Secretos de familia / Karla Elizabeth Esquivias López

 

Hace más de diez años que no iba a la casa. Intentamos seguir viéndonos después del novenario, pero no funcionó. Al mes había expirado la tradición de reunirnos ahí todos los martes y sábados después de las seis de la tarde. Aunque no lo admitan, sé que algunos tíos se sintieron traicionados cuando la abuela sólo se acordó de una de sus hijas al hacer el testamento. Y no es para menos, todos queríamos un pedacito de ese lugar, aunque fuera puramente simbólico. Por eso no dudé en ir cuando me llamaron.

      Al llegar vi que la enredadera que cubría el cancel de la entrada se había secado. El timbre no servía, así que toqué con una moneda. Pronto salió a recibirme la tía Andrea. Yo esperaba verla más cansada, más flaca por la enfermedad, pero nada de eso. Salvo por una ligera cojera y unos kilos menos, era la misma de siempre. Después del abrazo obligado, el «mira qué grande estás» y de que me asestara un beso en el cachete, me hizo pasar.
      —Claudia avisó que vendrías —dijo, apretando la taza de café contra el pecho—. Según ella, necesito a alguien que me cuide; pero yo estoy bien. En cambio la casa sí necesita arreglos. Así que el trabajo es darle una pintada, barrer y trapear, sacudir. Sólo por eso se te pagarán ciento cincuenta pesos al día, como quien dice, poco más de mil a la semana. Y yo haré de comer, así que no gastarás ni en eso. Antes ella se encargaba de hacerlo, pero desde que consiguió ese nuevo empleo no tiene tiempo ni de venir. La verdad, no me hago el ánimo de meter a cualquier extraño. Y una se vuelve loca si no tiene con quién hablar. Pero tómale al café. Espero que hayas traído suéter, porque en la noche hace mucho frío, por el aironazo. Esta casa está mal hecha, qué le vamos a hacer.
      Mientras ella ponía más agua a hervir, hice un recorrido que terminó siendo un recuento de daños. La habitación de los abuelos estaba llena de triques; habían sustituido el jardín por un patio de cemento, cortaron los guayabos de atrás para construir dos cuartos, uno en el que dormía mi tía y otro para las visitas, según me dijo. El piso de arriba estaba prácticamente abandonado, eso sí, con las camas tendidas. Seguramente mi tía no podía subir, por la cojera. Le faltaba un vidrio al ventanal y la humedad se abría paso por las esquinas. Pero yo sólo podía pensar en la vida que había dejado ahí y que podía recuperar a cambio de una cuota de trabajo diario.
      Pronto descubrí que el viento nunca cesaba su carrera. La comida era hervida para que al llevárnosla a la boca estuviera caliente. Comencé a usar suéter, a estornudar y a evitar que las puertas se azotaran. A preparar café todo el día, para calentarme la garganta o simplemente las manos. Y llegó el insomnio. Y empecé a verlos. Al principio eran inofensivos. Martita en su quinto cumpleaños, llorando porque Luis le pegó a su piñata antes que ella. Los fuegos artificiales que encendíamos en año nuevo aunque eran ilegales. Adolfo dándole una patada al «lobo», ese perro grandote con el que nos asustaban cuando hacíamos travesuras, porque éste le tiró una mordida. Los intercambios interminables de Navidad. Ana peleando con Luz porque a las dos les gustaba Quique. La vez en que Santiago le dio un golpe a Manuel y los que acabaron peleando fueron sus padres.
      —Ten cuidado, muchacho, los recuerdos muerden —sentenció la tía Andrea—. Más cuando son de hace muchos años. Vemos la vida distinta cuando somos adultos que cuando somos niños, y es bajo esa nueva luz que juzgaremos el pasado. Por eso, cuando los veas, acércate más a los buenos y rehúye de los malos y tristes. Eso es lo que puedo aconsejarte. Y que mejor no salgas de tu cuarto en la noche, porque a esas horas nuestra voluntad es más débil y termina por dejar salir lo peor de nosotros mismos. No dejes que te atrape la culpa.
      Una tarde, mientras limpiaba el ventanal después de pegarle el vidrio que le faltaba, se me ocurrió voltear a ver la calle desde ahí. Lo que vi fue a la tía Isabel arrastrando del brazo a su hija mientras gritaba que no volvería nunca. Y lo cumplió, ¿te acuerdas? Se fue al norte porque nuestra prima estaba embarazada y recién había pasado su fiesta de quince años. Y tú y yo que les echábamos aguas a ella y Rodrigo cuando se encerraban en el cuarto de arriba. Si eso veía de día, ¿qué no vería de noche? Empecé a irme a dormir en cuanto oscurecía y a cerrar mi puerta con llave. Pero no se habían ido. No podía realizar ninguna de mis tareas sin que se aparecieran frente a mí, no importaba el lugar, tenía recuerdos en todos los rincones de la casa. Juegos, caídas, risas, pleitos, conversaciones, cosas que ni siquiera recordaba. Pero eran reales, lo supe cuando me topé con mi primer beso. Estábamos en secundaria y tú nos retaste a mí y a Claudia a hacerlo. Tenía que durar quince segundos contados en voz alta. Así fue como pasamos ese tiempo con las bocas pegadas sin movernos mientras los demás se reían. Quizá si no me hubieras obligado a besarla no me habría dolido tanto enterarme de que tenía novio. Sólo el cuarto de huéspedes estaba libre de memorias. Se convirtió en mi refugio.
      Conforme pasaban las semanas me di cuenta de que la tía Andrea fingía comer. Se servía un plato y se sentaba junto a mí en la mesa, pero se dedicaba a relatarme historias de otras épocas que muchas veces no sabía hilar, hasta que yo terminaba el guiso que ella había preparado y regresaba a mis tareas diarias. Después de observarla con más detenimiento llegué a la conclusión de que tampoco bebía el café que siempre tenía entre las manos. Y una vez que no podía dormir, la escuché murmurando en la habitación de al lado. Preocupado, me obstiné en hacer que comiera algo. Pero aunque le insistiera o la confrontara directamente siempre encontraba la manera de evadirme.
      Hasta que una noche en que intentaba descifrar sus murmullos escuché que abría la puerta de su cuarto y salía al patio. Me di a la tarea de seguirla, no sin algo de miedo por la advertencia que me había dado. Caminó lentamente hasta entrar en la cocina, giró a la derecha y comenzó a subir las escaleras. El viento soplaba más fuerte que nunca. Esperé un momento y subí, procurando no hacer ruido. Al llegar arriba la vi sentada en el suelo, afuera del baño, hablando sola. Aunque sus palabras se oían más como lamentos. Asustado, me regresé a la planta de abajo. Y lo encontré. En medio de la cocina estaba Rafa, tan delgado y bajito, tirado en el suelo, con la nariz rota. Llorando indefenso. Miré mis puños y a través de la oscuridad pude reconocer el color de la sangre. No pude soportarlo más. Volví corriendo al cuarto. Me quedé a la espera de que amaneciera, y una vez que salió el sol tomé mis cosas ya empacadas y me fui de ese maldito lugar.
      La casa de los abuelos… Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y es cuando los recuerdos comienzan a despegarse de la médula de nuestra conciencia. Y a caminar entre los vivos. Eso es lo que está acabando con la tía Andrea. Claudia lo sabe, por eso se largó lo más lejos que pudo. Esa casa nos vio crecer a todos y si pudiera hablar seguramente diría cosas horribles. Por eso te digo que no vayas. ¡Sólo Dios sabe qué pecado pagará la tía Andrea dejándose morir ahí! .

 

 

     Fragmento de «Luvina », cuento de Juan Rulfo.

Comparte este texto: