Aquel día sonó la puerta sobre las cinco de la tarde de un mayo abrasador a cuarenta grados. Dentro de casa el tiempo permanecía suspendido. Fuera, irrumpía el siglo xxi en las calles veraniegas, entre el grito y el júbilo; entre lluvias torrenciales, relente e insomnio. Como si algo o «álguienes» hubieran provocado un maremoto de tal intensidad que hubiera alterado vientos y subsuelos para transportar una onda extraña y poderosa a casi cualquier rincón urbanita del planeta; como si ese viento hubiera hecho temblar quicios y puertas para hacerlas golpear contra sus marcos; y como en esa imagen de Antonio Muñoz Molina: todo lo que era sólido dejó de serlo. O mejor, todo lo que había dejado de ser sólido para una parte dejaría de serlo para la otra. Este siglo había dejado a demasiada gente a la intemperie. Ni arriba ni abajo. Ni izquierdas ni derechas. Si estabas dentro, estabas dentro. Si estabas fuera, estabas jodido.
Yo nunca estaba en casa a esas horas, pero a finales de mayo, casi coincidiendo con la llegada del verano, había pedido dos semanas de vacaciones anticipadas en el trabajo para terminar de escribir un ensayo urgente en medio de aquella primavera madrileña de 2011, la bautizada como «Spanish Revolution». Sonó la puerta y, al otro lado, una mujer con un marcado acento de Madrid, de algún barrio inidentificable para mí, pidió que abriera. Era una mujer de mediana edad, de unos cuarenta y cinco años, con las mechas rubias gastadas por el sol y el descuido, en mallas y en camiseta. Y me miraba expectante. No me generó ningún recelo, así que abrí un poco más. Tardó un segundo en comenzar a hablar a borbotones y maldecir a la clase política, a los meses de paro acumulado, la prestación social agotada y la pensión de su madre que ya sólo daba para los gastos de Manuel, su hijo, de veinte años, que todavía vivía en casa mientras terminaba de estudiar Historia. Maldecía las tardes de invierno en las que la luz se iba demasiado pronto y a los sinvergüenzas de Iberdrola, decía, por cortarle el suministro después de llevar años pagando; maldijo a socialistas y a conservadores; y a los bancos que habían dejado en la calle a Miriam, su amiga de toda la vida, la que llevaba a Manuel al colegio de pequeño porque entraba en el turno de las seis. En ese maldecir desordenado, me hablaba del 15m, que había estallado hacía apenas una semana, de las calles desbordadas por jóvenes y después no tan jóvenes, de la necesidad de esa revuelta ciudadana en el centro de Madrid y de la preocupación por su hijo, que en pleno mes de exámenes se había plantado en la Puerta del Sol con la tienda de campaña.
Casi había olvidado que no conocía de nada a esa mujer, que había llamado a mi puerta y algo debía de querer, cuando cambió el tono, deslizó uno más serio y especificó una a una sus urgencias inmediatas: «¿No tendrás por ahí algo de salami, jamón York, leche, pan de molde, salchichas, chocolate? Lo que puedas darme».
No recuerdo qué saqué de la nevera, imagino que todo lo que cupiera en una bolsa. Me despedí, le di mi tarjeta, ya ves tú para qué iba a necesitar la tarjeta de una periodista, y se despidió desde la escalera alzando el puño que le quedaba libre: «¡Nos vemos en las calles, esto acaba de empezar!». Cerré y entonces empecé a maldecir yo.
Ese Madrid que había llamado a mi puerta desbordó la ciudad en los años siguientes. No hubo semana de tregua, ni estación en calma, ni elecciones tranquilas. La mayoría absoluta que conseguiría el Partido Popular tras ese verano no sería más que un falso dique de contención que socialmente se desbordaría in crescendo día a día y políticamente tres años más tarde, coincidiendo precisamente con cierta mejora económica.
Un Madrid rebelde prácticamente desconocido para una generación entera de jóvenes tiñó las calles con distintas mareas de protesta: las camisetas verdes de los profesores de instituto, azules por el intento de privatización del servicio del agua, blancas en defensa de la sanidad pública… A ellas acudían trabajadores de todos los rincones de España y estaban convocadas por colectivos espontáneos que se unían para evitar despidos, recortes salariales, desmantelamientos sociales; plataformas ciudadanas y funcionarios organizados que sustituían a los sindicatos convencionales; asambleas vecinales engrasadas con una precisión propia de otras épocas… Y no había mes sin marea, ni manifestación sin presiones policiales.
En medio de un ciclo que vaciaba y llenaba las calles con un ímpetu inédito, la clase media española se movilizaba con una soledad casi desoladora: sin secretarios generales de grandes partidos en la cabecera, sin sindicatos fuertes soportando la intimidación policial, las identificaciones indiscriminadas y las multas; ni siquiera el clamor de los liderazgos intelectuales sirvió para arropar a madres, padres, hijos, abuelos… La ilustre clase media, tan alabada después de la Transición, se batía en las calles en defensa de una democracia cuyos mecanismos de protección veían cada vez más debilitados y frente a una clase política dividida entre los corruptos, los temerosos ante las movilizaciones y los paralizados frente al momento histórico.
Madrid podía ser, según decía Mariano José de Larra, una pesadilla abrumadora y violenta. Podía ser lo improvisado y lo tenaz, escribía el poeta José de la Serna. Pero éste se parecía más al de Miguel Hernández. «De entre un follaje de hueso ligero surte un acero que no se desmaya». La gente protestaba y las autoridades buscaban modos de defensa. «Esta ciudad no se aplaca con fuego, este laurel con rencor no se tala. Este rosal sin ventura, este espliego júbilo exhala».
El shock de la crisis, el miedo a la pérdida de cierta sensación de estabilidad y el temor a que las causas señalaran a muchos con el dedo dejaron a la gente más o menos sola con sus clamores, más o menos sola protestando en las inmediaciones del Congreso, los domingos lluviosos, las tardes agitadas de los sábados con los aledaños blindados de antidisturbios, o avanzando en el goteo de reivindicaciones al calor del húmedo verano.
Es cierto que hay tantos tipos de Madrid como sus más de seis millones de habitantes. Muchos conocerán el de la capital y el financiero; el centro neurálgico que ocupa en ocasiones el podio de las ciudades más ricas del g7; el del paseo de la Castellana y los ministerios salpicados por la arteria neurálgica; el de las banderas que hondean en Cibeles dando la bienvenida a los foráneos. Está el de la Movida y el destape; los años de la lluvia dorada de Alaska a los restos del régimen, el Madrid maravilloso donde brindaba Sabina con Chavela. Y tantos otros. Está el Madrid turista y el global. El Madrid que da la bienvenida a los que llegan y que con su peculiar vacío de «nación» o «región» es permeable a cualquiera.
Pero hay otro Madrid.
Un Madrid intangible. El de los adoquines y la noche cerrada y la mañana abierta. Es el Madrid-Guernica. Un Madrid-revuelta que escapa al relato oficial y consigue que el resto de ciudades de Europa, del mundo si me apuran, acaben impregnadas por el efecto reflejo o de contagio.
La Transición, el golpe de Estado del 23f, los atentados del 11m, el mayo indignado del 15m… Los grandes hitos políticos y sociales de los últimos años dibujan una ciudad que no sale en las guías, cuyo nexo conductor apenas se intuye en las canciones populares ni se comenta en las barras de los bares. Uno tira de ese hilo y está la ciudad que nos ha ido cosiendo, imperceptiblemente, hasta unirnos —y da igual ser de Madrid que estar de paso— a una ciudad guerrera, alerta, empática y sentimental. Un Madrid de carreras delante de los policías uniformados de gris en la dictadura y azul en la democracia. Un Madrid que —no sabemos muy bien con qué receta— reacciona a la parálisis y al miedo. Un Madrid que nos salva. Eso es lo que volvió a pasar el 15m, como ya había pasado en los momentos clave después de los ochenta.
Ocurrió en el golpe de Estado. Aquel lunes monótono, de trámite, en el que la ucd (Unión de Centro Democrático) presentaba a su candidato, Leopoldo Calvo-Sotelo, con la garantía de que la votación saldría adelante. Fue el 23f de los disparos en el Congreso, que, tras una ráfaga de cuarenta y cinco estruendos, también fue el del fotógrafo que escondió el carrete en el zapato y lo sacó a la calle, el del camarógrafo que no apagó la cámara, el del director que decidió sacar el periódico a la calle. El de los repartidores que lo repartieron. El de los lectores que lo leyeron. Y, sobre todo, el de las familias que se iban a exiliar y no se fueron. De las cristaleras de las bisoñas instituciones que pudieron romperse y no cedieron. Lo decía Rosa Regás: claro que tuvimos miedo de salir al día siguiente, pero salimos.
En ese mismo Congreso de los Diputados también desembocaron las movilizaciones contra la guerra de Irak. En este caso, los policías disparaban pelotas de goma y bombas de humo contra los manifestantes en plenas escalinatas de la Cámara. Pelotazos que recogían los portavoces de los grupos de izquierda para, desde unas mesas improvisadas en la entrada, dar el parte de heridos. Fue en 2004. En la calle Carretas, cerrada por la policía y las barricadas de contenedores ardiendo, se podía ver a los vecinos sofocando a los manifestantes, tirando mantas desde los balcones. Y en Sol. Otra vez Sol. Se podían escuchar los versos recitados de Blas de Otero: «Me llamarán, nos llamarán a todos. / Tú, y tú, y yo, nos turnaremos, / en tornos de cristal, ante la muerte. / Y te expondrán, nos expondremos todos / a ser trizados ¡zas! por una bala».
Llegaron las balas. E impactaron en el corazón de Atocha, Vallecas, Santa Eugenia, El Pozo, los barrios obreros donde estallaron las bombas yihadistas. Nadie se quedó en casa. Otra vez, en las inmediaciones del centro, una mezcla extraña de estruendo y silencio desembocó en Sol —nuestro zócalo herido— una tarde de viernes y una noche de sábado. Era 11, 12, 13 de marzo. Y tal como escribió el poeta José Hierro, supimos por el dolor que el alma existe. «Llegué por el dolor a la alegría. / […] / Por el dolor, allá en mi reino triste, / un misterioso sol amanecía. / Era alegría la mañana fría / y el viento loco y cálido que embiste».
Después de esas balas llegaron otras. Fueron el martillazo y la patada en la puerta de más de medio millón de familias. El Congreso de los Diputados, foco sempiterno de las protestas, esta vez contra los desahucios desde aquel 15 de mayo del año 2011, e incluso antes, no pudo ser blindado por más vallas de acero colocadas para cerrar el paso, ni silenciado por las órdenes del gobierno de vigilar, perseguir, cargar y detener por delitos contra las altas instituciones del Estado a quien osara organizar las marchas o participar activamente. La presión social volvía a poder más que la barbarie.
Ha habido más momentos, muchos otros, los hay de indignación y de alegría, y todos sucedieron en la calle antes que en los despachos.
Por eso, quien camine por el Paseo del Prado y la Plaza de las Cortes, ante la estatua levantada a Cervantes, las figuras de García Lorca y Calderón, sobre los versos incrustados en dorado en la calzada del barrio de Las Letras, sobre el ángel de amor de Zorrilla, los muros de la patria de Quevedo, las oscuras golondrinas de Bécquer o el viento en popa a toda vela de Espronceda; a quien deslumbren desde Neptuno las fachadas del Palace y del Ritz o simplemente recorra el magnífico paseo desde Atocha a la carrera de San Jerónimo… Sobre esas mismas calles del Siglo de Oro hay decenas de historias mínimas, de nombres y apellidos de la gente corriente que no cita la Historia y estuvieron ahí; de las pancartas que quedaron prendidas en alguna reja, pinchadas en papeleras, colgando de algún poste, tiradas por el suelo: «España no se vende», «No nos vamos, nos echan», «Contra el genocidio financiero, stop desahucios».
Por Gran Vía, Tirso de Molina o Antón Martín está la impronta de los niños que aprendieron, a hombros de sus padres, cosas que entenderán quizá más tarde. Se puede oír el eco de manifestantes arrinconados por la policía entre contenedores de aceras estrechísimas, y ver la imagen de ese joven que en un aniversario del 23f levantó un cartel frente al Congreso: «Hace treinta y dos años se defendió aquí la democracia. Hagámoslo otra vez». Y de nuevo la policía que, incluso en ocasiones, también miraba a otro lado y bajaba los brazos. Están los bares de las cañas después de cada marcha y los enchufes insospechados donde se recargaron los móviles y dispositivos que difundieron la voz y la imagen de lo ocurrido mucho antes que los editoriales oficiales. Desde ahí, bajando por Alcalá o por cualquier salida hacia el kilómetro cero, se llega hasta la placa colocada en la Puerta del Sol hace seis años una vez levantadas las tiendas de campaña: «Dormíamos. Despertamos».
Ese Madrid difuso está ahí. Contiene casi todas las causas y razones de la historia reciente. ¿Cómo llegamos al 15m? ¿Qué ha ocurrido después? En España todavía seguimos respondiendo a estas preguntas, inmersos como estamos en ese ciclo donde gran parte de lo conocido saltó por los aires, donde, salvando maniqueísmos, quedaron los que se atrincheran y los que intentan construir otro país: un territorio abierto para otras maneras de relacionarse, de hacer, de ser y de estar. De ejercer y distribuir el poder. Nuevas branquias para los nuevos vientos.
Parte del pistoletazo a este último punto de inflexión lo dieron los más jóvenes. Y, aunque se les acusa de tender, en ocasiones, a pensar que inventan, escriben y hacen lo nunca antes hecho, escrito o inventado, hay algo más perjudicial: aquellos que niegan la dimensión de los hechos de los que ya no son protagonistas o de los que van a despojarles de ciertos privilegios.
Aun así, no hay quien extraiga respuestas si aplasta el embudo por arriba o por abajo. En medio de esta ruptura generacional, no puede haber jóvenes sin mayores, ni mayores sin jóvenes. Ni respuestas válidas a los interrogantes cruciales de nuestro tiempo si una mujer, en una tarde cualquiera de mayo, tiene que ir por las casas en busca de comida, en un entorno de sálvese quien pueda; de un menspreading permanente del más fuerte; de un hábitat desigual y, por tanto, caníbal.
Si en Madrid las preguntas se hicieron en la calle, fue en parte porque ése es el espacio que nos iguala a todos. Conscientes de que ahora las soluciones deben buscarse en otros lados, se han vaciado. De fondo queda esa ciudad que se desborda, acude al rescate y vuelve a recuperar lo que siempre se recupera: la vida cotidiana, esa ciudad en cuyo latido todo puede volver a ser posible, el enclave en el que, si recuerdas dónde se alumbraron las preguntas, no hay lugar para respuestas muertas.