Despertar / Eva Dí­az Riobello

Desde la ventana principal de la mansión puede verse el agua verdosa del pantano, que asoma entre la espesura como un ojo tétrico que vigilara la casa. El camino que lleva hasta él apenas se distingue entre la vegetación salvaje del bosque, un desorden de árboles y flores aromáticas que parecen querer atrapar al visitante desde el momento en que se interna en la maleza. El tiempo aquí no transcurre igual que en el resto de la comarca. El aire deja sobre la piel un rastro pegajoso y el canto asustado de los pájaros sigue resonando en los oídos mucho después de haberse extinguido, como si el viento atrapase las notas en una telaraña de aire.

      En estos momentos, una furgoneta de reparaciones permanece aparcada al borde del camino, protegida por la distancia que separa la carretera de la antigua mansión. Dentro de la casa, siete pares de ojos observan al hombre de peto azul que camina hacia la puerta, vacilante, revisando una y otra vez la hoja de papel con la dirección escrita, mientras la madera desvencijada de los escalones cruje a cada paso que da. Nadie visita ya esta zona del pueblo, no desde que murió la anciana Isabela, ya centenaria, llevándose consigo el secreto de su fortuna y sin dejar tras ella a ningún heredero que la reclamase.
      Ahora la vieja casa parece haber cobrado vida propia en su ausencia y los cristales polvorientos se niegan a mostrar sus secretos cuando el hombre, un muchacho moreno de aspecto rudo, hace un hueco con las manos y trata de escudriñar en su interior. No ve los siete pares de ojos brillando en la oscuridad, a poca distancia del suelo; siete cabecitas que se juntan y cuchichean mientras el hombre golpea la puerta, gritando: «¿Hay alguien?». Tampoco escucha el rumor del viento agitando los árboles, como si quisiera responder a su llamada con un susurro apagado de hojas verdes.
      Más tarde, tal vez mañana, algún policía incauto que siga la pista de la furgoneta abandonada se arriesgará a adentrarse entre los árboles, encendiendo una linterna en las zonas más oscuras, adonde apenas llega la luz helada del día. Mientras revisa cada bulto del camino, o esquiva esas ramas nudosas que a veces asoman entre la hierba como manos petrificadas, es posible que silbe para quitarse el miedo. Y silbando llegará hasta ese claro que pocos lugareños conocen, porque quien lo descubre rara vez consigue regresar.
      Para entonces, la presencia de un árbol frutal en medio de un bosque negro e inhabitable no le sorprenderá, aunque sí se acercará fascinado a esas manzanas grandes, de un rojo incandescente, que invitan a morder su piel dulce. Seguramente, mientras admira el árbol no escuchará los gritos de la persona que busca, congelados en el vacío de este paisaje intemporal. De todas formas, ya no podrá hacer nada salvo morder la piel crujiente de la fruta y dejar que el círculo se cierre lentamente, una vez más.
      Ahora, sin embargo, el tiempo aún parece detenido en el porche despintado y sucio de la mansión, con ese hombre del peto azul golpeando la puerta, irritado, hasta que ésta se abre con el crujido de la madera seca. Algunos rayos de sol alumbran el recibidor oscuro y allí, en una esquina, el visitante descubre las siete figurillas, a cual más pequeña, que sollozan y se apiñan asustadas al verlo entrar.
      El niño más alto, tendrá unos once años, se coloca protector ante los otros seis y parpadea tratando de protegerse de la luz. Tiene unos enormes ojos castaños que ocupan la mayor parte de su rostro consumido. Si la oscuridad no fuese tan engañosa, si el candor de su voz no fuese inconfundiblemente infantil, tal vez el hombre del peto juraría haber distinguido unas finas arrugas agrietando los ojos del niño mayor, y puede que una pelusilla rubia alrededor de su barbilla afilada; pero pronto le rodean todos, hablando a la vez, tirando de su ropa hacia el sótano, donde, dicen, su hermana está convaleciente desde hace días.
      Él los sigue, preguntándose cómo puede alguien vivir en esta casa de maderas carcomidas, jirones de papel escarlata colgando de las paredes, nubes de polvo que envuelven a los niños mientras corren delante del muchacho, aprisa, aprisa, una puerta verde al fondo del pasillo, una escalera que se pierde en la negrura. Y allí, escondida entre telas y muebles viejos, está ella, inmóvil, con su gélida belleza intacta tras el cristal empañado del congelador.
      Es imposible averiguar cómo sus hermanos lograron auparla ahí dentro, con esos brazos de huesos quebradizos que les da el aspecto de una manada de gatos hambrientos. Tal vez lleve días muerta, pero el mayor suplica al muchacho que haga algo, les han cortado la electricidad, aunque el frigorífico parece emitir un resplandor helado, una energía que invita al hombre a asomarse una vez más, sólo un vistazo, para contemplar ese rostro suave de labios carnosos, melena negra y pestañas largas como un sueño.
      Su piel es puro hielo cuando la tiende sobre las baldosas sucias del sótano. Los niños se han apartado y sus cuchicheos se alejan en la oscuridad, cada vez más apagados, al tiempo que sus pupilas se encienden como los de una alimaña al acecho. El muchacho palpa la ropa de la joven en busca de su pulso huidizo y roza sin querer los pechos grandes y apretados bajo la blusa, le aparta el pelo y de nuevo acaricia sus pechos y su cuello y su boca, que ahora se entreabre, mostrando la punta rosada de su lengua.
      El hombre apenas siente escapar el último resquicio de cordura mientras comienza a desabrocharse los botones del peto, uno a uno; los niños siguen ahí, pero ya no puede detenerse. Le sube la falda a la joven, y el tacto de su piel es dulce y sedoso, le arranca la ropa y, sin contenerse ya, la embiste una vez, y otra, y otra más. Los minutos pasan y en algún momento ella abre los ojos y clava en él sus iris verdes como el agua del pantano, como el bosque que ahora agita sus ramas con violencia, aunque no sople ni la más leve brisa.
      Los dos se cabalgan frenéticamente unos minutos más, como animales sedientos, hasta que el éxtasis pasa y ella hunde la cabeza en el cuello del hombre, jadeando. Él tarda unos segundos más en notar ese dolor afilado, dos pequeñas agujas clavándose en su garganta, y grita, pero su voz se rompe, grita pero el abismo se apodera de él y ya sólo es capaz de emitir un murmullo gutural, mientras sus pupilas se funden poco a poco en la nada.
      Cuando la hermana mayor se incorpore por fin, con sus labios aún más rojos de lo habitual, los siete pequeños seguirán agazapados en sus escondrijos, temblorosos, por si su sed no ha quedado saciada. Si allá lejos, en el corazón del bosque, el policía también ha sucumbido al hambre y ha mordido uno de los frutos del árbol, ahora ya estará profundamente dormido, atrapado en un sueño inquieto, mientras su cuerpo se encoge y retrocede hasta un tamaño mucho más manejable. Antes de que despierte, la hermana mayor —que, para qué ocultarlo, guarda un inquietante parecido con la difunta Isabela— mandará a uno de sus niños a recogerlo y traerlo a la casa.
      El tiempo aquí no transcurre igual que en el resto de la comarca. Es posible que hayan pasado días desde que el muchacho llegó a la mansión, o segundos desde que el policía probó la manzana. Es difícil determinar cuándo el bosque recibirá un nuevo visitante. Y, mientras, nunca hay suficientes niños para aplacar a la joven de rostro blanco como la nieve, que, ahora, bajo el manto protector de la luna, sale al jardín y se estira voluptuosa mientras otea el horizonte más allá de los árboles, olfateando la llegada de su próximo príncipe.

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