Señales en un mapa inconcluso. Poesía y espiritualidad / Jorge Esquinca

1
Espíritu,pneuma (en hebreo ruah), no se contrapone a cuerpo ni a materia sino a «carne» (sarks), en el supuesto de que ésta puede abarcar, en el caso del hombre, tanto su cuerpo como sus componentes anímicos y mentales, o su «corazón».
    
     Nací a mediados del siglo pasado en el seno de una familia católica de clase media. Como la gran mayoría de los niños mexicanos de aquella época, fui bautizado y a mis siete años recibí el sacramento de la comunión. Recuerdo mi ánimo temprano al asistir a la misa dominical como una mezcla de asombro y hastío; las restricciones de la cuaresma que culminaban con el viacrucis y, finalmente, la Navidad como un acontecimiento que esperábamos a lo largo de todo el año. Recuerdo que alguna vez, en el mes de mayo, acompañé a mis hermanas a «ofrecer flores» a la Virgen, un rito reservado sólo para las niñas; tengo muy presentes la limpidez de sus vestidos blancos, el olor de los azahares, los cánticos: «Venid y vamos todos / con flores a María, / con flores a porfía, / que madre nuestra es». En la escuela nos enseñaban los conceptos básicos de la religión mediante un catecismo compuesto por un sistema de preguntas y respuestas que debíamos aprender de memoria:
      
     Pregunta: ¿Qué es un dogma?
     Respuesta: Un dogma es una verdad revelada por Dios que debemos creer aunque no podamos comprender.
      
     Y así por el estilo. Rezábamos con frecuencia el rosario, nos confesábamos, hacíamos penitencia, comulgábamos. Las verdades de la fe se nos imponían con severidad y eran incuestionables. Aunque la sola idea de morir se nos antojaba lejana o como algo que les sucede exclusivamente a los viejos, la posibilidad de morir en pecado y ser arrastrados a los tormentos del infierno alimentaba nuestras pesadillas. Se nos invitaba a sostener durante unos segundos la palma de la mano en la llama de una vela, para, enseguida, aleccionarnos: «¿Puedes imaginarte una eternidad entre las llamas de un fuego mil veces más poderoso?». Dios Padre era misericordioso pero implacable en su juicio. Jesús había dado su vida, en medio de atroces sufrimientos, para redimirnos. El Espíritu Santo —que sopla donde quiere— podría, o no, asistirnos. En medio de nuestro desamparo sólo encontrábamos una imagen conciliadora, a la que podíamos acudir en busca de protección y alivio: la Virgen Madre, la Santísima Virgen María. No olvido los cánticos: «Oh María, Madre mía, / oh consuelo del mortal, / amparadme y guiadme / a la Patria Celestial». Yo leía, además de las historietas de la época (Kalimán, Memín, El Llanero Solitario), las biografías relatadas en la serie Vidas Ejemplares que nos compraban los domingos, al salir de la iglesia; vidas de santos y de santas siempre acechados por los tres grande enemigos del alma: carne, demonio y mundo. Algunas de estas historias —la de Rosa de Lima, la de Francisco de Asís— habrían de marcarme tanto como las leyendas de la mitología griega que nos leía la abuela en El tesoro de la juventud y las clases de Historia de México, con su buena carga de héroes que habían ofrendado sus vidas para darnos patria y libertad. No olvido mis sueños de entonces, ser héroe o santo, ¿podía haber un mejor destino? Sin fanatismo, insertos de manera natural en el orbe del catolicismo mexicano, con una fe que se ejercía cotidianamente en la práctica, vivíamos en la familia.
     Tímido, aunque propenso a echar a volar la imaginación, sentía palpitar con fuerza mi corazón en presencia de las niñas; bullicioso, canalizaba esa energía en el campo de futbol. Pero ¿quién o qué era yo realmente? Crecido en la provincia —pese a las noches de insomnio que ya se anunciaban—, viví días envueltos por una luz radiante, de dicha auténtica, hoy ausente. Muchos años después, no pude menos que asentir al leer el epígrafe de Wordsworth que Octavio Paz escogió para el más íntimo de sus poemas: «Fair seed—time had my soul, and I grew up / Foster’d alike by beauty and by fear…».
    
     2
     Espíritu no se contrapone a materia; a mundo físico y terrenal; mucho menos a necesidades y deseos. Repárese en que, en hebreo, ruah puede ser de género femenino.
    
     María del Consuelo Sánchez Santos de Azcárate era el nombre de mi abuela materna. Ella nunca lo supo, pero desempeñó un papel crucial en las etapas iniciales de mi educación sentimental y, por supuesto, espiritual. En plena madurez, con una belleza heredada de su madre española, salía del baño cotidiano envuelta en una bata de seda blanca y, con el cabello todavía húmedo cayéndole por la espalda, comenzaba a maquillarse frente al espejo oval de su tocador. Mientras lo hacía, encendía un Raleigh con filtro al que daba una larga fumada para depositarlo después en un cenicero azul de porcelana. Yo la contemplaba echado en la alfombra, desde donde tenía una visión muy cercana de sus pies pequeños con las uñas cuidadosamente pintadas de rojo, sus pantorrillas delgadas y, a veces, fugazmente, una de sus rodillas. Miraba su rostro en el espejo, la veía aplicar con mano diestra las cremas, el aceite de almendras, el rouge y las sucesivas capas de maquillaje; pasar el cepillo por el cabello castaño, el perfume en el cuello y, finalmente, el lipstick que deslizaba morosamente sobre sus labios y cuyo exceso retiraba colocando entre ellos un pañuelo. Sus labios quedaban impresos en la tela y en la embocadura del cigarro. Yo aguardaba ese momento, pues sabía que, instantes después, mi abuela iría a su vestidor y dejaría sobre el cenicero el cigarro todavía humeante. Ávido, aprovechaba su breve ausencia para darle un par de fumadas veloces. No olvido el aroma plural de su habitación, la luz que en mi recuerdo cae sobre ella dejando en una tibia penumbra todo lo demás y el sabor del tabaco y del lápiz labial que, confundidos con su saliva, componían una mezcla dulcemente embriagadora.
     Sobre la cabecera de su cama presidía la escena una imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro. Mi abuela había depositado una especial devoción en este bello icono bizantino. Un día me contó la historia. Poco después de mi nacimiento sufrí una cirugía menor que, realizada con torpeza, me ocasionó una considerable pérdida de sangre. Como consecuencia perdí el conocimiento y dejé de respirar. Para mi fortuna la situación se detectó a tiempo y luego de las urgentes manipulaciones recobré el conocimiento y la respiración. A la misma hora, en su casa, y completamente ajena a este suceso, mi abuela comenzó a sentir una angustia inexplicable. Supo, de esa manera misteriosa en la que se saben ciertas cosas, que algo grave me pasaba. Se arrodilló entonces junto a la imagen de la Virgen y le rogó que me salvara. «Fue ella quien te devolvió a la vida», afirmaba convencida mientras dejaba descansar el delineador y el espejo de mano sobre su regazo y le dirigía a la imagen una larga mirada. Luego se volvía hacia mí y con un gesto idéntico acariciaba mis cabellos revueltos. Yo, conmovido, sin dudar un ápice, me sumergía en el milagro. ¿Qué vínculo maravilloso y entrañable se forjó entonces en mi espíritu de niño? Apenas ahora me parece comenzar a entenderlo.
     Recuerdo esos días de vacaciones en la Ciudad de México como un continuum ciertamente dichoso. Cerca de mediodía, después de haber dispuesto la comida y de atender alguna otra tarea doméstica, mi abuela entraba a la sala y se sentaba frente al piano. Luego de practicar en estricta soledad durante un buen rato, nos dejaba pasar. Era la ocasión de hacer una pausa en la batalla futbolera, entrar a la sala y acomodarnos en torno al piano para escucharla tocar a Beethoven, su favorito. Desde las primeras notas, mi abuela se transfiguraba; yo la veía como habitada por una energía desconocida que la recorría, literalmente, de pies a cabeza. Los ojos cerrados, las manos de mi abuela —que durante su juventud habían practicado ocho horas diarias— se deslizaban por el teclado con vigorosa agilidad. Ella, de cuando en cuando, se detenía y con un gesto nos hacía ver —o lo hacía para ella misma— que se había equivocado o que no había atacado las notas de manera adecuada. Nosotros, envueltos en la magia, no decíamos ni pío. Ella recomenzaba y la música nos estremecía, creaba una atmósfera en la que era posible vivir para siempre.
     Veo ahora mismo las manos de mi abuela sosteniendo la escobilla del rímel, acariciando mi cabeza, corriendo sobre el piano, haciendo la señal de la cruz para darme la bendición aun cuando yo, adulto ya, conducía mal que bien mi vida, muy lejos de aquella irrepetible fe, tal vez sólo posible en la infancia.
    
     3
     El espíritu se ofrece siempre como un regalo o un don: de manera imprevisible: «Sopla donde quiere y no se sabe de dónde viene ni adónde va».
    
     Debo haber tenido alrededor de veintitrés años cuando leí por primera vez las Elegías de Duino en la traducción que Salvador Echevarría entregó para la colección Material de Lectura, publicada por la Universidad Nacional. Tengo presente la viva emoción que esa lectura me produjo y que no ha hecho sino ahondarse a lo largo de los años. ¿Creía yo entonces en aquello que hoy, con desdén, llamamos inspiración? En todo caso, nada me costaba creer en ella percibiéndola como una figura femenina, una suerte de espíritu tutelar. Yo mismo escribía por las noches, presa de una extraña agitación, los poemas que pronto formarían parte de mi primer libro, La noche en blanco, que abre con un epígrafe tomado de ese corpus rilkeano. La historia del nacimiento de las Elegías es conocida, pues ha sido relatada por la princesa Marie von Thurn und Taxis, dueña del castillo en que Rilke se hospedaba. Una mañana de enero de 1912, luego de intentar dar respuesta a una molesta carta de negocios, «Rilke bajó a los bastiones que, vistos desde el mar, a este y oeste, se comunicaban por un estrecho sendero al pie del castillo. Allí el acantilado se alzaba a pico a unos doscientos pies de altura sobre el mar. Rilke andaba de un lado para otro, sumido en sus pensamientos, dándole vueltas sin cesar a la respuesta que le daría a la carta. Y en eso, de pronto, en medio de sus cavilaciones, se detuvo de repente, pues le pareció como si, en el fragor del vendaval, una voz le hubiera dictado: “¿Quién, si yo gritara, me oiría entre los coros de los ángeles?”».
     El escenario resulta más que propicio. Están ahí, además del benéfico aislamiento del poeta, el viento y el tumulto del mar, el promontorio y el castillo como «límites del mundo» que el soplo del espíritu abrirá para tender un impalpable puente de contacto con una realidad más vasta (la de los ángeles) y, por supuesto, la llegada repentina e inesperada de esa voz que se alza y se le impone al poeta, demandándole a la vez el surgimiento de su propia voz. En otra carta, dirigida a la misma destinataria de las Elegías, Rilke expresa: «Tengo una especie de instinto que me hace huir de lo productivo en el momento; el espíritu entra y sale de mí tan bruscamente, viene con tal rudeza y se marcha tan repentino, que siento como si se me cayera el cuerpo a pedazos». La inspiración, de manera semejante al trance extático que experimentan los místicos, no es un fenómeno que se reduzca sólo al nivel de la psique, sino que se vive como un acontecimiento que sucede físicamente, en todo el cuerpo. Los testimonios de los místicos españoles —pienso sobre todo en Santa Teresa de Jesús y en San Juan de la Cruz— son, en este sentido, más que elocuentes.
     Para mí, en aquellos años, la idea de convertirme en un poeta no distaba demasiado de los sueños de infancia en los que me veía destinado al heroísmo o la santidad. Había perdido la fe católica y la poesía se me presentaba como una religión a la que podría asirme, a la que podría incorporarme como neófito en una congregación de espíritus afines. Era también la ambición de vivir una vida cargada de emociones, de experiencias extremas. Ya lo había leído en Rimbaud: «El poeta se hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Busca todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; agota en sí todos los venenos, para quedarse sólo con la quintaesencia». El objetivo: tener visiones de cosas «inauditas e innombrables», llegar a «lo desconocido» ya anticipado por Baudelaire. Esas palabras se convirtieron en una suerte de consigna espiritual que exigía llevarse a la práctica. Las discutíamos con pasión, las creíamos, ¿las vivíamos? (Muchos años después, durante un verano en Praga, intoxicado de absenta, habría yo de colocarme, transitoriamente, al filo de un abismo semejante…). Mis lecturas, arbitrarias, instintivas, se ramificaban. Ávido de ir a fondo en los misterios de la religión me interné por los vericuetos del cristianismo primitivo hasta dar con el corpus de evangelios y tratados que hoy conocemos como la Biblioteca de Nag Hammadi. El gnosticismo, con su seductora mezcla de abstrusa cosmogonía y sensualidad sagrada, atrapó mi imaginación durante años. Viajé a Grecia poco después de leer El camino a Eleusis, subí a la montaña del oráculo en Delfos y visité durante una mañana bañada por la luz del Mediterráneo, justo al borde de la bahía de Salamina, las ruinas de lo que alguna vez fue el magno santuario. Repasaba las líneas de Gordon Wasson como si se tratara de un parlamento que debía aprender de memoria: «El viaje a Eleusis representaba una travesía al otro mundo para recobrar de la muerte a la hija de la generatriz de los granos, Démeter, cuyo dolor por la pérdida filial podía ser aliviado sólo al través del misterio del renacimiento». Y más adelante: «Como es natural, solamente los sacerdotes tenían el privilegio de pescar en aquellas aguas, pues eran ellos, los herederos de aquel oficio, quienes regulaban el paso de la vida a la muerte, un pasaje que la fe eleusina consideraba como una unión metafísica entre amantes al través de una división de agua. En Eleusis misma la religión que constituía la meta del viajero en la Antigüedad estaba protegida de miradas profanas por las murallas del santuario, y el dogma esencial era revelado únicamente a aquellos que, bajo pena de muerte, habían hecho votos de mantenerlo en secreto y se habían sometido a un prolongado aleccionamiento para su iniciación». Yo veía en todo esto los ingredientes precisos de una aventura extraordinaria. El rescate de una doncella inocente (Perséfone) se fundiría muy pronto en mi imaginación con el de otra, la «dos veces perdida» Eurídice a la que canta, con irremediable tristeza, Gérard de Nerval. Hoy, quizá con mayor convicción que en mi juventud, escribí en una nota publicada recientemente: «Creo con Ezra Pound que una luz de Eleusis persistió a través de la Edad Media y otorgó belleza a la canción de Provenza y de Italia. Y así, con diversos medios, por caminos insospechados, hasta nuestros días». En esta época, cuando como humanidad atravesamos la parte más oscura de la noche, me resulta necesario sostener ese acto de fe, por ingenuo o precario que pueda parecer. Bajo esa luz, puede volver a leerse el noveno de los Sonetos a Orfeo que Rilke escribiera a raíz de la muerte de una joven bailarina. La traducción es de Carlos Barral:
    
     Tan sólo quien hubiere levantado la lira,
     también en las tinieblas,
     intuirá y cantará
     la infinita alabanza.
    
     Sólo quien con los muertos haya comido
     la adormidera de los muertos,
     no perderá jamás
     el más sutil sonido.
    
     En el estanque el reflejo
     a menudo se sumerge:
     Aprende la imagen.
    
     En ese doble reino
     se tornarán las voces
     eternas y suaves.
    
     Aprende la imagen. De aquí, entonces, una tentativa poética compuesta fundamentalmente por imágenes y símbolos que, al fundirse con mi propia trayectoria vital, habrían de ir conformando un todavía inconcluso mapa del espíritu. La poesía entendida como un rito de pasaje indispensable para la iniciación en el misterio. Un andar a tientas, «toda ciencia trascendiendo», en ese doble reino donde vida y muerte se manifiestan en la plenitud de su imagen entrelazada. Entreveía una suerte de realización en la belleza de la expresión poética, percibida por los sentidos y ejecutada por el espíritu con precisión artesanal. Leía en María Zambrano cómo la belleza, a la vez que manifiesta la unidad, debe abrirse para dejarnos ver su centro iluminado; un centro que resulta ser el punto de contacto con el abismo, «y quien se asoma al cáliz de esta flor una, la sola flor, arriesga ser raptado. Riesgo que se cumple en la Coré de los sacros misterios. La muchacha, la inocente que mira en el cáliz de la flor que se alza apenas, al par del abismo y que es su reclamo, su apertura». Me sumergía en aguas profundas y difíciles, desprovisto de fe, me confiaba a la poesía; en ella encontraba sustento, guía, una nueva forma de comunión. ¿Habría en ella, para mí, algo más que una vocación, un destino quizá? Era imperativo averiguarlo. La muerte, con su carga de angustia, me desvelaba. Quería saber, entender. Durante un brevísimo encuentro me atreví a conversar con la poeta griega Katerina Anghelaki. «¿Puede la poesía dar una respuesta al enigma de la muerte?». Ella, con una sonrisa, contestó: «La poesía no da respuestas». Era como ir encontrando las claves aisladas de un misterio que constantemente me evitaba y cuya conexión sólo era posible por analogía en el marco de una naciente y poco clara fenomenología espiritual. Años después, luego de perder a mi madre, escribí: «Ahora creo saber que el milagro es otro: no un paso sobre el agua, sino el paso entre las aguas». ¿Será en ese entre provisional, precario, donde radica la semilla de un mejor entendimiento? ¿El verdadero sitio del despertar constantemente reclamado por los gnósticos de Egipto? Heidegger, en su Camino de campo, lo expresa así: «Crecer es abrirse a la amplitud del cielo y al mismo tiempo arraigarse a la oscuridad de la tierra; que todo lo que es genuino prospera sólo si el hombre es a la vez ambas cosas, dispuesto a las exigencias del cielo supremo y amparado en el seno de la tierra sustentadora». Entre tierra y cielo, entre realidad y deseo, yo crecía, cobijado por el influjo unánime de la oscuridad y la luz.
    
     Notas
     Este ensayo forma parte de la antología Escribir poesía en México ii, que próximamente comenzará a circular con el sello de la editorial Bonobos.
     Las líneas en cursivas con que inician los tres apartados del texto pertenecen al Diccionario del Espíritu (Planeta, 1996), de Eugenio Trías.

 

 

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