Se alquila silla color naranja (y otros bancos para pensar) / Filipa Martins

      1.
      Las putas del condominio

«Nadie ve la maratón completa, pero cada uno sigue la final de los cien metros, querida».
      Clarinha me da la espalda, malhumorada. La habitación está a oscuras, los contornos del cuerpo son trazados por una grieta de claridad que atraviesa la hendidura de la puerta. La espalda, los colgajos de carne bajo de las axilas, pero también los vértices de los muebles, sin junturas, tornillos al descubierto, highquality, lámparas de forma fálica, de material tintineante, casi ningún vestigio de interruptor, verdaderos rompecabezas mobiliarios, a años luz de los muebles fastfood de esa marca sueca. La frase es de ella. La habitación está a oscuras porque nuestro João Maria nació hace tres años y seis meses.
      «Tiene que tener paciencia en esta fase; la mujer tiende a ocultar el cuerpo durante la depresión», dice el médico, solemne. Ella, en la sala de espera, con las manos en la cara.
      Festejamos los tres años de João Maria; los dos con una vela mágica azul que soplamos hasta el agotamiento ante el desinterés del cumpleañero. Oigo su respiración por el intercomunicador sobre el velador; el aparato rechina cuando él se mueve. Me despierto. Tiene una respiración ahogada, una amenaza constante de llanto.
      «¿A dónde vas?». Sigue de espaldas, malhumorada. Abro y cierro la puerta con un gesto rápido. La luz casi no entra: «La mujer tiende a ocultar el cuerpo».
      ¿Cuánto pagamos de condominio? Una fortuna. Vigilancia veinticuatro horas, tres plazas de garaje, el césped de la entrada recortado, mantenimiento, dos columpios para João Maria, circuito de bicicleta cuando sea grandecito. ¿Vamos a tener un segundo hijo?
      «Pagamos una fortuna de condominio y tenemos putas en la puerta», dice Clarinha.
      Las putas no se ocupan de lo que pagamos de condominio. Las veo desde la ventana, resollando por un cigarrillo fumado hacia la hendidura de la puerta.
      «Convinimos en que no fumaras en casa».
      Ella, de espaldas, malhumorada. Yo, junto a la ventana. Se estacionan en la acera los coches deportivos —«putas porque quieren»—, donde la empleada con cama adentro camina despacio, empujando a João Maria, los domingos antes del almuerzo. João Maria, que tiene miedo de soltar la mano, nunca camina solo. Ella en la terapeuta, en la sala de estética, en el brunch.
      Las putas no hablan, las veo por la ventana, se pasean para nivelar los tacones, no son viejas, ni jóvenes, no sé qué edades tienen bajo la sombra y el blush, y usan ropa mínima de color negro, satinada, que relampaguea con la luz de los faros. El pelo voluminoso, bien tratado, las uñas hechas, no les encontramos una mancha en la media y hay esas que enganchan en el brazo bolsas caras que yo regalo en la Navidad a la esposa y a la suegra. Los coches aminoran la marcha, las putas mantienen el paso lento, un desinterés fingido, no negocian el precio, contonean el cuerpo, exponen las manos abiertas en gestos repetidos: cinco euros por cinco dedos espetados a la luz de la lámpara, una y otra vez. Desde la ventana no percibo eso. La puta está de espaldas, pero el del coche encontró razonable el precio. Se ríe, abre la puerta —tengo un Mercedes como ése en el estacionamiento del condominio, el modelo más reciente con la parte trasera baja—, ella no entra sin ver el dinero. Me río y pienso: «Un día las putas tendrán tarjeta bancaria».
      Ganan más en una noche, de hecho, que la empleada con cama adentro. Debe de servir para pagar el condominio, las tres plazas de garaje, el césped recortado.
      Cuando João Maria rechina en el intercomunicador, solloza y suelta un llanto insistente, sin lágrimas, abandono la ventana. Paso por el espejo de la entrada, abro al máximo los ojos, palpo la papada distendida, entreveo mis dientes y examino el aliento, descubro más canas, cuando el pelo se hace cada vez más escaso.
      «Amigo, pareces un fugitivo, pero qué mierda. A las putas no les importa».
      Llamo el ascensor para el octavo piso. Los pantalones del pijama me quedan grandes y caen sobre las chancletas, unas que tomé del cuarto de un Hilton de Europa. Ajusto más el nudo de la bata. Espero. Las puertas del ascensor se abren y el vecino del décimo piso con un labrador sujeto por la correa.
      «¿Va a bajar?», pregunto.
      «¡Qué remedio! La perra tiene problemas de incontinencia y la mujer me volvió la espalda, malhumorada», también de bata.
      Abajo la puta me espera. No sé si es joven o vieja y poco percibo de su belleza bajo el rímel y el blush y con el relampagueo de la ropa al paso de los coches. Se acerca, me recuesta contra el auto deportivo, que estacionó en la vereda, y palpa mi erección entre la ropa. Poco duro.
      «No te preocupes. Nadie ve la maratón completa, pero todo el mundo acompaña la final de los cien metros, querido», dice y me pasa un cigarrillo encendido.
      En el octavo piso de mi edificio, un hombre observa, con João Maria al cuello —un llanto insistente, de ése sin lágrimas—; está resollando, apuesto, por un cigarrillo fumado en la ventana entreabierta.

 

2.
      Mi órgano externo

Las malas noticias llegan siempre a la hora del café, cuando el empleado solícito lleva los restos del postre y deja entre nosotros un silencio macerado y un nuevo refuerzo para la diabetes. Hasta el momento del café la conversación es relajada, provoca exhibición de labios, ocasiones para sonreír, abstracciones del pensamiento, bostezos interiores —confieso. Las respuestas más serias que me exigieron hasta la última cuchara del mousse y del budín versaron sobre un portal de ventas de coches de segunda mano, el plantel del Sporting, patrimonio inmobiliario, actividad bursátil, cómo perder vientre sin perder masa muscular, cronometraje sexual, posología diversa, síntomas corporales de gripe y examen de amígdalas.
      (Mira si estoy con fiebre. No tengo los ojos amarillentos, ¿no? ¡No me mientas!).
      Antes, todavía me hacían preguntas sobre el corazón. Pero ahora soy un desempleado en la materia. Vivo de la renta social de afectos; parcos y caritativos, rogados y atribuidos por compasión y pena. Incluso antes, cuando aún era practicante de la vida afectiva, los pareceres amorosos siempre me causaron nervios y dolores de estómago.
      (Clarinha quiere el divorcio. ¡Esa zorra, esa zorra! ¿Oíste?, y pensar que dejé de fumar por ella).
      Y yo, balanceándome en la silla, sintiendo sobre mí los ojos de los otros comensales, pedía ayuda a la servilleta estática en el regazo.
      (Más de tres años sin dar una; desde que nació João Maria está deprimida. Llega a la cama y me vuelve la espalda, ¡y ahora quiere el divorcio, la muy zorra!).
      En los programas de televisión tenemos cuatro hipótesis, dos completamente disparatadas, que nos limitan la respuesta correcta a un juego de probabilidades con cincuenta por ciento de hipótesis de éxito. Frente al café y sin los artificios del audiovisual, pensaba en una respuesta evidente, poco comprometida. Pero, como norma, optaba por la franqueza. (¡Qué vaina! ¡No lo sé!).
      Lo que desanimaba al interlocutor.
      (No le pasa, ¿no? ¡La muy zorra! Hoy me voy de putas, Francisco). Cuando empiezo a entusiasmarme con el nuevo delantero del Sporting, llega el café y es el diablo. El último, antes de que el empleado volviera con el edulcorante y un olor a juerga, me llevó un tercio del pulmón derecho y el aliento para subir la calle de Santa Justa.
      (El resultado de tus exámenes, Francisco. Tienes que dejar de fumar, Francisco).
      Con el último trago de cafeína, ya me veía arrastrando, lentamente y con dificultad, el carrito de oxígeno, un órgano externo pero contiguo al ser humano, metálico, que vence la calzada combatiendo las terrazas de la acera con rueditas de caucho y que se comunica con el resto del cuerpo mediante un tubo de plástico transparente enroscado en la nariz.
      (¿De plástico o de materia orgánica? Que el tiempo lo decida).
      A la hora del café, me casé. Después de dos removidas de la taza con la cuchara, el azúcar mal disuelto.
      (Francisco, estoy embarazada).
      No me perdonaste el silencio. La vacilación de segundos. El exceso de palabras dentro de la boca, amontonadas, impidiendo un encontronazo con las que estarían por salir.
      (Te compré una cubertería de plata, Clara. Tiene tu nombre grabado en los mangos de los tenedores).
      A la hora del café, me divorcié. Preguntabas, ya con el café frío.
      (¿No me oyes, Francisco?).
      Y yo oí. Te lo juro. Pero no podía, Clara. ¿Cómo puedo salir a toda carrera del restaurante siguiendo el rastro de tus lágrimas? El café frío y mis pulmones. Me cortaron un tercio del derecho, no tardó.
      A la hora del café, me pusieron cuernos.
      (La madre consiguió novio).
      ¿Era profesor de yoga o instructor de normas de tráfico? ¿Ya consiguió un trabajito, de esos que salen en el Correio da Manhã? Dile, por favor, que no beba café, Clara. Bebe café y es el diablo.
      A la hora del café, me quedo más pobre.
      (Choqué el carro, padre. Pero la culpa no fue mía).
      Y también perdí amigos a la hora del café.
      (¿Sabes quién murió?).
      Nunca lo sabía.
      El café es el último estimulante de coraje. La línea fina entre el miedo y la cobardía. Una especie de o hablas ahora o te callas para siempre. Aprendí a protegerme, me levanto furtivamente en el postre y llevo el carrito del oxígeno entre toallas, mesas y vasos de vino. Si en la fuga me cruzo con el tablero de los cafés, me alegro. Me escapé, ciertamente, del anuncio solemne de mi muerte.

 

3.
      Se alquila silla de color naranja

Fin de semana sí, fin de semana no, y a veces dos a tres días a la semana. Tuve residencia alquilada debajo de una silla de color naranja de plástico en el séptimo piso de un edificio de Olaias, propiedad de un cincuentón semidivorciado y padre. Silla de las modernas, que quedan ridículas al lado de muebles sin cornucopias de ikea, con un asiento en continuidad de la espalda, parca en juntas. El espacio me fue concedido por usucapión (creo que ése es el término jurídico, del latín usucapio, relativo a la posesión de un bien mueble o inmueble, como consecuencia del uso de este bien por un determinado tiempo). Al principio, el espacio se mostraba ideal para dos mudas de ropa dobladas con precepto, tejido poco dado a pliegues, una bolsa de higiene básica y zapatos cerrados, porque, si hay buen tiempo, siempre hay sorpresas y las sandalias de cuña tienen pocas garantías de versatilidad.
      En el momento del registro domiciliario, la funcionaria impaciente de la tienda de la Loja do Cidadão me frunció el ceño: «¿Silla de color naranja, en Olaias?».
      «¿Dijo Olaias?», preguntó, impaciente.
      «Olaias, le aseguro», respondí.
      «¿Sabe, al menos, el código postal?», entre suspiros, mirando la cola de otras que, como yo, aguardaban a su vez para registrar dos cajones de velador o un armario de baño o, las más afortunadas, tres o cuatro perchas del armario de un abogado separado, pero no divorciado, en Restelo.
      «En Olaias, el sistema sólo me reconoce una cómoda de cuarto y un estante de lavabo», me explicó, aburrida.
      «Busque mejor», con incomodidad. «A veces —cuando los niños se quedan en casa de la exmujer— cuelgo un vestido de noche, escondido detrás de sacos y abrigos, en el guardarropa de la entrada. No sé si ayuda en la ubicación».
      Las otras, cada una con su contraseña, midiendo el tamaño de la propiedad de la de al lado, esperaban para ser atendidas. Apoyada en la pared del fondo, después del mostrador y de las ventanillas, una mujer rubia de raíces oscuras y con un cigarrillo en un extremo de la boca le confesaba a la otra la mala suerte que había sufrido.
      «Imagínate tú que dejé dos lugares para dormir semanalmente en un sofá en Barreiro por un tocador destinado a la entrada de la casa donde sólo puedo dejar las llaves del auto y el tabaco».
      «¿Y dónde queda?».
      «En Ajuda».
      «Me parece gula de aquellos que quieren mudarse a Lisboa», criticó la otra.
      «¿Crees que registran esos tocadores?».
      Más afortunada, la interlocutora tenía para el intercambio dos semanas de verano en la esquina de Almirante Reis con Calçada do Desterro, en compañía de un anciano, bien casado, pero respetuoso, que la visitaba cuando la familia se iba de vacaciones a Ericeira. Entre las cuatro patas de la silla naranja, el espacio es exiguo, a pesar de que el cariño que vamos ganando con el hábito nos empuja al eufemismo: acogedor, estrecho, adecuado. El comportamiento femenino, no obstante, debido a nubarrones de vanidad, incapaz de concebir elecciones limitadas a la hora de decidir el traje diario, tiene tendencias para no respetar fronteras y colonizar territorio vecino. No hubo, pues, pocas veces cuando una manga de camisa o un segundo par de zapatos aparecieron en espacio ajeno. Al lado, cerca, pero no debajo y entre las patas de la silla de color naranja. Los estereotipos contemporáneos son poco indulgentes, siempre listos para catalogar comportamientos, y eso, que no era más que una inadaptación a espacios limitados, se convierte, sin darnos cuenta, en una necesidad de profundizar la relación, una completa falta de respeto por límites emocionales y por la incapacidad del otro de entregarse a una relación seria. De nada sirvió argumentar, asegurar que los zapatos Louboutin merecen más que un cuadrado de suelo, porque siempre pasé por sentimentalmente descompensada, intrusa e irrespetuosa. Ávida de compromiso. Una bomba biológica en cuenta regresiva. En fin, capaz de llevar a la histeria a cuarentones lastimados por compromisos pasados, a merced de excónyuges igualmente asfixiantes, y cuya poca capacidad de compromiso se resume a cortejar a universitarias, desayunar en cafeterías universitarias y, al atardecer, beber Dry Martini.
      Medir el estado de las relaciones en función del espacio para vasos de enjuague y cepillos de dientes es técnica antigua y certera. Cuando me harto de acomodarme entre yogures fuera de plazo en la nevera y cuchillas de afeitar desechables, formando parte del ecosistema sin alterarlo —cual investigador de la vida salvaje—, vuelvo a casa, donde puedo dejar los zapatos a la puerta y cabellos en el lavabo. En la entrada, la portera me pregunta:
      «¿Estuvo bien el viaje, doctora?».
      «Dos cajones de una cómoda y una percha», respondo.
      «No está mal, doctora. La última vez, si no recuerdo mal, tenía el respaldar de una silla para colgar el saco», argumenta la portera.
      «Estoy cansada de ser inquilina, ¿sabe? Voy a alquilar un espacio con un armario donde se cuelguen dos fundas para ropa que puedan ser colocadas entre vestidos de noche», le digo.

 

4.
      Se llamaba Graciosa. Fue asesinada

En realidad, no se llamaba Graciosa, porque hay que proteger la memoria de las personas, nombre ficcionado como se lee en los periódicos; la propiedad privada no es privilegio de todos y muchos hay que sólo tienen de ellos el nombre. Que se mantengan dueños de eso, amén. No se llamaba Graciosa, pero ¿qué importancia tiene? Tenía otro nombre, uno de ésos largos que las chicas, después del primer beso, aseveran que nunca les van a dar a sus hijos el nombre de abuela. El respeto por la edad sólo se gana con la edad. Vivía en una casa de dos pisos, con paredes descascaradas por la lluvia, cuando la lluvia descascaraba los árboles, y se las arreglaba todos los días para tapar la soledad. Lápiz negro en las arrugas de los ojos, los párpados del color de la bufanda morada, el pelo cobrizo y ralo bajo la boina francesa amarillo-tostado, en un limbo entre la elegancia y la decadencia. Una joya en la solapa. Las rosáceas muy vivas, los labios marcados en rojo sin contorno, cuando la edad, dicen, pide sobriedad y discreción. Máscara de color en la cara y andar de estandarte de circo. Sin luto. Y las vecinas.
      (Poco respeto por el marido, murió al volante, conduciendo, fue el corazón, hace tres años que lo llevaron a enterrar).
      La casa llena para llenar los vacíos. El corredor con muebles de los dos lados, no da espacio a desvíos en el camino, a vacilaciones, locerías, luminarias en cortocircuito, mesas de pie de gallo, madera buena, maciza. No es un mobiliario del que uno se deshaga. Dos santos en pedazos pegados con una cola excelente, el gato de loza, el calendario de 2009 de la diócesis, vendido de puerta en puerta por scouts. El corredor desemboca en la sala sin uso. El sofá tapado con una manta oscura, a causa de las manchas, a causa del polvo, a causa de los pelos de la perra, destapado en días de fiesta. Nunca destapado. ¿De qué color es el sofá? Princesa durmiendo a los pies. Con su modo lento y viejo de levantarse, la perra ya tiene hábitos de reina madre. Los retratos de los nietos son soldaditos de plomo en la parada militar, marcos modernos, otros no, alineados en la cómoda de la televisión. En la cómoda de la televisión, los nietos son siempre pequeñitos, rojos de llanto ante la insistencia del fotógrafo, una mirada mate en la camisa de cuello redondo, algunos bordados, el pelo pegado por la transpiración del esfuerzo de la primera prueba frente a la cámara. No hubo manera de arrancarles una sonrisa, de esas que muestran el primer dientecito, despuntándose.
      Los sábados se despertaba temprano. La sombra morada, el lápiz oscuro, el collar que no usaba durante la semana para ir al café, un rastro de perfume y de naftalina; en el rellano aseguraba que iba a pasar el fin de semana en casa de la hija, el feriado, el día de fiesta, Día de Reyes. Pero, por la noche, la sombra morada, el lápiz oscuro, el collar, la marmita de la sopa al fuego y el concurso en la televisión del dormitorio, con Princesa a los pies. Nunca quiso saber de ella, rechazando los colgantes navideños que me endosaba en la manija de la puerta, con vértigos frente a los ángeles barrocos de las paredes de la entrada del edificio; el San Agustín en la mesa de mármol partida por la mitad, la tabla de cocina de los chinos empaquetada y ofrecida en las fiestas en papel Continente. Criaturas enmarcadas que me miraban en la penumbra cuando subía las escaleras, después de una cena bien regada, consumida con mareos. La forma en que se inclinaba para espiar la decoración de mi sala de estar, olfateando compañía, me afligía. A veces le pagaba la renta, otras me retrasaba por descuido. En conversaciones, al repasar la memoria, me sorprendía buscándole el nombre. Cuando ella murió, estaba de vacaciones entre Jaipur y los bazares de Vieja Delhi. Los bazares de Vieja Delhi son como las pinturas en un rostro viejo, los tejidos y los abalorios hacen que veamos mejor la suciedad y las ratas.
      Nunca quise saber de ella, hasta que la policía judicial me dijo la hora del óbito, entre las tres y las cuatro de la tarde; ya las sirenas estaban calladas y se aguardaba al médico forense. Y las vecinas.
      (Sólo la vieron al día siguiente).
      El cuerpo atado a la silla de la sala, apuñalado en el abdomen, tal vez la silla del pasillo colocada frente a los retratos enmarcados de los nietos, soldaditos de plomo en la parada. Ella se resistió. El cofre de joyas por abrir. El collar que no usaba durante la semana para que fuera intacto al café. Princesa en la terraza, en su placidez de reina madre, confusa en las horas que tardan para el concurso de la televisión. Al repasar la memoria, me sorprendo buscándole el nombre.
      El policía insiste.
      (Lo lamento, no conocía sus hábitos).
      El policía insiste.
      (Lo lamento, no le conozco amigos).
      El policía insiste.
      (Éramos vecinas, puerta con puerta, pero lo lamento).
      Nunca quise saber de ella, más allá del lápiz negro en las arrugas de los ojos, los párpados del color de la bufanda morada, el pelo cobrizo y ralo bajo la boina francesa amarillo-tostado. Máscara de color en la cara y andar de estandarte de circo.
      (Estás con mierdas, porque la mujer fue muerta).
      Estoy con mierdas. Las vecinas. Cada una llora sus miedos. Como desconfío de Dios, yo, en la puerta de al lado, no rezo, duermo con luz encendida.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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