¿Se puede escribir en la floresta después del Putumayo?

Miguel Donayre Pinedo

(Iquitos, 1962). Es autor, entre otras novelas, de Turbación de manatíes (Lluvia Editores, 2014).

Auschwitz, aunque se rodee

de explicaciones,

nunca se podrá entender.

Günter Grass

Así recito para no olvidar historias de látigos y libras esterlinas aventadas desde los shiringales

Ana Varela

La historiadora peruana Carmen McEvoy, en el libro La república agrietada. Ensayos para enfrentar la peste, señalaba que «los peruanos se caracterizan por una falta de memoria histórica; no debería sorprendernos esta desorientación cognitiva. Fuimos socializados para bien y para mal, en la idea del vivir el hoy». Lo que hay que rescatar de las palabras de McEvoy es esa carencia de memoria histórica ¿Quiénes en Perú se acuerdan de lo que ocurrió en la selva del Putumayo? Pocos, muy pocos. Rápidamente han pasado página en una región como la Amazonía, donde se vive del descepe de los recursos naturales a costa de vidas humanas.

Una parte de la escritura amazónica, mal que bien, ha persistido con insistencia que la memoria de lo ocurrido en el caucho no se olvide. Por ello los quejidos de los sacrificados del Putumayo todavía resuenan.

¿Qué significa el Putumayo en la memoria de la floresta? A la distancia el Putumayo es cada vez el símbolo del horror humano, del otro ignorado, de la explotación desmedida de los recursos naturales a costa de vidas humanas inocentes. Lo señalaba el poeta Percy Vílchez en el poemario Mural de las aguas (2019), al apostillar:

¿cómo describo este paisaje tan verde
sin las hojas secas delPutumayo?

El poeta de la isla de Panguana, con gran intuición y razones, nos plantea una sugerente propuesta de escritura, de ética y estética, en el palustre: no se puede repujar la selva sin memoria; en este caso, el poeta está apelando a lo ocurrido en el Putumayo, a esas marchitas hojas de ese lado del marjal.

En esta misma dirección, parafraseando a Imre Kertész en Un instante de silencio en el paredón, que citaba a Auschwitz como un acontecimiento traumático de la civilización occidental, nosotros mencionamos al Putumayo como el acontecimiento traumático en la Amazonía continental.

¿Podemos sacar una lección del Putumayo? La lección se define como un aprendizaje, es experiencia, es lectura, nos dice el Diccionario de la lengua española. Hay una segunda definición interesante, que es la inteligencia de un texto, según parecer de quien lo lee o interpreta, o según cada una de las distintas maneras en que se halla escrito, acota nuevamente el diccionario.

Asimismo, lección significa: amonestación, acontecimiento, ejemplo o acción ajena que, de palabra o con el ejemplo, sirve de enseñanza a otros. La interpretación que queremos dar también se orienta bajo estos significados.

Sabemos, los bosquesinos y bosquesinas,[1] por esta experiencia, la del Putumayo, que el progreso o la civilización, así como se plantean con tufo extractivista, tienen como sello la muerte, los gemidos de la especie humana y la ruina del bosque.

Hay un hecho muy significativo en el Putumayo cuando los empleados de la empresa aposta trataban por todos los medios de borrar la memoria comunal, asesinando a los ancianos para silenciar las malocas, para obliterar la palabra. O cuando enloquecían escuchando retumbar los sonidos del manguaré en el bosque —igual situación vivieron los exploradores coloniales en la selva al sonar de estos atabales. El sonido de los tambores los volvía tarumbas. El eco de los tambores es una lección de resistencia de la memoria.[2]

No obstante, ante la irrupción de la amnesia, es necesario hablar de lo ocurrido en el Putumayo. Hay que volver memoria la historia gomera para recordar, para rememorar. Pero no para detenernos en zarandajas como acordarse, sesgadamente, de la época de bonanza y excentricidades de ricos, soslayando las muertes que son vistas como «daños colaterales» del progreso. Así les negamos la significación como personas. Lo que Reyes Mate llama la «invisibilización de las víctimas de la historia» en Tratado de la injusticia.

Necesitamos, como colectivo, discutirlo; que no nos gane el mutismo, si no los hechos pueden devenir en banalidad, o podemos verlos como normales. La muerte de seres humanos no puede ser normal, como está ocurriendo en estos días con los asesinatos de líderes ecologistas indígenas en la floresta continental por defender los recursos naturales.

Entiendo a la memoria como la facultad que nos permite instalarnos en el espacio y el tiempo concretos, en palabras de Joan-Carles Mèlich en La lección de Auschwitz. En este espacio y tiempo concretos, como lo ocurrido en el Putumayo, la memoria no puede ser una memoria caprichosa, que esté a los vaivenes de recordar por unos segundos en actos protocolarios y después que cunda el olvido. Tampoco puede ser una memoria usurera que ha sido instrumentalizada como arma arrojadiza por propios y extraños que no nos resuelve nada, como nos recuerda Jordi Ibáñez en Antígona y el duelo. La brutalidad que se vivió en el Putumayo toma ribetes indescriptibles que nos deben remecer como humanos.

Los testimonios de esta crueldad los recogen el comisionado Roger Casement y el magistrado peruano Carlos A. Valcárcel, quien llevó la causa judicial a pesar de todas las cortapisas en el desarrollo del proceso.[3]

Hay que resaltar que el novelista alemán W. G. Sebald, en Los anillos de Saturno, en el recorrido del narrador por el condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra, luego de ver un documental de la bbc sobre Roger Casement y las crueldades de que fue testigo en el Congo, menciona que la condición homosexual, con que tanto denigran a Casement, lo capacitó, pasando por las barreras de las clases sociales y de las razas, para reconocer las constantes opresión, explotación y destrucción de aquellos que más alejados estaban de los ejes del poder. Se refería a sus denuncias del Congo y del Putumayo.

Lo que aconteció en el Putumayo es un símbolo del horror, del sufrimiento humano, de la relación perniciosa que las personas hemos establecido con los recursos naturales a favor de lo económico. De un sistema que fagocita no sólo a los seres humanos, sino también al bosque.

Es por eso que, después de lo ocurrido en el Putumayo, no podemos seguir siendo los mismos. Igual podríamos decir de la violencia política en Perú, como lo testimonia la versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación Hatun Willakuy, que reporta sesenta y nueve mil doscientas ochenta muertes en el conflicto armado interno. Lo peligroso de todo esto es que actuamos como si esas muertes en el Putumayo o en los Andes peruanos no hubieran acaecido.[4] Es la débil memoria histórica que nos refería McEvoy.

El escritor Günter Grass, en uno de los pasajes de Escribir después de Auschwitz, señala: «El pasado proyecta sus sombras sobre los pasajes actuales y futuros», lo cual conlleva a la pregunta: dentro de esta hendidura, y con vista a esa larga sombra que se proyecta sobre la escritura en la floresta, ¿se puede escribir después del Putumayo? ¿Qué se puede escribir después de lo ocurrido en el Putumayo? ¿O no se puede escribir a la vista de lo ocurrido? ¿Las escritoras y los escritores de la Amazonía se han planteado esta pregunta en la soledad de su cuarto propio y ante la página en blanco?

Lo ocurrido en el Putumayo, para cualquier escritor o escritora de la floresta, es una herida que supura sobre la escritura y obliga a replantearse. Esta obligación, pienso, no es sólo para la escritura, sino que también puede hacerse extensiva a las diferentes ciencias sociales y ciencias naturales que operan en el palustre y que han mirado a otro lado.

Es una herida abierta, en el sentido de que no se ha reflexionado lo suficiente, que esta magulladura no ha cicatrizado. Ante esta singladura, no se puede seguir en la ruta de cantar a la naturaleza virgen, al esplendoroso río a cuyo paso la selva se inclina, ni para perdernos en el bosque frondoso enumerando, fútilmente, a los insectos que revolotean en los árboles como un barbado ornitólogo con rostro de despistado que se vanagloria descubriendo nuevas especies. No. La escritura, después de lo sucedido en el Putumayo, no debería olvidar esos hechos, como tampoco quedarse impávida bajo una pasmosa culpa.

Partimos de la idea de que en la floresta, con todo el pasivo sangriento y de muertes en la vida social, la escritura no puede estar ajena a estos acontecimientos. No podemos seguir mirando para otro lado, sería una injusticia epistémica que se traduce en «causar un mal a alguien en su condición específica de sujeto de conocimiento», como indica Miranda Fricker en Injusticia epistémica. De alguna manera estas muertes han debido permear a los creadores y creadoras, como nos recordaba el escritor de Dánzig, Günter Grass.

No se puede, insisto, seguir coloreando y adornando el bosque con tunchis ni hechiceros o cantando al serpentear del río como asunto decorativo. Si cantaran, sería a través de una propuesta poética, musical o narrativa diferente.

Esta advertencia va para los despistados (¿ingenuos?) viajeros con talegos llenos de guijarros que la frecuentan. No podemos ser indiferentes porque la indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida, decía Antonio Gramsci en Odio a los indiferentes. No podemos ir a Lusaka, Maputo, Kigali, Dakar o Cotonou sin tener en cuenta la historia de sangre que hay detrás y seguir escribiendo para las revistas de viajes pintando paisajes como si la experiencia de colonización y esclavitud no hubiera ocurrido nunca. Sería un despropósito seguir ignorando el pasado de opresión. En la floresta no podemos seguir recreando edenes pastoriles y otras ensoñaciones estériles sobre el bosque, porque nos frustran colectivamente.

A todo esto, cabe preguntarse: ¿por qué no olvidar lo sucedido?

En las cavilaciones de T. W. Adorno en Educación después de Auschwitz, el filósofo de la Escuela de Fráncfort ensayaba respuestas e ideas para que el horror de la maquinaria del exterminio nazi no volviera a suceder. Está en nuestras manos como sociedad poder hacerlo. En este lado del monte hubiéramos podido tener esa misma deliberación para que lo ocurrido en el Putumayo no volviera a pasar, a través de una educación emancipadora, por ejemplo. Aunque la intelligentsia amazónica y peruana le restó la debida importancia a lo sucedido.

Lamentablemente, no se ha hecho ese ejercicio de pensar, lo que tiene como consecuencia que estos ignominiosos hechos se olvidan con facilidad. Por eso cada vez que se agita la palestra sobre la explotación de los recursos naturales, el peligro sobre las poblaciones bosquesinas que viven en la manigua se acrecienta. Un claro ejemplo de ello es la explotación petrolera y la contaminación de esta actividad en los ríos de la cuenca amazónica continental, que tiene como víctimas a estos poseedores ancestrales de los bosques, así como las tierras contaminadas de Lago Agrio en Ecuador o la explotación de oro en Madre de Dios, o los derrames de petróleo en el río Marañón y cuencas aledañas.

Pero estas ideas sobre la memoria histórica del caucho, ¿han trasvasado a la escritura en la floresta?

La respuesta de la escritura del palustre no ha sido pareja. Hay una escritura amnésica o evasiva que se ha quedado en repetir cacofónicamente los mitos y leyendas sin ningún venir a cuento y de modo infecundo. Se ha pintando el bosque para la aventura como un gran vacío, ignorando la intensa vida social del pajonal. La escritura costumbrista y la literatura de viajes con pesados equipajes se han aliado para presentarnos ese tipo de monte.

Pero, felizmente, hay otro marchamo. Es una escritura que ha ido en otra dirección a la ya citada. No pinta el edén, ni Jaujas, sino, por el contrario, parte de la experiencia dolorosa y viva del Putumayo. El Putumayo es el parteaguas de la escritura. No se puede recrear la selva con un serio pasivo sangriento como la explotación cauchera. Bajo esta singladura, tenemos la escritura de César Calvo Soriano, con la novela Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la selva. En este mismo pasillo de huir de bosques idílicos y de postal están los poemarios de Carlos Reyes Ramírez, Mirada del búho, y de Ana Varela Tafur, Lo que no veo en visiones. En la narrativa tenemos el libro de cuentos de Percy Vílchez Vela, Inquilino de las sombras, y la novela de Jorge Nájar Kokally La compañía del Alto Putumayo, el primer tomo de su trilogía El árbol de Gomorra. En cada una de las obras citadas, la experiencia de las muertes del Putumayo en el aciago período cauchero está presente.

La memoria del Putumayo en la Amazonía continental está ligada con esas muertes de integrantes de pueblos indígenas, y al descepe de los bosques de parte de esa lógica extractivista, que expolia los recursos naturales para el confort de las poblaciones del norte económico, frente a la cual hay una escritura que se esfuerza por mantener esa memoria, con la intención de que no se vuelva a repetir. La situación y los intereses que penden sobre la floresta obligan a estar vigilantes y mantener la memoria viva y sin pestañear.


[1] Esta palabra ha sido acuñada por Jorge Gasché Suess y Napoleón Vela Mendoza en el libro Sociedad bosquesina.

[2] En la trilogía del escritor colombiano William Ospina Ursúa, El país de la canela y La serpiente sin ojos, se recoge este retumbar de tambores.

[3] Roger Casement anotaba en su diario: «Bishop me asegura que éste no es un baile normal. Dice que ha visto estos bailes, que sólo están permitidos una vez por cada fábrico —lo que significa menos de cuatro veces al año—, indios a los que esposaron y patearon, y que supo que los blancos salen por la noche, excitados por la bebida, y hacen orgías abominables con mujeres y niñas a las que obligan por la fuerza, e incluso las violan cuando están apresadas en el cepo» (Diario del Amazonas de Roger Casement, Fundación M. J. Bustamante / Ceta / upc, Lima, 2014, p. 38). Por su parte, el magistrado Valcárcel citaba a uno de los testigos: «He visto en la misma sección Santa Catalina como a treinta indios chorreando sangre y agusanados a consecuencia de los látigos que les habían infligido Rodríguez y sus subalternos; habiendo muerto muchos de esos indios antes de llegar a sus chozas, después de haber sido puestos en libertad» («El proceso del Putumayo y sus secretos inauditos», p. 144).
La investigación de estas denuncias de muertes y asesinatos tuvieron orígenes en las noticias publicadas por el periodista Benjamín Saldaña Rocca; se puede ver en: Benjamín Saldaña Rocca. Prensa y denuncia en la Amazonía cauchera, de Leopoldo Bernucci y Ana Varela.

[4] En la memoria colectiva peruana, el Putumayo se ha difuminado por muchas razones. Lo sucedido con la memoria de la violencia política peruana de los años 1980-1990 también parece correr la misma suerte, como decía Carmen McEvoy, sobre esa debilidad de la memoria colectiva como un rasgo peruano. Desgraciadamente, la memoria de lo ocurrido en esos desgraciados años con la violencia política en Perú se usa como arma arrojadiza de unos y otros, lo que contamina el debate en la palestra.

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