Medardo camina y sabe que ahora pisa sobre su propia desgracia. Ha tenido que tirarse a las salinas, no para picar esta vez, por necesidad se ha largado con una mula, apenas provisto con lo indispensable para un día, el agua, la ropa para cubrirse y la bolsa, haciendo un arco al que pocos se animan, para saltear, sin asomarse, los últimos pueblos de la provincia y hasta más allá del límite, mejor no arriesgar la suerte, se ha dicho, y que alguien pueda verlo, tendrá que evitar todavía el puesto de la caminera y seguir hasta Recreo, allí donde estará la Tina esperándolo, recién entonces van a estar los dos a salvo. Pero se le ha muerto la mula a poco de andar, y a pesar de la desgracia todavía camina, el tranco persistente, todavía puede aguantar la sed, está orgulloso de lo que ha hecho, el desafío lo anima y tiene la bolsa y lo espera la Tina, ésa es toda su esperanza, pero por ahora, a pesar de que se ha cubierto como ha podido, tiene las pestañas blancas y el pelo blanco, la boca seca, y aunque empapado en su propio sudor, la ropa mojada, tozudo, todavía camina, a buen ritmo, aunque ya no esté liviano ni se acuerde de lo fácil y alegre que se le hizo todo al principio, cuando salió en triunfo, con la bolsa para él solo y la promesa de la Tina de que estaría esperándolo en Recreo.
Sabe que en Lucio V. Mansilla no hay nada que le sirva, ni una sola de las ochocientas almas del pueblo, pero tiene la esperanza de que en Totoralejos, en el apeadero abandonado del ferrocarril, esté todavía la vagoneta del mantenimiento que hace unos meses ha visto. Si no, todavía tendrá un trecho por la salina, para no pisar la ruta nacional demasiado transitada, pero además, aún tiene que evitar la compañía salinera, aunque esté abandonada, todavía llega por ahí, de tarde en tarde, el camioncito destartalado, los fierros carcomidos por el talco fino de la sal, la sal come, flota siempre en el aire de ese mar seco, blanco, casi infinito, el camioncito entra con la cuadrilla que él conoce bien, como que muchas veces ha paleado sal con ellos, una docena de peones, la cabeza tapada con sombreros y gorras, guantes, el cuello envuelto en trapos, la piel escondida allí donde el aire pueda alcanzarla, los ojos cubiertos, porque los ojos se dañan, antes o después la salina deja ciegos a los que se le atreven. Medardo se ha cuidado bien de pasar por la vieja explotación salinera, está seguro de que si por casualidad cualquiera de aquellos pobres diablos lo viera le avisaría al Tiburcio de inmediato, así es como lo quieren, a todos y cada uno les debe algo, vienen con el camioncito sin pintura, sin puertas, con sus picos y palas, chirriando sobre el desierto blanco, incandescente, crac, crac, se quiebran como huesitos de pájaros los ínfimos cristales bajo los pies de Medardo, su paso lleva el ritmo que bien conoce, los golpes que trocean la escasa profundidad de la sal, el ritmo que conoce y no le cuesta seguir, crac, crac, crac, es el sonido de los pasos y de los picos y las palas en la salina que Medardo ya no escuchará jamás, como que ha decidido para siempre que desde ahora en adelante los que piquen serán otros, y para eso tiene con él la bolsa y a la Tina esperándolo a salvo, ya habrá cruzado el límite, ya estará en la pensión de Recreo como él le ha dicho.
Estaba seguro de saber guiarse, por instinto, seguir la línea más corta, atravesar las salinas, pero las desgracias no han querido dejarlo tranquilo. Se le ha muerto en el camino la mula, ha llovido a la noche y con la lluvia, contenida por los irregulares bordes que acumula el viento, se han formado esas extrañas lagunas, a veces chicas, otras muy grandes, lagunitas sin profundidad pero que desorientan, cambian la geografía, cambian el paisaje. Cerca del mediodía, cuando el agua se evapora con más fuerza, con la temperatura casi a cincuenta grados, puede verse cómo sube ese vapor picante, presente en todos lados como una sábana cálida que al caminar se atraviesa con dificultad, salada, desgarradora, la piel se ampolla, con el tiempo se hace gruesa, se endurece. Medardo no ha tenido más opción que entrar, un poco patinando, en los guadales que se han formado y los pies, aunque ha tratado por todos los medios de evitarlo, están ahora mojados, cada alpargata se parece ya a una bota de yeso, más pesada, más pesada y, gracias a la lluvia, el polvillo blanco se eleva formando un vapor ácido, suspendido y flotando en el viento cálido, es un talco salado que al respirar emborracha, que nubla.
Ha pasado la noche amparado contra el cuerpo sin vida de la mula y al amanecer ha empezado a caminar, aprovechando que el calor todavía lo permite, llevando consigo un poco de agua, las ropas con que se ha cubierto y aquella bolsa, para aprovechar el poco de fresco de la mañana. Y es entonces, cuando el sol parece haber alcanzado el mediodía y el calor se hace insoportable, que ha dudado entre seguir caminando o esperar a que el atardecer pueda traerle algún alivio, pero no tiene dónde guarecerse, y cree estar cerca de Totoralejos, de la vía del tren, el transporte seguro, aunque con el reflejo, el calor y la sal flotando hace rato que no está seguro de nada. De cualquier manera ha decidido arriesgarse, seguir rumbo al norte, sabe que si no hay vigilancia y logra pasar al otro lado de la ruta habrá pastos, un poco de verde, algún cardón del que podrá comer la carne jugosa, algo de sombra. Ya le parece oír los pájaros, oler el humo de alguna casa de más allá del límite de las salinas, pero el reverbero del sol sobre la sal es insoportable, le dificulta ver nada, pensar con claridad, ahora cree distinguir los rieles extendidos que la cuadrilla arma y desarma cada día para trabajar, los pequeños vagoncitos de carga en que aquellos pobres salineros trasladan la sal que pican y palean hasta el camión, está casi decidido a pedir ayuda, aunque sean los de Lucio V., lo más probable es que lo entreguen, aunque ya le da lo mismo si es que tienen agua y pueden sacarlo de allí, pero a poco de andar, en medio de sus cavilaciones de si entregarse o no entregarse, ve que no hay los pequeños vagones ni rieles extendidos sobre la placa blanca, que ha sido su imaginación, la urgente necesidad de llegar a algún lado cuanto antes. Iba a tener apenas un día de camino y las provisiones necesarias, pero se le murió el animal, entonces cargó el agua, el abrigo indispensable y aquella bolsa por la que había matado a Román después del asalto y por la que se había echado al desierto, y sin agua caminó otro día entero, acostumbrado a aguantar la sed en los salitrales.
Ahora por fin cree haber llegado a los pastos, estarán apenas cruzando la ruta, ahí estarán los cactus y el verde de la hondonada, apenas detrás de esa pequeña loma que ha de estar tapándole por unos minutos la vista que tanto anhela, un paisaje diferente que corte el dolor que le produce el blanco feroz de la salina, y sin embargo se para en seco, los pies embrutecidos han olfateado el escollo, la sangre se agolpa a lo largo del cuerpo, en la cabeza, en los ojos, pero no puede ser, la poca lucidez que le queda se niega a creer que sea cierto, allí está el Tiburcio, parado, junto a una damajuana forrada de arpillera húmeda y fresca, no puede ser, es espejismo, el espejismo es fácil en el aturdimiento que produce el calor en la salina.
Y sin embargo está ahí, el Tiburcio, con una jarrita de metal en la mano, la sonrisa rectangular, tranquilo, con gesto pausado Tiburcio sirve ahora el agua a borbotones sonoros, no desperdicia ni una gota, levanta la jarra y la ofrece desde lejos.
—Servite, Medardo, es para vos. Yo estoy fresco ya.
No hay dudas de que la risa baja, ronca, es la de Tiburcio, ya sea bondad o trampa, frente a un Medardo desarmado, sin la mula no ha llevado más que lo indispensable para salvar la vida, manta y agua, y aquella bolsa. No hay forma de que haya sabido dónde esperarlo, ni cuándo, además no ve Medardo cabalgadura alguna en los alrededores; aparecido, piensa, no es real, el cerebro agotado confunde realidad y sueños, pero el canto de plata del agua en la jarra lo intranquiliza demasiado.
—Tomá, Medardo. La mamajuana está llena, hay de sobra.
Medardo toca la bolsa colgada en bandolera, piensa si habrá de resignarla a cambio de agua, o si es que tiene otro remedio, pero ¿y si el agua estuviera envenenada? cuál es la trampa, se pregunta, tiene la irremediable sensación de que Tiburcio va a quedarse con la bolsa de cualquier manera, su antiguo jefe estará armado, aunque no se le vea el revólver.
—¿Y de ‘ai, Tiburcio? ¿De madalena del socorro en el desierto, ahora? —con el susto Medardo ha recuperado un poco la compostura, aunque la boca reseca apenas le permite unas palabras pastosas, sofocadas.
—Y de ‘ai qué, compadre. Tome el agua y conversemos tranquilos. ¿No estaba con usted mi primo Román, que se le había hecho tan cercano?
Medardo ha decidido arriesgar y tomar el agua, y se acerca.
—Acompáñeme a la hondonada, y nos sentamos a platicar. Ahí hay sombra. Vea, tome el agua primero, hay un trecho todavía. Nos sentamos y ahí le abro un cactus jugoso. No tiene usted cuchillo, ¿no, compadre?
No me va a dejar llegar, piensa, Tiburcio sabe que si puedo llegar allí, con los cactus no necesito el agua, pero para qué, si debe tener revólver. Medardo da dos pasitos hacia la derecha, para tantear nomás, estarán a unos diez metros uno del otro, y en cuanto se mueve ve que Tiburcio se mueve con él, en paralelo, al momento, como si de un espejo se tratara.
—¿Me vas a matar, Tiburcio?
—Por qué, compadre. ¡Pero mire qué me dice! El sol y la salina han de ser. Tranquilo, tenga, beba.
Medardo, se ha acercado lentamente, quiere hacer ver que no desconfía sino que sus movimientos cuidadosos son solo el resultado del cansancio, pero intenta estar alerta y, sin ofrecer ni mostrar la bolsa, toma la jarra y apura el contenido, parecen crujirle la garganta y la piel a medida que van recuperando el agua, y antes de que baje del todo la jarra ya está allí Tiburcio llenándola de nuevo con el gesto amistoso.
—¿Y qué hay de Román, Medardo? ¿No salió con usté?
—No, Tiburcio. Fui yo solo. No estaba Román.
—Y usté tampoco vio a la Tina ¿no?
—No, créame que fui yo solo. Hace días que no los veo al Román ni a la Tina.
—¿Muchos días?
—Aquí tiene la bolsa, Tiburcio. Yo sé cuando he perdido.
—La bolsa es suya, Medardo. El trabajo lo hizo usté. Otro día lo haremos juntos, como habíamos conversado. Llevelá, compadre. Al que busco es a Román, que se llevó a mi mujer.
—Se la dejo y sigo. Tenga la bolsa, compadre, por el favor que me hace.
—Tranquilo, llevelá, le digo. Otro día ya me pagará el favor.
—Entonces, estamos en paz, Tiburcio.
—Sí, en paz, compadre.
Medardo empieza a caminar, instintivamente hace un semicírculo cuyo eje son los pies de su antiguo jefe. Cuando lo sobrepasa, vuelve a saludar con la mano levantada y retoma la línea recta hacia la hondonada. Y aunque sabe que ni aun rezando merecerá ya el favor de la Virgen, por una vez ruega para que el tiro de su antiguo jefe le dé pleno en la nuca y lo fulmine, ruega a la Virgen, y por las dudas también al infierno, para que el Tiburcio no le apunte al muslo, o a la cadera, como piensa que ese hijo de puta sin dudas hará, para dejarlo allí, en el sol insoportable de la salina, tan cerca de la ruta y del final de la travesía, y del verde que ya casi se estará viendo desde la pequeña altura en donde está parado Tiburcio.