Salimos de la costilla de una montaña [fragmento]

Lulua Almansuri

(Ras Aljaima, Emiratos Árabes Unidos, 1979). Con Cuando la tierra era cuadrada (Ittihad kuttab wa udaba al-Imarat, Abu Dabi, 2020) ganó el Premio Sheikh Zayed del Libro en 2013.

1. Tumba de la montaña

¿Acaso se dibuja el alma?

Tal vez… de color blanco, sobre una hoja completamente blanca.

¿Cómo podría dibujar los cadáveres que se elevaron de la ciudad, los espíritus por orden de Dios?

Sólo tengo dos colores: ¡para un mar y para una montaña!

Se queda cojo el cuadro sin un bote salvavidas.

<<< 

Salí de la costilla del monte Yais, un monte que se devora a sí mismo y crece, que abraza inquietamente nuestras casas en la costa y que duerme tranquilamente a la vera de las historias. Al norte, en la costa de Ras Aljaima, el monte Yais es el pico más elevado de los Emiratos.

Mi padre dice que los países se mueren y que al hacerlo sólo dejan a sus buenos hijos, que rezarán por ellos.

La montaña es ese buen hijo de la ciudad. Sus oraciones ascienden inmediatamente al cielo, sin enfrentarse a los bombardeos de una estrella fugaz ni a las embestidas de Satanás.

Nunca mueren las ciudades, porque reciben el amor de las montañas. Y Yais es una montaña que nos quiere y a la que nosotros queremos. Mi ciudad ha surgido de los mismos anales del tiempo y ha vivido el tiempo que Dios le decretó, que fue aquel que duró hasta que los corazones de los hombres se tornaron más duros que las rocas de las montañas. Las mismas montañas que empezaron a destrozarse y a agrietarse por miedo a Dios, suplicándole que no dejara que los cielos cayeran encima de ellas, sofocándolas y lapidándolas.

Mi ciudad nunca se quita de encima el color negro. La misericordia del rey de las montañas no ha sido suficiente para cambiar el rumbo de la ira que ha descendido. Las montañas se han partido en dos, han caído prosternadas y han quedado enterradas en el fondo de la tierra.

Yais se puso de pie ante Dios, estremecida por llevar la responsabilidad de otra ciudad, y suplicó: «Dios…, si es tu deseo que me postre, me destruiré a mí misma». Sin embargo, la voluntad universal se reveló con misericordia y nuestra montaña practicó la paciencia y la recitación, alabó a Dios y le temió.

2.

Mi madre me echa agua a la espalda, pidiendo a Dios que me bendiga con una descendencia que me ayude a aumentar la cantidad de cuervos que rompen el silencio de la mañana con su graznido sobre las montañas. Con cada paso que doy hacia el cementerio del pueblo, le recito a la montaña al oído las aleyas del castigo con un miedo sumiso, obedeciendo a mi madre y siguiendo su consejo de no molestar a la montaña con mi canto, dado que Yais es el minarete de la ciudad, por lo que no debíamos profanarla con caprichos ni tonterías.

Mi madre dice que la ciudad sufre de vejez, un mal debido a un conjuro enterrado en un abrir y cerrar de ojos en el muro de arcilla del cementerio de la montaña y, dado que soy la única que se ha librado de las garras de ese mal, cada día me envía a las tumbas para que me entretenga hurgando en los agujeros de la pared o haciendo otros.

Después de recitar con cada uno de mis pasos las aleyas del castigo reveladas a la gente, tenía que continuar relatando un cuento corto a la pared del cementerio antes de proceder a excavar en su deteriorado cuerpo.

Cuento mi historia, que memoricé, y la repito a lo largo del tiempo de ese mal que se ha extendido en el pueblo: «Soy Hind…, la única que se ha salvado de la vejez en la ciudad prohibida. Esa ciudad que, como castigo, no celebra la Fiesta grande hasta que desaparece la luna. Y aquí vengo yo, a continuación, para celebrar con los muertos. Mi pueblo dice que los nacidos en el mes de muhárram nacen con medio pulmón y, dado que nací con la luna de muhárram en mi pulmón, mi madre me ha escogido para ti, oh, monte Yais».

Con la daga de mi padre apuñalo la tapia del cementerio. Asesto una puñalada tras otra, lo cual hace que la arcilla caiga repetidamente junto a los restos podridos de unos huesos que exhalan olor a recién nacidos. Clavo la daga ávidamente, como queriendo disfrutar de ese olor y presenciar su nacimiento, aunque deba ser a través de una riesgosa cesárea.

¿Acaso también han sepultado a los muertos en el interior de la pared?

¿O han sido los vivos los que han recogido los restos de los muertos elevando con ellos el muro de un cementerio?

¿Y qué muerte es esta que exhala olor a parto?

Entre los cuernos de un diablo se ubica el sol. Salen niños rojos y sin pelo de las fauces de la montaña y, carentes de toda sombra, hacen danzar sus rabos a los pies de ella.

Ésta es justo la hora de volver a casa. No hay ninguna oración cuando toca esa hora injusta. Y, como de costumbre desde hace mucho tiempo, vuelvo dejándome llevar por el viento, poseída por el olor a nacimiento, con las manos desprovistas de cualquier tipo de conjuro o hechizo.

Mi madre me dice que todos los niños de la ciudad son mis hermanos, pues soy la única que salió sana y salva de su útero. «Enarbolas la bandera de la montaña y la de mejorar la descendencia», dice mi padre.

Camino melancólica por nuestro valle a la hora del ocaso entre la multitud de niños viejos que juegan los unos con los otros dos o tres días, o dos o seis meses, y al cabo se duermen en una pequeña mortaja para llevarlos como un cadáver… Un cadáver hacia el cementerio. El resto de los hombres de la ciudad, junto con mi padre, se encargan de enterrarlos de forma colectiva a veces a una profundidad de seis pies, para que la ciudad no sufra la vergüenza de la pestilencia a podredumbre humana.

Llego cada mañana calurosa echando agua y agujereando la pared del cementerio, en busca del conjuro de la muerte que arruinó la ciudad con la vejez.

De mis padres, tuve cinco hermanos. Todos cayeron en el mismo hoyo de una misma fosa común y en una mañana con el mismo cólera.

Mi madre los parió por separado a lo largo de cinco años. Sin embargo, se marcharon juntos.

Nacieron ancianos, con la cabeza grande, la cara arrugada, los ojos desorbitados, la nariz chata, sin cejas ni pestañas y la cabeza calva tan transparente que deja ver los vasos sanguíneos. Nacieron con aterosclerosis y cardiopatías. Sus latidos, irregulares, parecían detenerse completamente por momentos.

Todo lo nuevo que sale del útero de la ciudad nace anciano. Y aquí estoy yo, como si naciera en un momento excepcional fuera de los cálculos de la ira que arrasa la ciudad. Tal vez naciera de la costilla de nuestro monte Yais, tan humilde siempre ante los temblores marítimos. El mar puede traicionar a sus seres queridos. Sin embargo, la montaña, a pesar de ser una roca gigante profundamente arraigada a los secretos de la tierra, sigue suplicando a Dios su misericordia y bondad para apartar esa angustia.

«Dios, libra a nuestra ciudad de esa angustia o déjanos vivir con honor y capaces». Así reza la ciudad en cada rogativa para que llueva.

3. La roca es la sangre

La tragedia se repite una vez más en mi ciudad, que se retiró y se atascó en una pérdida irreparable, en una roca que brotó de la cabeza de Yais y rodó hasta quedarse atrapada entre sus dedos del pie, concretamente encima del pulmón de nuestra ciudad.

Desde ahí, desde la roca ingrata, surgieron una tras otra las maldiciones contra el espíritu de mi ciudad, inmersa en el pecado.

Por eso, mi abuela siempre grita: «El conjuro está en la roca, no en el cementerio».

A eso añadieron que la roca en sí es un conjuro elaborado por un yinn que envidiaba a la humanidad.

¿Y si esto fuera cierto?

¿También querrían que excavara en una roca del tamaño de una montaña para sacarles el conjuro?

«Si no sabes adónde vas, no sabrás cuándo has llegado»; un grito aterrador que lanza el eco de Yais hacia cada paso que doy por las mañanas de camino al cementerio. ¡Busco el conjuro del diablo y no sé ni cuándo ni dónde lo encontraré!

Tal vez fuera implantado en el cráneo de un niño.

O en la cadera rota de una mujer.

O en la tapia del cementerio.

A veces, me hace falta vender algunos víveres de nuestra humilde casa para comprar el testimonio del sepulturero. Con frecuencia, le he vendido dagas de mi padre y ollas de mi madre a cambio de su ayuda para excavar una tumba.

Él cumple, aunque siempre insiste en excavar la tapia del cementerio y no las tumbas, siguiendo las creencias de los ancestros de que los muros son caldo de cultivo para la magia y pasto para los milagros.

¡Dicen que un viejo anciano con poderes sobrenaturales se introdujo hace mucho tiempo al otro lado de estas montañas e hizo nacer países enteros desde la tapia de un cementerio, con todo lo que éstos incluyen: jardines, palmerales, estanques, fortalezas, castillos, nubes y pájaros!

¿Por qué no pidieron ayuda a un hombre que obrara milagros para acabar con la plaga que asolaba la ciudad?

«Porque tú eres la única hija de Yais, la montaña de los milagros», vuelve a rugir el fuerte eco de entre las costillas de las montañas.

4. Final del primer comienzo

Cadáver núm. 135.

De un niño viejo, por supuesto.

Se desvaneció a la puerta de la mezquita cuando la gente estaba haciendo la tercera postración de la oración del mediodía.

El almuédano gritó mi nombre para que cargara con el cadáver y para que los hombres de la ciudad caminaran detrás de mí rumbo al cementerio.

Como de costumbre, excavaron una tumba pequeña y ancha, como si fuera para un oso de la montaña, asperjaron agua y se marcharon para seguir con sus quehaceres diarios.

Yo me quedé cerca de la tumba y recité una aleya: «Si hubiera un Corán en virtud del cual pudieran ponerse en marcha las montañas, agrietarse la tierra, hablar los muertos… Pero todo está en manos de Dios».[1]

¡No sé cuánto tiempo me he perdido en el laberinto de la lectura sobre la historia de la ciudad!

Me confunden la crueldad de las letras, los símbolos y las personas que destacan en su cuerpo. Con cada punto y aparte que leía pensaba que me atacaría la cara, convirtiendo mis rasgos en los de una mujer anciana atrapada en la ropa de una adolescente o encerrada en el hígado de una roca desde tiempos inmemoriales.

Mi madre me regaña para que deje de burlarme y de despreciar el tiempo. Con cada momento perdido en la vida de la ciudad, una mujer da a luz a un anciano que no sabe cuánto tiempo vivirá entre nosotros. Aun así, su estancia obligatoria en el cementerio de la montaña queda absolutamente evidenciada.

Lo que más temía mi ciudad era que dejara de encargarme de buscar y recuperar el conjuro de la vejez fuera donde fuera, en la pared de la tapia del cementerio, en la tumba de alguien, en el corazón de la roca de sangre o, incluso, en el pomo de la puerta de nuestra casa.

¿Cómo podría reconocer el sitio donde yacía el talismán desde hacía millones de años, en tiempos que nadie recuerda?

Mi madre insiste en que fue un mago el que, con un conjuro, tejió los rasgos de la ciudad y mi abuela insiste en que fue la maldición de las montañas sobre los países.

Mi tía paterna coincide con mi madre en que es un conjuro mágico, pero discrepa de ella y cree que fue una sirena quien lo robó para esconderlo en un palacio parecido al trono de Balquís, pero bajo el agua.

Mi padre y mi abuelo insisten en que la verdad queda muy lejos. Tal vez se encuentre en una cueva que lleva mucho tiempo cerrada y todavía no ha llegado el momento de liberar a la ciudad.

Parece que soy la única que observa con objetividad la adicción de la ciudad a la vejez, sin que me invadan sentimientos profundos de rencor o de odio. Y es que yo creo en las montañas, creo en ellas ciegamente, tal vez con un amor inconsciente.

Se ha extendido por los confines de la ciudad la noticia acerca de algo que llaman «petróleo».

Sentí curiosidad, tentación o miedo, sobre todo cuando se rumoreó que el mar se había convertido en campos en cuyo pecho se posaba un enorme artefacto de hierro tan alto como nuestro monte Yais, o tal vez un poco menos.

Mi ciudad no se alegró por la noticia ni vio nada bueno en ella. Aun así, presintió levemente una pronta liberación de la plaga de niños ancianos.

El gobernador de la ciudad empezó a saltar desde las cimas de las montañas hacia las ovejas y las mulas muertas, gritando a la ciudad y a las montañas: «Ya ha terminado la sequía y, si Dios quiere, tus venas se regarán… Alégrate por los descendientes, mi país».

La gente se abalanzó contra la puerta de nuestra casa pidiendo que saliera yo: «Hind, prométenos que te casarás con un hombre que no haya salido de la costilla de Yais y que no haya sido amamantado por las madres de los ancianos. Prométenos una descendencia lejana de la raza de las rocas».

Me vi involucrada en una promesa para liberar a la ciudad. Por primera vez, traiciono a Yais.

Me volví hacia el mar y vi los barcos riéndose con sus velas, los marineros y los objetos metálicos con formas de demonios y fantasmas. Todos acordaron sacar el oro negro desde lo más profundo del mar.

No olvidaré nunca esa tarde cuando volvía del mar hacia la montaña. No encontraba a Yais y me preguntaba si estaba poseída por el mar o se trataba de una nueva brujería arrojada sobre el rostro de la ciudad.

Cuando le grité a la ciudad dónde estaba Yais y si alguien había visto a nuestra montaña, todos gritaron: «Ahí está, detrás de ti, sobre el pecho de la ciudad con sus maldiciones».

En ese momento, me sentí más tranquila y me di cuenta de que era una ceguera momentánea. Entonces, empecé a recitar la aleya «¡Montañas! ¡Resonad acompañándole, y vosotros también, pájaros! Por él, hicimos blando el hierro».[2]

Agudicé la vista y vi de nuevo la costilla de donde había salido.

Solamente Yais teme a Dios y celebra sus alabanzas.

Recogí piedra por piedra la historia de la ciudad, su gente, sus casas y sus tumbas y empecé a reelaborar un mapa más serio para llegar a un conjuro que, supuestamente, estaba escondido entre los rincones del pasado. Tenía que adentrarme en todo ese pasado para escribir los beneficios de vivir en una ciudad que dudo que crea en el destino, con su bien y su mal.

Sin embargo, ese pasado también está escondido. El final se disfraza con el velo del comienzo y el comienzo acaba en los temblores y en la agonía del final. ¿Acaso podría excavar caras que la ciudad olvidó en un tiempo recortado y movido abruptamente hacia adelante?

No se puede avanzar hacia atrás.

5.

La mañana de los ancianos, oh, ciudad.

Tu mañana de cadáveres, Yais…

Bastaba con que le asestaras un golpe seco al anciano para que cayera muerto. Ese golpe precisaba de rapidez y precisión y debía penetrar el cráneo. Con un solo golpe fuerte llegaría la salvación. No debía repetirse, pues si se repite, el anciano duplica su edad en otros tiempos.

Pero ¿quién se atreve a dar ese golpe mortal en la ciudad?

En la roca está escrito: «Nadie se ha atrevido».

Enterramos al cadáver número trescientos.

Era el de una niña que vivía apartada de sus sueños infantiles. Padecía una aguda demencia temprana. Paradójicamente, ésa era la fuente para enviar a la memoria lejos, una memoria que no era suya ni de su tamaño, sino que era de la tierra o tal vez de los tiempos en los que el cielo escupió las primeras lluvias. Me asustó la idea de que pudiera ser la memoria de otra criatura que vivía una vida mejor que la nuestra. La vida del primer regalo de la naturaleza y el alegre origen de los colores. ¡Cuántas veces se acordaba de colores inexistentes en nuestra vida actual! Sin embargo, sigue asustándome su lúcida visión del más allá, al igual que le asustaba a la ciudad, deseosa de su rápido fallecimiento.

Una vez asintió con la cabeza al alma de uno de los niños ancianos que estaba subiendo hacia el cielo y gritó: «Él se está transformando. Lo está haciendo ahora mismo».

Lo había abrazado mientras gritaba: «¡Sí, sí! ¿Qué ves? Dime, no te calles. Sigue… ¿Él? ¿Quién es él? ¿En quién se está transformando?».

Tras una larga y profunda meditación, dijo: «Él es yo… y se transforma en ti».

No pude contener mi espanto y lo aparté rápidamente lejos de mí, gritándole a la cara: «Y tú, ¿quién eres? ¿Quién eres?».

Murió la niña número trescientos, la extraña, la del más allá, la de la memoria de la criatura del pasado lejano. Así se mueren nuestros niños ancianos sin nombres, solamente como números. En cuanto nace un niño anciano, su madre anuncia su abandono. No tiene derecho a un nombre ni a un pecho, ni siquiera a una pizca de humanidad. Solamente le hablan las bestias de la ciudad. Le escriben su número en la frente y luego se lo deja solo cerca del valle hasta que lo llama la muerte en forma de tigre o águila que lo ataque.

Cuando finaliza el ataque, la ciudad recuerda que la humanidad tiene un derecho fundamental: la tumba. Enterrar a los muertos es honrarlos. O tal vez son enterrados por miedo a que se extienda la podredumbre del cadáver y se transmitan enfermedades a las ciudades que habitan tras las montañas.

Generalmente, los niños ancianos se suicidaban. Subían hasta la cima de Yais y arrojaban sus pequeños cuerpos puntiagudos hacia el fondo del valle, donde se hacían pedazos los cuerpos y se extendía la podredumbre.

Teníamos que recoger todos esos pedazos y meterlos en una sola mortaja que se ataba en una de bolsa de tela.

No existe una oración legítima y aceptada que se pueda elevar por el alma de un suicida… Así rezaba la fetua del predicador de la ciudad.

Los cadáveres se tiran al hoyo del cementerio que se vuelve a cubrir rápidamente.

La niña del cadáver número trescientos iba a ser la fuente que desentierre la verdad del cúmulo de mentiras y supersticiones en la ciudad. La fuente de mi propia escapatoria de un hechizo que he sufrido desde que Dios quiso que saliera sana y salva de la costilla de Yais. Ni jugar, ni saltar, ni siquiera reír se encuentra entre mis opciones como niña. No tengo elección. Llevo encima todas las faltas y pecados de la ciudad, sola, en el largo camino que conduce al cementerio. No tengo ninguna prueba salvo una daga que uso para excavar en el pasado profundo, en un intento desesperado por encontrar la escasa verdad.

6.

Después de la muerte de esa niña del pasado y tras llevar su cadáver al cementerio, siento como si una roca pesada me cayera repentinamente encima, hacia el interior de mi alma. Mi intuición se conmueve y mi alma se estremece. Vivo una lucha que me desequilibra. Hablo y escucho y luego dudo de lo que digo y de lo que oigo. Pienso en la posibilidad de que existieran innumerables criaturas y vidas remotas que consideraríamos estáticas, muertas, efímeras. No obstante, reconstruyen, sin duda alguna, sus átomos originales, que murieron mientras se relajaban en la operación de exterminio de una vida y de su sustitución por otra. Después, eligen otros cuerpos vitales que disfruten de la capacidad de absorción, interacción e integración.

Traducción del árabe de Nabil Mansour y equipo de la Escuela de Traductores de Toledo.


[1] Corán, 13: 31.

[2] Corán, 34: 10.

Comparte este texto: