A ciegas / Claudio Magris

Todo texto dice más que la persona que lo escribió, la cual no siempre es la más indicada para hablar de él, mucho menos para interpretarlo. Por lo tanto, no intentaré explicar lo que es este libro, porque no es de mi incumbencia. A mí solamente me corresponde narrar cómo y por qué nació el libro. Esto es lo que puede hacer un escritor: transmitir el sentido de lo que para él significó la escritura de su libro, hablar sobre las pasiones, las complicaciones y las interrogantes que se ocultan detrás del proceso creativo. Luego, naturalmente, a quien lo lee le corresponde encontrarse o no en el libro mismo.

      A ciegas tuvo, antes que todo, una gestación muy prolongada. Incluso hasta podría parecer ridículo haber necesitado de tales tiempos, dado que la primera idea la concebí en 1988. Naturalmente también me dediqué a realizar otras cosas, escribí otros libros, me sucedieron muchas otras cosas, para bien y para mal, pero en todos estos años ésta fue la idea, el proyecto fundamental que retomaba cada tanto y que también cada tanto abandonaba.
      La génesis de un libro es algo que interesa más allá del libro mismo. Para mí, en general, la génesis, el primer origen del libro, es bastante incierta, confusa. Ante todo, siempre existen dos elementos que necesito para que nazca un libro. En primer lugar, naturalmente, está el profundo interés por una historia, o por un personaje, por un problema, pero este interés incluso podría quedarse latente, no salir a flote, si no existiese una causa próxima —como decían los escolásticos—, una ocasión que sirva de estímulo, de partera; en resumen, que haga salir a la luz lo que se esconde en lo más profundo. Así han nacido casi todos mis libros, por ejemplo El Danubio, pero también los otros, nacidos un poco a ciegas, en un camino a través de muchas vías interrumpidas.
      En 1988 viajé a Amberes para presentar una traducción de El Danubio. Nos encontrábamos en la plaza mayor del Groote Markt. Poco antes había visto, deambulando por los museos, mascarones de proa. Un mascarón de proa también es la figura de la portada de A ciegas, con su mirada vuelta hacia la lejanía, dilatada, abierta, casi distinguiendo catástrofes que los otros no pueden percibir.
      En ese momento, en esa plaza de Flandes, me vino la idea de escribir sobre los mascarones de proa; una idea que todavía era confusa, porque no sabía bien qué era lo que yo buscaba en aquellos mascarones de proa. Comencé a realizar investigaciones vastas y precisas. Soy un maniático de la precisión y esto no sólo por la profesión que realizo, por mi educación filológica, sino porque creo que la realidad, sobre todo la realidad humana y del trabajo del hombre, exige respeto.
      También los otros libros que he escrito, incluso El Danubio, están llenos de pequeñas cosas, de destinos mínimos, desconocidos, los cuales he ido a buscar con maniática precisión. Por ejemplo, en El Danubio realicé una exhaustiva investigación para saber cuánto dinero había tomado un tal señor Wammes, un desconocido molinero, que vendió sus propios pantalones para destinar lo recaudado a los trabajos de restauración de la catedral de Ulm. Naturalmente no nos interesa en lo absoluto que el señor Wammes haya tomado seis u ocho monedas. Pero esto significa que cada desconocido señor Wammes tiene derecho a la misma exactitud filológica —la palabra filología contiene etimológicamente también al amor— que los grandes personajes de la Historia. En el fondo, ni siquiera nos interesa saber en qué día exacto Goethe besó por primera vez a Frederike Brion, pero si uno es germanista, o el biógrafo de Goethe, debe ser preciso. Esta precisión dirigida hacia todos es, para mí, un hecho de ética y de poética. También a veces de grotesca ironía.
      Así pues, viajé por diferentes países para ver museos y cementerios de mascarones de proa. Viajé, por ejemplo, a las islas Scilly, donde el mar durante siglos arrastraba estas figuras que llegaban de los naufragios, desde un Más Allá marino, hasta la playa; recogí historias de mascarones, leyendas, etcétera, etcétera.
      También comencé a escribir un librito —que posteriormente no cuajó— dedicado específicamente a los mascarones de proa. Sin embargo, me quedó un venero de materiales que cumplieron una función en A ciegas, donde el mascarón deviene un símbolo polivalente: figura femenina puesta en la proa casi como para ser la primera en recibir los golpes de las tempestades, expuesta en primera línea al choque de la Historia; imagen de la feminidad ultrajada y culpablemente perdida por el protagonista; rostro —o mejor dicho, rostros— de su historia de amor. El libro es una especie de vertiginoso monólogo, en el que un personaje habla, quizá a un médico de una institución psiquiátrica, quizá a sí mismo, a muchos, a nadie; habla en la grabadora, chatea en la computadora, quizá está recibiendo terapia, y en su manera de hablar vuelven a resonar muchas otras voces que confluyen en la suya. En el libro se imagina que quizá también esté bajo una ergoterapia; esa terapia del trabajo, que alguna vez fue una terapia psiquiátrica, con un lema que luego devino siniestro: «Arbeit macht Frei», el trabajo libera, lema que posteriormente aparecería desplegado en los campos de concentración nazis.
      En el libro se imagina que el protagonista, en esta ergoterapia, incluso se dedica a fabricar mascarones de proa falsos —alegoría de su relación apasionada, intensa, errada y culpable con la feminidad, alegoría de la deificación de la alienación impuesta a la mujer.
      El de los mascarones de proa, en mi libro, es uno de los senderos interrumpidos de su redacción. Antes que nada estaba mi interés —profundo, desde hace muchos años— por la increíble historia de Goli Otok, de la que desde hace tiempo se comenzó a hablar, pero acerca de la cual, durante años, siempre se calló.
      En la posguerra, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, mientras trescientos mil italianos —aproximadamente— abandonan Istria y Fiume, ya convertidas en yugoslavas —cuando, luego de la violencia infligida por la Italia fascista a las poblaciones eslavas, había llegado el momento de la revancha y de la venganza, indiscriminada y violenta como toda venganza—, para dirigirse hacia Occidente, a Italia, perdiendo todo (lo cuenta Marisa Madieri en Verde agua ), dos mil obreros italianos de Monfalcone, una pequeña ciudad cercana a Trieste (militantes comunistas que habían conocido las cárceles fascistas, muchos de ellos los lager, la Guerra Civil Española), dejan voluntariamente Italia y se marchan a Yugoslavia para contribuir, en su fe comunista, a la construcción del comunismo en el país comunista más cercano. Dos éxodos contrapuestos que se entrecruzan.
      Cuando, en 1948, Tito rompe relaciones con Stalin —un gesto de extraordinaria importancia histórica y política—, estos entusiastas revolucionarios devienen para Tito posibles peligrosos agentes estalinistas; y Tito deviene para ellos un traidor, alguien que se ha vendido a Occidente. Ellos son deportados a dos bellísimas y terribles islas del alto Adriático; Goli Otok (isla calva, desnuda) y Sveti Grgur (S. Gregorio), en donde son expuestos a todo tipo de vejaciones, exactamente como en los gulag estalinistas o en los lager nazis, y en donde resisten heroicamente en nombre de Stalin. Es decir, en nombre de alguien que, si hubiese ganado, hubiera transformado el mundo entero en un gulag, para encarcelar a gente valiente e idealista como ellos. Vivieron en ese infierno ignorados por todos: Italia, como siempre, se desentendió de lo que sucedía en sus fronteras orientales; Yugoslavia calló sobre esta realidad infame, la Unión Soviética calumnió a la Yugoslavia titoísta con toda suerte de mentiras pero calló sobre los gulag, porque ella tenía más en su casa que en la ajena, a los ingleses y a los norteamericanos les importó un bledo el martirio de algunos miles de personas, porque, ciertamente, no estaban dispuestos por esto a debilitar a Tito, su precioso peón de ajedrez antisoviético.
      Cuando, años después, al normalizarse la situación, los sobrevivientes regresaron a Italia, fueron recibidos con sospecha y algunas veces vejados por la policía italiana, ya que eran vistos como peligrosos comunistas que llegaban del Este, y fueron hostilizados por el Partido Comunista Italiano, porque eran incómodos testigos de la política estalinista, esa que el partido había seguido años antes y que ahora quería olvidar. Por una de esas invenciones de las que la realidad está llena (algunas veces parece que escribir sólo es transcribir la realidad, porque ella, para bien o para mal, es mucho más creativa que los escritores, no sólo de gente como nosotros, sino también de los grandes), algunos de estos deportados encuentran que sus casas, en Monfalcone, les han sido dadas, en el ínterin, a los exiliados istrianos, que al igual que ellos también lo habían perdido todo: víctimas que se arrebatan recíprocamente, inconsciente e involuntariamente la sobrevivencia.
      Ésta es una historia que siempre me había impresionado. Hace ya muchos, pero muchos años hablé de ella en Il Corriere della Sera, también aparece en una novela mía publicada en 1991, Otro mar;   y también aparece en otro libro mío, Microcosmos.
      ¿Qué es lo que me interesaba y qué me interesa en la historia de estas personas? Me conmueve, me obsesiona su desarraigo, su exilio, la manera en que siempre se las han arreglado para estar en la parte equivocada en el momento equivocado. Pero, sobre todo, me interesa un significado en el que creo mucho. Estas personas lucharon por una causa que considero errada (en cuanto que no creo que Stalin fuese la medida de la libertad), pero con una grandiosa capacidad de sacrificar su propio destino por una causa universal, de subordinarse al bien de la humanidad; una capacidad que constituye un enorme patrimonio moral, que es recogido y heredado aun si no compartimos esa bandera por la cual ellos lucharon, con la que incluso cometieron crímenes horrendos y que luego cayó sobre sus cabezas, pero que de alguna manera los puso en este camino de humanidad y de sacrificio. Siento mucho la necesidad de encontrar un sí incluso en un no, de recoger los valores humanos que se han realizado incluso bajo banderas y en nombre de ideas que rechazamos. Creo que es un libro en el que el desencanto refuerza la utopía, el sentido de la necesidad de cambiar al mundo; un libro ciertamente de pérdida y caída de ideales, pero también, e incluso más, de fidelidad a estos ideales. También porque el viaje a través de los horrores del siglo xx no puede hacernos olvidar los progresos del siglo xx, que ha sido un siglo de libertad, de progreso, de conquista de dignidad —incluso sólo del derecho de existir y de estar presentes en la conciencia del mundo— para tantas categorías (sociales, raciales, etcétera) de personas antes humilladas sin poder hacer escuchar su voz, sin poder hacer llegar a los oídos y a la conciencia del mundo el dolor y la injusticia padecidos. Estuve pensando en la vicisitud de Goli Otok durante muchos años y en 1989-1990 comencé a escribir una novela sobre estos temas, novela entonces fallida y que posteriormente desembocaría en A ciegas.
      Pero A ciegas no solamente es la historia de Salvatore Cippico-Cipico-Cipiko, deportado a Goli Otok. También es la historia de Jorgen Jorgensen, el rey galeote. También aquí, en el origen, se encuentra una casualidad fortuita. Un día, en París (en 1990, creo), en rue Jacob, entré en la Librairie d’Outremer —Librería de Ultramar. Soy un apasionado del mar, el cual, luego de los afectos inmediatos, es lo que más me interesa en el mundo; del mar verdadero, en el que ciertamente mañana, apenas llegue a Trieste, me zambulliré haga el tiempo que haga, y del mar de papel, de la literatura marinera. Me puse a hojear un libro, cuyo título, Vanished Fleets,   de Alan Villiers, enseguida inflamó mi fantasía salgariana. Atraído por el título, de inmediato leí, allí, de pie, un capítulo llamado «El rey deportado». De esta manera me metí por primera vez en la historia de uno de los dos personajes principales de A ciegas.
      Un personaje que realmente existió, que curiosamente no figura en aquel espléndido, riquísimo, informadísimo libro que es The Fatal Shore, de Robert Hughes, el libro sobre el nacimiento de Australia a través de los reos penitenciarios, los forzados, los galeotes que eran deportados de Inglaterra a Australia y a Tasmania y que constituyeron la primera población, aparte de la aborigen, de aquellas tierras australes. Me metí en la historia de este personaje increíble, de este danés al servicio de Inglaterra, que había surcado todos los mares del mundo y había fundado la capital de Tasmania, Hobart Town, en donde muchos años después terminaría condenado a trabajos forzados de por vida, en la misma ciudad que él había fundado, como si Rómulo hubiese terminado esclavo en Roma. Un destino increíble, que en mi libro —y en su voz narradora— se sobrepone al destino del deportado a Goli Otok, así como el viaje de Jorgen deviene el viaje a Australia de los emigrantes (sobre todo triestinos, julianos, istrianos) después de la Segunda Guerra Mundial, los penitenciarios de Australia y de Tasmania se sobreponen a los lager y a los gulag y a la «guerra negra» que exterminó con un genocidio total a los aborígenes de Tasmania, se entreteje a los horrores del siglo xx.
      Me puse sobre las pistas de este Jorgensen y viajé un poco por todos lados, a Dinamarca, a Inglaterra y Tasmania; frecuenté bibliotecas y sobre todo los lugares de su vida, porque necesitaba ver el mar que él había visto, necesitaba ver qué color tenía aquel mar, frente al cual había vivido y había muerto, necesitaba ver cómo desciende hacia la playa esa escollera en donde imagino que él muere. Luego, mezclé todos estos detalles minuciosamente exactos en una construcción fantástica, incluso en un delirio, pero partiendo de este reconocimiento, de este respeto a la realidad.
      Jorgensen también escribió; era un marinero, sin embargo escribió novelas a las que les pude seguir la pista a través de sus manuscritos, escritos a lápiz en inglés, en las diferentes bibliotecas de Hobart Town, Copenhague, Londres. Jorgensen también era un mentiroso extraordinario, que había dilatado y falsificado su vida, ya de por sí tan rica de cosas increíbles. Por ejemplo, al arribar en un barco inglés a Islandia, se había proclamado no se sabe bien si rey o protector de Islandia, creando durante tres semanas un Estado, hasta que nuevamente fue hecho prisionero en un barco de Su Majestad británica. Debió de ser un marinero realmente extraordinario, porque, cuando la nave inglesa que lo lleva, con los grilletes puestos, de Islandia a Londres, está por naufragar en una terrible tempestad, el capitán inglés lo libera, lo pone en el puente de mando y él salva la nave, llevándola a puerto, donde nuevamente le ponen los grilletes y es conducido a prisión.
      Intentaba pero no lograba escribir directamente la historia de este Jorgensen.
      Otro elemento fundamental, que constituye la espina dorsal del libro, es el interés —otra obsesión— por el vellocino de oro, por el mito argonauta. Es un arquetipo fundamental de nuestro imaginario; al mismo tiempo un mito, una historia arcaica de los primeros días de la humanidad (los argonautas son la generación precedente a la de la guerra de Troya) y una colosal operación de marketing, que, creo, es una de las más geniales invenciones publicitarias creadas en torno a una extraordinaria empresa comercial. Pero también es la historia de un combate terrible de civilizaciones: la griega de Jasón y la de los bárbaros cólquidos, los bárbaros del Este.
      En nuestro imaginario, desde siempre e incluso hoy, el Este parece siempre inquietante, bárbaro. En aquellas tierras con neblina, Jasón lleva siempre la civilización —la civilización griega, la más grande que jamás haya existido—; sin embargo, también va a robar, a depredar, a engañar. La historia de Jasón y Medea es la historia de este combate, de este trágico nexo entre portar civilización y destruir civilización. Un tema que incluso había fascinado a Pasolini. Los griegos realmente habían entendido todo.
      Además, en Las argonáuticasde Apolonio de Rodas viene mencionado un episodio increíble: los argonautas, en el viaje hacia la Cólquida, se detienen en una isla que habitan los doliones, un pueblo amigo, con quienes comparten una hermosa tarde fraterna de fiesta; al término de ésta se marchan; sin embargo, la tempestad, de noche, los hace retroceder a la misma isla; ellos no se dan cuenta de esto, creen que han sido arrojados a una isla enemiga, mientras que los doliones creen a su vez que son atacados por enemigos, y en la noche estos dos pueblos hermanos se degüellan recíprocamente. En mi libro, este episodio deviene un extraordinario símbolo de las luchas fratricidas que, entre otras cosas, han devastado incluso a los movimientos revolucionarios, como en la Guerra Civil española la lucha entre comunistas y anarquistas.
      Otro elemento que me fascinaba era que existen muchas versiones del mito argonauta, aparte de la principal, conservada en la obra de Apolonio de Rodas. Existe una, narrada en las Argonáuticas órficas, que incluso hace ir a los argonautas sobre el océano, los hace remontar el Danubio y luego el Don, los hace llegar al Mar Cronium, al Mar Blanco, bajar sobre el océano a lo largo de las costas de España. Cuando leí que en Ribadeo, una aldea sobre las costas de Galicia, en España, habían encontrado una moneda con la imagen del vellocino de oro, en mi manía viajé a Ribadeo, no para encontrar monedas, sino porque necesitaba ver el lugar en el que el mito había inventado que habían llegado los argonautas: quería tocar con la mano esta dilatación de los confines.
      Además, hay otra historia terrible, que tiene que ver con Medea. Sabemos lo que le sucedió a Medea, lo que hizo Medea luego de haber sido ultrajada por Jasón, cómo se vengó con el horrible asesinato de sus hijos; la víctima deviene culpable del peor delito que existe, en esto es culpable y obviamente nada la justifica, pero este delito horrendo también es la forma extrema de ser víctima, porque la violencia padecida la lleva a negarse a sí misma de la manera más terrible, a destruirse, destruyendo a sus propios hijos. Un mitólogo menor, Ferécides de Leros, creo, nos transmitió una versión del mito argonauta verdaderamente terrible; él imagina que muchos años después de que sucedió todo esto, luego de que Medea asesinó a sus hijos y se marchó, ella encuentra a Jasón envejecido, aporreado por los años pero igual de guapo (Jasón, en el fondo, es uno de esos tipos que resuelven las cosas en la cama, es allí donde arregla todo). Los dos se reencuentran y Medea —¿por qué no?, con sus artes de maga, lo rejuvenece un poco (sólo un poco, porque luego de una cierta edad ni siquiera el lifting funciona) y vuelve a vivir con él.
      Esta espantosa historia en mi libro también se entreteje con la increíble historia de Jorgensen y con toda la historia de amor que recorre A ciegas. El vellocino de oro —vellón que siempre está en las manos equivocadas, que siempre es propiedad ilícita, siempre fruto de la violencia de alguien que lo ha conquistado ilegalmente, quitándoselo con violencia a otro que a su vez se había posesionado de él con violencia— deviene un símbolo, el símbolo de la bandera roja, bandera de gloriosas batallas, andrajo usado para estrangular, frazada sobre la cual uno se recuesta para hacer el amor, etcétera.
      En A ciegas, el que habla es el protagonista; debería ser el protagonista inventado, este Salvatore Cippico que me imagino hijo de inmigrantes y nacido en Tasmania, y, sin embargo, originario de mis tierras, de ese mundo mixto en las fronteras orientales de Italia, como indica la incierta grafía de su nombre, ora italiana, ora eslava.
      Es un militante comunista, conoció la Guerra Civil española, Dachau, y luego termina en Goli Otok y lo narra en su enfebrecido monólogo. Le habla a un médico, como ya se ha dicho, incluso a sí mismo; entreteje a la suya muchas otra voces, se identifica de vez en cuando con otros, sobre todo con su alter ego, con Jorgensen; a veces habla como si él fuese Jorgensen y otras como si fuese cualquier otro. Quizá tiene el deseo de ser Jorgensen, porque Jorgensen es alguien a quien, como a él, todo le ha salido mal, pero siempre ha conservado un as bajo la manga para salvarse. Acabó sus días como un reo forzado, pero no precisamente en aquellas terribles celdas sumergidas en agua helada; siempre le ha ido mal, pero no precisamente de una manera tan trágica; en Jorgensen podemos encontrar el elemento dieciochesco del aventurero que, precisamente porque no posee grandes cualidades, se las sabe arreglar un poco mejor; vive con menor significado, pero le hace mucho menos daño a los demás.
      Pero creo que identificarse con muchas otras voces también tiene otras razones. Digo creo porque ciertamente no programé estas cosas; salieron espontáneamente en la escritura y sólo aposteriori, reflexionando sobre ellas un poco, como si hubiesen sido escritas por otro, pude interpretarlas y distinguirlas. Por un lado, el protagonista es un Yo psicológicamente perturbado, que no prestó atención a las muchas cosas que le sucedieron y le cayeron encima; es un Yo escindido, incluso en sentido clínico. Quizá todas estas voces que hablan son la suya, quizá es la del médico y la de los esbirros de todo tipo que lo interrogaron durante toda su vida.
      Pero quizá su voz también es una voz coral; yo creo que en este sentido es un verdadero Yo, porque cada uno de nosotros siempre es un coro. Nosotros no terminamos en la punta de nuestros dedos de las manos o de los pies y lo que nos sucede de significativo nunca es sólo nuestro y únicamente privado. Únicamente son nuestros los pequeños accidentes que tienen que ver con nuestro yo privado. Una multa, una marca sobre el automóvil o un embotellamiento tienen que ver únicamente conmigo; pero enamorarse, crecer, envejecer, enfermarse, tener una fe o perderla, morir, todos estos son hechos que nunca son únicamente nuestros; cada uno de nosotros los vive naturalmente en lo individual, pero nos trascienden.
      Cada uno de nosotros, en lo esencial de su vida, es un soldado desconocido. ¿Por qué se escoge como símbolo de todos los jóvenes muertos en la guerra el del soldado desconocido y no el nombre del señor Rossi o del señor Bianchi? Porque lo que les ha sucedido a los caídos en la guerra tiene que ver con todos; tiene que ver con el Yo que es cada uno de nosotros y no puede tener sólo ese apellido. Ese muchacho desconocido ciertamente era un único e irrepetible individuo con nombre y apellido, enamorado de esa muchacha y no de otra, pero no tiene nombre, porque representa a todos. Las experiencias y las pasiones fundamentales nos pertenecen a todos.
      Cada uno de nosotros, en los momentos más significativos de nuestras vidas, siempre es un coro: incluso habla por los otros y naturalmente también con los otros. Ciertamente, si la experiencia que le cayó encima es demasiado pesada, lo tritura, lo hace delirar, como le sucede a mi protagonista.
      A propósito de A ciegas, se ha hablado de un remolino; un remolino en el que muchas veces se cae y al que otras veces se crea, uno cree dominarlo pero luego ya no se puede más, el remolino ahoga la voz —y entonces uno quisiera que terminara pronto, quisiera apresurar la muerte por el inmenso miedo a morir.
      El furioso remolino de las palabras es una serpiente que sofoca al Yo y la serpiente es el Yo mismo; es nuestra Historia, que a veces es demasiado para nosotros, no la soportamos, la vida nos parece insoportable, como si soportáramos el mundo sobre nuestra espalda. Algunas veces el mundo nos tritura, de aquí el deseo de mi protagonista de escapar —a los esbirros, al amor, a la vida misma.
      El otro gran tema de la novela es la historia de amor; hay una figura femenina que, también ella, se desdobla en muchas otras figuras que, sin embargo, en formas diferentes, siempre es la misma, repitiendo el mismo análogo destino, el destino de Medea.
      A veces, por excesivo amor a la vida, a un cierto punto, uno ya no puede más; se escapa, huye de sí mismo. El protagonista de la novela siente el deber de narrar para salvar la memoria; narrar es una manera de no perder la memoria, que constituye nuestra identidad. Además, es un deber recordar a las víctimas, porque olvidarse de ellas es una ulterior violencia que se ejerce en contra de ellas.
      Nuestra memoria es nuestra identidad; sin ella no somos nada. Por memoria no entiendo elpasado. Mi gran amigo Biagio Marin, el poeta, decía que el pasado no existe. Quería decir que existen las cosas meramente funcionales (que, agotada su función, realmente ya no existen más, como el vestido del año pasado echado a la basura), o bien los valores, las personas, todo lo que tiene sentido y que siempre está presente, que sencillamente es.
      Quevedo es un poeta; no decimos que era un poeta, como si ahora ya no lo fuese. Poseo el fuerte sentido de este presente de la vida; quizá por esto el tiempo de la narración que privilegio es el presente, porque todo es presente en el momento en el que nosotros lo revivimos, lo integramos en nuestra vida y deviene parte de nosotros.
      Naturalmente, cada tanto, este peso de la memoria es insostenible, aplastante, y entonces existe el deseo —tan violento, a trechos, en mi protagonista— de borrar la memoria, de oprimir el botón que borre la grabación en el casete, de quemar o de borrarse incluso a sí mismo. Existe la obsesión de escapar de la prisión de la vida.
      Un crítico, Alessandro Melazzini, se refirió a mí como escritor apolíneo —en los artículos que escribo en los periódicos, incluso en algunos libros—, pero luego citó un artículo mío en el que dije con malicia y con claridad (¿con claridad apolínea?) que en la literatura todo lo que es claro y vivificante es falso. O bien, digo con claridad apolínea que la claridad no basta.
      Éste es un punto fundamental. Apolíneo indica forma, claridad; dionisiaco es el sentido de la vida como continua destrucción de todas las formas, cual río que destruye todas las olas que continuamente se vuelven a formar.
      El gran Ernesto Sabato, de quien tuve la fortuna de ser amigo (y por quien, cuando cumplió noventa años en 2002, pronuncié el discurso oficial en la fiesta que se organizó para él en Madrid), habla de las dos escrituras. Está la escritura diurna, en la que un escritor, incluso cuando inventa, expresa un mundo en el que se reconoce, expresa sus valores, las cosas en las que cree, su manera de ser. Por ejemplo, Ernesto Sabato —que incluso se ha comprometido con causas nobles, que durante años sacrificó su literatura para ocuparse de los desaparecidos en Argentina, sin participar en ninguna marcha, pero yendo a buscar, uno por uno, a estos desaparecidos— escribió un hermoso libro sobre esta experiencia, pero en este mismo libro dice que la realidad más profunda de su alma no se encuentra en estas páginas sino en aquellas verdades escondidas, expresadas en su narrativa, verdades algunas veces detestables, dice él explícitamente, que a menudo lo han traicionado, es decir, que han traicionado sus convicciones morales.
      Ésta es la escritura nocturna, en la que repentinamente el escritor ajusta cuentas con algo que emerge dentro de él y que desconocía que poseía. Creo que a todos les sucede descubrir, cada tanto, con un escalofrío, ciertos sentimientos, pulsiones inquietantes —incluso horribles— que nos asombran, que nos horrorizan, que nos colocan frente a un rostro que no sabíamos que teníamos. Uno se encuentra cara a cara con la Medusa de la vida y, en ese momento, incluso si fuese más deseable tener otros encuentros, un escritor —todos y cada uno de ellos— tiene la obligación de la verdad; si nos hemos enfrentado cara a cara con la Medusa no podemos mandarla con el peluquero para que le arregle su cabeza de serpientes para que se vea presentable. Incluso cuando un sosia dice cosas diferentes a las que él quisiera escuchar y decir, el escritor debe testimoniar esta desagradable verdad y cederle la pluma a la escritura nocturna, que algunas veces desconcierta a quien escribe. La escritura nocturna es aquella en la que no siempre se dicen las cosas que se desean, los valores en los que se cree, pero se deja emerger de lo más profundo algo a veces desconocido.
      Otro libro decididamente nocturno que escribí es el anterior, La exposición, un texto teatral en donde hay cosas que, naturalmente, tomadas a la letra, incluso a mí me perturban; es más, sobre todo a mí. A veces se nos revela un rostro insostenible de la vida, que luego lograremos superar pero que, en ese momento, se impone con violencia; imponiendo una verdad que no es definitiva, pero que en ese momento grita y reclama ser escuchada y grabada. Es como si en la escritura nocturna emergiese esa parte de nuestra experiencia que no hemos utilizado en la consciente construcción de nuestra personalidad y de nuestro sistema moral. Un poco como si encontráramos en el desván azulejos que habíamos comprado hace muchos años, sin luego utilizarlos, es más, olvidándonos de ellos; cuando, de improviso, nos los topamos de frente y nos quedamos estupefactos, incluso disgustados, y no podemos creer que pudimos haberlos escogido y comprado, como hemos en cambio hecho y olvidado, quizá querido olvidar. Como también ha dicho Melazzini —que ya había sido observado por Jole la primera vez que le di a leer el manuscrito—, A ciegas, creo, es el intento por unir las escrituras, los dos mundos: el mundo diurno de la responsabilidad, de la ética, de los valores, y el nocturno de las pesadillas, del horror, de la ruina. La gran literatura nos ha dado grandes ejemplos en este sentido: un escritor que ha sabido exponer todas estas verdades es Joseph Conrad. Encontramos en sus novelas y en sus capitanes los grandes valores en los que naturalmente Conrad cree: la fidelidad, el orden, el permanecer en su puesto, el luchar hasta el final el buen combate. Pero junto a todo esto también se encuentra el momento nocturno, el impulso a la deserción, a la traición, a la vileza, a la fuga, a la infamia; está Lord Jim, que viola esa ética. Los dos momentos —el ético y el ambiguo, oscuro— coexisten; no porque sean igualmente válidos (está claro que Lord Jim es culpable y el capitán del Typhoon es un hombre que hace las cosas justas), pero el escritor debe dar testimonio incluso de la verdad humana negativa, de la sombra.
      En mi libro, las grandes esperanzas del siglo xx, las grandes libertades que el siglo xx ha conquistado, mantienen todo su apasionado valor real, pero se entretejen inextricablemente a la negación, a los horrores del siglo. Por esto, en la escritura, la mezcolanza de diurno y nocturno —o de apolíneo y dionisiaco— se hace necesaria.
      Además, también lo dice el título, A ciegas, éste se deriva de una terrible anécdota que se cuenta de Nelson. Se dice que Nelson, durante la batalla contra la flota danesa, en ese momento aliada con los napoleónicos, frente a Copenhague, cuando los daneses, luego de horas de combate, derrotados y extenuados, levantaron la bandera blanca, continuó bombardeando aproximadamente durante dos horas la ciudad ya inerme. Cuando otro almirante inglés le preguntó por qué lo había hecho, se dice que él respondió que no había visto la bandera blanca porque se había pegado el catalejo al ojo vendado.
      En el libro, esto deviene el símbolo de hacer el mal a ciegas, de no ver el mal que se hace, de no quererlo ver; incluso de vivir a ciegas, de avanzar a ciegas, de amar a ciegas, etcétera.
      Naturalmente, hasta aquí, he dicho mucho y nada; nada sustancial, porque en un libro lo que cuenta esencialmente es cómo la historia, la vicisitud, los materiales, los personajes, los sentimientos, los temas devienen lenguaje, estructura narrativa, estilo. Tendría que hablar de una narración que intenta desatarse en una variedad extrema de tonos, ritmos, registros; unir el remolino absorbente y delirante del monólogo a la precisión de los detalles históricos y geográficos y al respiro del debate ideológico; remolino en el cual, entre otras cosas, también existe, creo, un eco de la profunda impresión que me causó la lectura de los monólogos de Carlota en Noticias del Imperio, de Fernando del Paso. Tendría que hablar de la necesidad de unir ritmo entrecortado y onda épica ancha y larga, de integrar las tantas voces diversas en la del protagonista, en la que confluyen.
      Tendría que hablar de la variedad sintáctica, léxica, coloquial; de los problemas planteados por el uso de los tiempos, del caos polifónico y de su organización; de la oscilación a alta frecuencia entre lo sublime y lo sarcástico, lo noble y lo vulgar, lo alto y lo bajo; de la simbiosis entre lo ético impersonal, informe objetivo y laceración individual; del entretejido de confesión y falsificación.
      Tendría que hablar de los problemas técnicos, formales, que se me fueron presentando durante todo el curso del trabajo en el libro, pero en particular en ciertos momentos. El protagonista habla, narra, todo sale de su boca en el presente de su narración —de su revivir, quizá de su falsificar y reinventar. Nada se le entrega a la distanciada representación del pretérito, todo es vivido en el acto en el que es dicho.
      Por lo tanto, ¿cómo —para dar un ejemplo— narrar la superposición que el protagonista hace, en su delirio, de un (presunto, quizá alardeado) vuelo en globo aerostático de Jorgensen sobre Berlín, de un análogo vuelo quizá solamente leído por él en la biblioteca del hospital y hecho suyo, y del vuelo de la nave espacial soviética Mir, durante el cual la Unión Soviética deja de existir y, por lo tanto, continuó existiendo durante algunos meses, sola, allá arriba, en los espacios siderales? ¿Cómo realizar —lingüística y estructuralmente— su plural identificación?
      Otro ejemplo. Imagino que el protagonista, mientras está por emigrar a Australia después de Goli Otok y se encuentra en un campo de prófugos cercano a Roma, trabaja (como leí que lo hicieron algunos emigrantes reales) de extra de cine en Cinecittà en algunas peliculillas (cristianos obligados a luchar como gladiadores en un circo, etcétera). Cippico recuerda todo esto al interpretar nuevamente, en su verdadero o simulado delirio, el guion, la pequeña parte de ese guion que en ese entonces aprendió de memoria. Por lo tanto, necesitaba escribir estas tres páginas de verdadero guion fílmico, para luego desdecirlas, deformarlas y transformarlas a partir de Cippico. Pero temía, si las escribía yo, caer en algún anacronismo de ponerle algunos detalles técnicos actuales, en ese entonces inexistente. Entonces, le rogué a mi amigo Franco Giraldi, el director de cine, quien precisamente en esos años iniciaba su trabajo en el séptimo arte, que me escribiera esas páginas de guion en los términos de entonces, con ese episodio de mamotreto que le describí. Así fue que él me escribió estas páginas que yo necesitaba y que luego deformé y transformé.
      Pero de todo eso realmente no puedo decir nada, porque resulta imposible hablar de estas cosas sin dar explícitamente un juicio de valor sobre su significado, juicio que, ciertamente, no me corresponde a mí. Sólo puedo decir que antes del libro hubo innumerables borradores e intentos y por lo menos cinco versiones; y que las páginas relativas al libro y sus problemas lingüísticos, que escribí, como hago siempre, para ayudar a los traductores, son más de cincuenta.
      Pero aquí me detengo, porque no quisiese parecerme a mi protagonista, que habla y habla, integrando en su discurso como en un remolino las palabras de los otros —palabras que encuentra, que recuerda, que quizá inventa, que quizá falsifica .

 

Traducción del italiano de María Teresa Meneses
      © Claudio Magris

           Anagrama, Barcelona, 2005. (Todas las notas son de la traductora).

     Anagrama, Barcelona, 1996.

     Editorial Minúscula, Barcelona, 2009.

     Anagrama, Barcelona, 1991.

     Anagrama, Barcelona, 1997.

     1931.

     Alfred A. Knop,  1986.  También fue publicado por la editorial italiana Adelphi en 1990.

      Anagrama, Barcelona, 2001.

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