cada músculo tenso, perfectamente torneado sobre el vigor armonioso de un pecho afelpado, dibuja una divinidad. Los muslos tienen la medida exacta del esplendor. Los tesoros de proporción celeste se concentran y desenfrenan en voluptuosos contornos, esculpiendo ante miradas abstraídas, atónitas, una figura sublime, desconocida hasta entonces, aparecida por mágico arrebato en ese punto de la noche, derramado a partir de esa súbita reminiscencia desde el territorio marítimo, expansivo, de la conciencia, atenta, en su concentración mayor por los laberintos silenciosos de la interioridad, a las formas soberbias de la hombría, lengüeteadas por ávidas pupilas, remojadas en somnolencias, anudadas en manos y tactos durante esa proximidad con la figura del mancebo, en busca de ese tránsito misterioso, con el inexplicable hormigueo que provoca la belleza absoluta, hacia las estrellas, de mayor infinitud o número que todos los granos de arena.