Siete tesis para recordar a Octavio Paz / Enrico Mario Santí

100 años de Octavio Paz

 
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El 31 de marzo de este año Octavio Paz habría cumplido un siglo de vida. Un poeta laureado con el Premio Nobel que también escribió sobre historia y desafió por igual a estados y gobiernos. Un intelectual entregado a la causa de la libertad y, en particular, la libertad de pensar y crear. Un hombre que cantó al amor, al tiempo que analizó la soledad: la del mundo actual y también la suya propia.
     Pero en realidad es imposible resumir la carrera de Octavio Paz. Sus Obras completas abarcarán más de catorce tomos, cada uno de los cuales, en promedio, consta de quinientas páginas, con temas que van de la poética y la teoría literaria a la antropología y la crítica de las artes plásticas. Igualmente difícil sería encontrar una vida paralela a la suya. Como Reyes, su paisano, o Borges, su contemporáneo, fue un humanista, un poeta y un ensayista de amplios alcances. Pero el repertorio de la obra de Paz excede los límites de Reyes y Borges, quienes no incursionaron ni en la crítica de las artes visuales ni en debates sobre política e historia. Valéry y Eliot, por tomar dos casos más o menos semejantes de medio siglo, fueron sobre todo poetas y ensayistas, pero escribieron relativamente poca crítica de la cultura. Tanto Unamuno como Ortega y Gasset, dos ejemplos preclaros del dominio hispánico, produjeron obras en grandes cantidades, que toman sus temas de una amplia gama de la filosofía. Pero ni uno ni otro mostraron una sensibilidad semejante hacia las artes visuales, la cual perdura como una de las mayores contribuciones de Paz. Ninguno de los dos españoles tampoco reflexionó sobre el Oriente, nuestro gran Otro, a la manera creativa y perseverante de Paz; como tampoco lo hizo, por cierto, Neruda, el único poeta latinoamericano de importancia al que Paz se puede comparar, quien pasó temporadas en Oriente, aunque a disgusto.
     Pocos han sostenido el poder convocatorio, en el preciso sentido de «llamar a su lado», comparable al de Octavio Paz. Fundó, a lo largo de su vida, por lo menos seis revistas. En ellas escribió sobre todos a quienes consideró dignos de promoción, realizando así las carreras no sólo de poetas y escritores, sino también de pintores, críticos literarios, filósofos y personajes de la cultura. Su influencia va más allá del mundo hispánico, y llega hasta casi todos los países de Europa y algunos de Asia. Esa influencia se debe, en gran medida, a la variedad de temas presentes en su obra, rasgo inusual que permite a todo lector identificarse con la voz que escribe. El vocero mundial de la hoy tan cacareada «cultura global» fue, precisamente, Octavio Paz. En su obra convergen culturas, tiempos, espacios, idiomas y tradiciones. Dijo Borges alguna vez sobre Quevedo, el mayor poeta de España, que había escrito tanto que, más que un escritor, era una literatura. No menos puede decirse de Octavio Paz.

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Cómo fue que Octavio Paz se convirtió en esta clase de escritor puede explicarse, en parte, por sus circunstancias históricas. Estuvo presente, como se sabe, en los principales acontecimientos de este siglo: de la Revolución mexicana, en medio de la cual nació, a la Guerra Civil española, en la que participó. Del París y el Tokio de la posguerra, donde vivió como diplomático, a los hechos sangrientos de 1968, tras los cuales renunció a su cargo de embajador, en señal de protesta; de la Guerra Fría a la caída del Muro de Berlín, asuntos sobre los cuales escribió en cantidad. Pero a pesar de haber presenciado todos estos eventos históricos y políticos, la obra de este escritor mexicano se distinguió sobre todo por privilegiar a la poesía. No exagero al decir que toda su obra constituye una extensa y poderosa defensa de la poesía. Contadas veces a lo largo de la historia intelectual de Occidente, y sólo una o dos en lengua española, un escritor ha concedido a la poesía semejante importancia, rebasando así los estrechos límites de lo que llamamos las Bellas Artes. Llegó a hacer de la poesía el cimiento de la cultura, y defendió su prioridad en relación con otros discursos o modos de conocimiento, incluso del instinto religioso. Porque según Paz, la experiencia de la Poesía, que para él era la experiencia de la otredad, la extrañeza del ser, es anterior a la experiencia de lo Sagrado. Esto implicó, para Paz y para todos nosotros, que la antigua disputa entre filosofía y poesía en Occidente quedara a un lado. Dice Paz:

La poesía, como la filosofía […] es una actividad anfibia […] que participa en las aguas movientes de la historia y de la limpidez del movimiento filosófico, pero que no es ni historia ni filosofía. La poesía siempre es concreta, es singular, nunca es abstracta, nunca es general.

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La tensión que sostiene la totalidad de la obra de Paz asombra a cualquiera que se acerca a ella. A falta de una descripción más precisa, es posible decir que esta tensión se establece entre pureza estética y contaminación social. El propio Paz solía contar una anécdota que la ilustra. Comiendo un día a finales de la década de los treinta con los poetas del grupo Contemporáneos —Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, José Gorostiza, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, Jaime Torres Bodet—, éstos apuntaron la perturbador contradicción que atravesaba su joven obra. Su poesía, heredera de la tradición simbolista, trataba los temas acostumbrados en un lenguaje tradicional: naturaleza, deseo, el yo. Pero sus opiniones políticas, cerca de marxistas y anarquistas, favorecían, en términos por demás estridentes, una revolución social. Tal vez a resultas de esa reunión con sus mentores, Paz escribió poemas políticos, de los cuales unos pocos, como la oda a la segunda República española, «¡No pasarán!», llegó a incluir, como excepción, en sus Obras completas. Pero a lo largo de su vida, Paz siguió siendo una especie de figura de Jano en lo que toca a la relación entre Poesía e Historia. Tal vez sea esta característica la consecuencia menos conocida de los lazos entre Paz y el Surrealismo. Porque en la opinión de los surrealistas, la revolución de la sociedad no debía confundirse con la del poema ni, para el caso, con la del espíritu.
Edward Hirsch, el distinguido poeta estadounidense y autor de un conmovedor ensayo en homenaje a Paz, ha escrito sobre esta partición:

Paz tenía un agudo sentido de las responsabilidades cívicas del poeta. Participó en la lidia política con energía como enviado diplomático, como fundador de numerosas revistas, como polémico pensador crítico. La reputación erudita de Paz, sus libros sobre historia y política contemporáneas, amenazaron hacer sombra sobre su obra poética, a pesar de que todo lo que escribió nació de su entrega a la poesía.

Paz defendió esta partición, esta doble actitud hacia Poesía e Historia, a veces contra sus críticos. Interesado por las dos, no por ello dejaba de sentir que cada una tenía sus propios géneros literarios, sus manifestaciones y hasta sus ocasiones. Reaccionaba, de esta manera, contra la historia más reciente de la poesía moderna, cuya posición frente a las convulsiones políticas del siglo había extremado las opciones poéticas. Poetas como Yeats, Valéry, Juan Ramón, Rilke o Eliot habían continuado la tradición por igual de románticos y simbolistas: lejanía de la sociedad e indiferencia hacia ella con el fin de aislar a la imaginación de la barbarie cotidiana a través de la impersonalidad poética. Otros, como Pound, Neruda o Brecht, se fueron al otro extremo al reclamar del lenguaje poético una retórica civil y del poeta un compromiso político. Así fue que Paz, aun de joven, se llegó a separar de sus primeros dos modelos, inmediatos y opuestos: Xavier Villaurrutia y Pablo Neruda. El primero, poeta introspectivo de la muerte y el idioma; el otro, bardo apasionado del amor corporal y el «compromiso». Se acercó, en cambio, a otros cuyo uso del idioma cotidiano le era más afín: Machado, Cernuda y Frost, a quienes llegó a conocer personalmente. Como Machado y Frost, Paz emprendió la tarea de acercar el lenguaje a la experiencia humana sin ser traicionado ni por la imaginación abstracta ni por el sectarismo político. En 1979, años después de haber rebasado estos modelos, resumió todo ese peligroso funambulismo en una poderosa declaración:

Entre la persona más o menos real y la figura del poeta las relaciones son a un tiempo íntimas y circunspectas. Si la ficción del poeta devora a la persona real, lo que queda es un personaje: la máscara devora al rostro. Si la persona real se sobrepone al poeta, la máscara se evapora y con ella el poema mismo, que deja de ser una obra para convertirse en un documento. Esto es lo que ha ocurrido con gran parte de la poesía moderna.

Al escoger esta poética de la «cuerda floja», como aquel que dice, donde la poesía no es confesión ni documento, y al reconocer la naturaleza precaria de todo lenguaje poético, Paz se percató, hacia fines de los años cuarenta, de que debía dirigir su fáustica curiosidad hacia dos actividades paralelas: la poesía y el ensayo. A veces, es cierto, no pudo separarlos. Contra todos los imperativos racionales y geométricos, terminó juntándolos. Así, muchas veces cuando transitamos por la poesía de Paz —de las reflexiones introspectivas de Libertad bajo palabra a la pasión desesperada de La estación violenta, de las meditaciones orientales de Ladera este a la conciencia histórica de Vuelta y árbol adentro — encontramos una creciente incorporación de especulaciones filosóficas y comentarios históricos, como si la percepción poética debiera sostenerse cada vez más sobre un razonamiento metódico. Lo contrario, es decir, la incorporación del procedimiento poético a la prosa, tal vez sea menos frecuente. Y sin embargo, tras su definitivo regreso a México, a principios de los años setenta, empieza a producirse una paulatina fusión de sus personalidades poética y política.

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Tal vez lo más crucial sea que, bien escribiendo prosa o verso, bien sobre sí mismo o sobre historia, la experiencia que Octavio Paz invocaba sin falta era la poesía: atalaya desde la cual todo debate contemporáneo sobre cultura y sociedad podía ser atendido y juzgado. Para Paz, Poesía no era meramente la actividad de escribir versos, sino una manera, a la vez escurridiza e implacable, de acercarse a la condición humana. Fue el discurso poético el que le otorgó una autoridad moral fuera del tiempo, trascendiendo así a la historia misma. No es otro el argumento de El arco y la lira (1956), piedra angular de su poética, y algunas de cuyas líneas principales ya estaban presentes durante los años treinta y cuarenta. Para Paz, la Poesía es el núcleo alrededor del cual gira toda la cultura humana. También era, por tanto, el centro privilegiado desde el cual podía interpretarla.
Al recibir el Premio Alexis de Tocqueville, en 1989, Paz dijo:

Quise ser poeta y nada más. En mis libros de prosa me propuse servir a la poesía, justificarla y defenderla, explicarla ante los otros y ante mí mismo. Pronto descubrí que la defensa de la poesía, menospreciada en nuestro siglo, era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos políticos y sociales que han agitado a nuestro tiempo.

Uno de los peores malentendidos que persiguieron a Octavio Paz a lo largo de su vida, y podría decirse que aún después de su muerte, es que ese descubrimiento y construcción de la poesía como plataforma para juzgar hechos históricos fue interpretado como un intento por parte de Paz de erigirse en autoridad divina: especie de oráculo a la mexicana. Importa comprender que Paz siempre habló de la defensa de la Poesía, no del poeta. A diferencia de Shelley, quien alegaba que los poetas eran «irreconocidos legisladores de la humanidad», pensaba que había otra ley: la Poesía. ¿Pero entonces cómo distinguir, al decir de Yeats, the dancer from the dance? ¿Es acaso posible separar las opiniones personales e interesadas del poeta de los requisitos impersonales de la moral poética? Contestó con sencillez. La legitimidad de toda ciudadanía poética se encuentra no tanto en la dicción personal del poeta como en la capacidad que demuestre para incluir a los otros en su discurso. Esto es, la fascinante habilidad que posee el poeta para incluir a quienes se encuentran más allá de su propia experiencia personal incluso cuando —como el loco, o como el niño— hable consigo mismo.
     A esta sencilla verdad le siguen otros corolarios. Más allá del poeta, está el poema; más allá del poema, está la Poesía; más allá de la Poesía, está el lenguaje; y más allá del lenguaje, están la Naturaleza y, por supuesto, el tiempo. Así como la Poesía habla a través del poema, es el lenguaje el que habla a través de la poesía y, por tanto, a través de cada uno de nosotros. Poesía y lenguaje fueron para él, en última instancia, dos horizontes ontológicos que, junto al tiempo, circunscriben la experiencia humana y ponen en claro los límites del sujeto. No es la persona quien construye el lenguaje; es el lenguaje quien construye a la persona. Y lo mismo vale para la Poesía, el poema y el poeta. Es la Poesía la que habla a través de todos ellos.

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Resulta consecuente identificar en esta declaración una polémica entre Paz y la mayor presencia filosófica de nuestro siglo: Martin Heidegger. En efecto, Heidegger pensaba que el último horizonte ontológico era el tiempo. Así, Heidegger privilegió el lenguaje, y en especial el lenguaje poético tal como lo maneja el poeta lírico —cuyo prototipo, a sus ojos, era Hölderlin—, porque la poesía revelaba el Ser, con lo cual el poeta pasaba a convertirse en lo que Heidegger llamó «el pastor del Ser»: Hirt des Seins. Paz pone distancia de por medio con respecto a Heidegger para acercarse a Wittgenstein, la otra gran presencia filosófica de nuestro siglo, para declarar que el poeta es el siervo, no el pastor de la Poesía, y que la meta de la Poesía no es Lenguaje, o ni siquiera el Ser, sino el silencio. Poco antes de fallecer, escribía:

El escritor dice literalmente lo indecible, lo no dicho, lo que nadie puede o quiere decir. Por tanto, todas las grandes obras literarias son cables de alta tensión, pero no eléctricos sino morales, estéticos y críticos.

Durante su estancia en la India había escrito, a su vez:

No es poeta aquel que no haya sentido la tentación de destruir el lenguaje o de crear otro, aquel que no haya experimentado la fascinación de la no-significación y la no menos aterradora de la significación indecible.

Los críticos concuerdan, y con razón, en vincular estas ideas con el contacto que tuvo Paz con el pensamiento oriental, y en especial el budismo y su notoria abolición del sujeto. Pienso, sin embargo, que a pesar de la evidente importancia que el budismo y el pensamiento oriental tuvieron en Paz, él mismo preferiría que viéramos la experiencia poética no a la luz de una experiencia filosófica o religiosa dada sino como la condición suficiente de cualquier experiencia subjetiva. Me atrevo a sugerir, sin embargo, que a Paz sólo le interesaba Buda en tanto su silencio pudiera convertirse en meta del conocimiento y, por tanto, pudiera servirnos de modelo para comprender el fenómeno poético.

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Igualmente grave fue el malentendido con que fueron recibidas las posiciones políticas de Paz, en especial tras su regreso definitivo a México en 1971. Resulta a todas luces irónico que después de ese regreso haya habido temporadas en que Paz llegara a ser más conocido en México por sus opiniones políticas que por su poesía, mientras que en el resto del mundo (y en especial en Francia y Estados Unidos) la situación era diametralmente opuesta. Es precisamente durante estos años que Paz renuncia a su cargo de embajador en la India, en repudio del sistema de gobierno unipartidista mexicano; cuando también propone la llamada «crítica de la pirámide» contra las izquierdas mexicana y latinoamericana, muchas veces a través de sus revistas Plural y Vuelta. En su propia tierra, sus enemigos, cuya inmensa mayoría proviene de la clase privilegiada del partido oficialista, lo tildaron o bien de reaccionario y anticomunista rabioso, o bien de haber abandonado sus orígenes revolucionarios para abrazar las conspiraciones neoliberales del propio priy del imperialismo estadounidense. Es bien sabido que cuando Paz se atrevió a criticar públicamente las tendencias violentas del sandinismo en 1984, una turba organizada quemó al poeta en efigie frente a la embajada norteamericana. Poco después, la Unión Soviética se desplomaba con el resto del bloque socialista, bajo el peso de su autoritarismo e incompetencia. Paz recibió el Premio Nobel en 1990 y luego fue recibido triunfalmente en México, con todo y mariachis y botellas de tequila. Pero a pesar de esta victoria, sin importar que el sistema político mexicano en parte deba su reciente apertura gracias a sus fuertes y oportunas críticas, sin importar ni siquiera su propia desaparición, nadie en México ha tenido la delicadeza, sensibilidad o cordura de retractarse públicamente para tratar de limpiar este bochornoso incidente.
     Incluso en Estados Unidos, donde se le aclama como poeta y pensador, se pasan por alto la gran mayoría de sus ensayos históricos y políticos, y su pensamiento se ve con desdén en ciertos círculos, en especial entre académicos estadounidenses de dudosa filiación ideológica. En algunas universidades del Oeste, por ejemplo, el nombre de Paz es anatema, debido en parte al absurdo resentimiento de un puñado de influyentes profesores méxico-americanos que se niegan a leer sus obras y a veces hasta llegan a prohibir su lectura a estudiantes. En cambio, en los tiempos turbulentos que corrieron a partir de los años setenta, lo que Paz celebró fue la causa de la libertad, y no precisamente la derrota de la izquierda o el desplome del comunismo. Poco antes de recibir el Premio Nobel escribió:

La libertad es la dimensión histórica del hombre, porque es una experiencia en la que aparece siempre el otro. Al decir sí o no, me descubro a mí mismo y, al descubrirme, descubro a los otros. Sin ellos, yo no soy. Pero ese descubrimiento también es una invención: al verme a mí mismo, veo a los otros, mis semejantes: al verlos a ellos, me veo. Ejercicio de la imaginación activa, la libertad es una perpetua invención.

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Sí: la poesía tiene derechos. Tiene el poder que proviene de un poder superior: la marginalidad a la que la modernidad ha relegado el discurso poético, incapaz de producir nada de valor, salvo tal vez las preguntas que la poesía siempre plantea. A saber: ¿Quién soy yo? ¿Por qué estoy aquí? ¿A quién amo? O ¿quién me ama a mí? La poesía tiene el derecho de inventarme mientras la escribo, tanto como yo invento al otro mientras el otro me inventa a mí. Así pues, la poesía no es sólo un derecho sino un ritual o ceremonia que comienza en el mutuo reconocimiento y termina en la experiencia que llamamos amor. Uno de los grandes poemas de su última época dice:

Memoria: cicatriz:
—¿de donde fuimos arrancados?,
cicatriz
memoria: sed de presencia,
querencia
de la mitad perdida.
El Uno
es el prisionero de sí mismo,
es,
solamente es,
no tiene memoria,
no tiene cicatriz:
amar es dos,
siempre dos,
abrazo y pelea,
dos es querer ser uno mismo
y ser el otro, la otra;
dos no reposa,
no está completo nunca,
gira
en torno a su sombra,
busca
lo que perdimos al nacer;
la cicatriz se abre:
fuente de visiones;
dos: arco sobre el vacío,
puente de vértigos;
dos:
Espejo de las mutaciones.

La poesía tiene el derecho a nombrar la libertad en nombre del lenguaje, y a nombrarse a sí misma en nombre de la libertad. Tiene también el derecho a cuestionar el lenguaje, y tiene el derecho a cuestionarse a sí misma, e incluso a destruirse a sí misma junto al lenguaje en nombre de la vida y del amor.

Coda
Vi a Octavio Paz por última vez en vida el primero de abril de 1998. Había ido a llevarles flores a él y a su esposa Marie-José a la Casa de Alvarado, en Coyoacán, mansión colonial que fue su último hogar y hoy es sede de la fundación que lleva su nombre. El día anterior había viajado a México para presenciar un homenaje especial con motivo de su octogésimo cuarto cumpleaños. Esa noche me entristeció que se sintiera demasiado débil para asistir, y que ninguno de los amigos ahí reunidos lo pudiese llegar a ver. Había ido a Coyoacán con la esperanza de verlo, y tal vez de despedirme antes de regresar a Washington.
     Era un día soleado, con aire de primavera. En cuanto llegué, Marie-José me informó que su esposo se sentía mal y que, por desgracia, no podía recibirme. Pensé: Abril es el mes más cruel. Maté el tiempo conversando con mis amigos Guillermo Sheridan, director de la Fundación, y Eliot Weinberger, el traductor norteamericano de su poesía, cuando de pronto volvió a aparecer Marie-José anunciando que su esposo había despertado y quería que lo llevaran al patio, donde brillaba el sol y una fuente cantaba. Vimos a Marie-José empujar la silla de ruedas. El poeta vestía un suéter grueso y una manta cubría sus piernas. A pesar de su aspecto débil y estragado, me llenó de emoción volver a verlo. Recuerdo haber saltado y estrechado sus manos. Perdido en el silencio, miró las mías y alzó un rostro radiante, todo dientes y ojos azules, rostro inocente que, sin embargo, permaneció callado. «Es sonrisa de amigo», dijo su esposa, como traduciendo la cortesía. Pero tanto él como yo sabíamos que no quedaba nada que decir, salvo tal vez lo indecible, que ni uno ni otro dijimos, porque en realidad ya lo sabíamos.
     Mis amigos llegaron a recogerme. Musité torpes despedidas, y como de costumbre, a Octavio le di un abrazo. Al tiempo que cruzaba la puerta de esa casa colonial, con su fuente cantarina, no pude evitar una última mirada hacia atrás y pensar que ésa era seguramente la última vez que le vería. No me abandona la tristeza que sentí en ese momento. Sí sé, en cambio, que esa sonrisa, esa mirada, ramo azul, y, sobre todo, ese magnífico silencio suyo nos protegerán y sostendrán, a sus lectores y sus amigos, durante el próximo milenio. Tal vez más.

Traducción del inglés de Mauricio Sanders y el autor

Obra poética (1935-1988). Seix Barral, Barcelona, 1990, pp. 758-759.
 
 

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