Ninguna historia
No he contado historia alguna acerca de la mujer de un contable que pescó una enfermedad con flujos y picores y que por tal razón no se podía sentar. Ni siquiera conozco un caso así. Tampoco he contado historia alguna sobre el nacimiento ilegítimo de un niño, a raíz de lo cual la mujer afectada me suplicó que no contara la historia. Nunca en mi vida, menos que menos en un hospital, he cerrado el grifo de un aparato de oxígeno y he contado una historia sobre eso. No sé nada de nadie que haya nacido con una cabeza de rana y jamás he contado nada sobre el tema. Además, tampoco es verdad que haya estado en compañía de alguien, o en compañía de muchos, y que haya contado una historia sobre la supuesta expresión de un hombre según la cual las mujeres se lavan cada vez menos. Es un invento, y no se ajusta a la verdad, que yo, con motivo de la muerte de una mujer, haya dicho que tenía una historia oscura que contar sobre ella. Eso no es cierto. Cierto es, únicamente, que ninguna de esas historias las he contado yo, sino un hombre sobre el que escribí una vez una historia en la que afirmaba que él me había contado una historia muy mala. Pero eso no es objeto ahora de esta historia.
Ni en Schleiz ni en ninguna otra parte del mundo
Un hombre que desea permanecer de incógnito, un tal X —cuyo nombre, además, no viene al caso—, llega un buen día a una ciudad (ya sea por la mañana, por el mediodía o por la tarde, da igual cuándo); llega a una ciudad cuyo nombre no revelaremos. No hace nada sobre lo que queramos hablar, e incluso aquello que hace es tan insignificante que guardaremos silencio sobre ello. El hombre no lleva ningún sombrero oscuro, ninguna sombrilla, ninguna maleta. No tiene ningún traje de color apagado ni ningún abrigo de invierno. No se oye su voz. Ese hombre no pregunta nada ni responde nada. El único sonido que puede oírse es un breve grito taponado. Su cara y su cabeza no tienen pelos ni están lampiñas del todo. Camina con una lentitud tan provocativa que apenas se le puede llamar caminar a ese movimiento, por eso no lo llamamos así. Cuando él observa algo, lo hace sin sentir nada; cuanto toca algo, lo hace sin motivo. Creo que es un hombre sin intenciones. La mayor parte del tiempo permanece en cuclillas, rodeado por sus propios brazos, con la cabeza oculta entre los muslos, durmiendo, o aparentando dormir. Sólo de vez en cuando interrumpe su silencio con un grito que no expresa ni sensaciones ni necesidades, es decir, un grito sin significado. Ese hombre no conoce el miedo, pero tampoco posee valor, no parece tener alegría pero tampoco parece apto para las tristezas. Jamás he podido ver en él un gesto de bienestar. A veces gira la cabeza cuando lo llaman por su nombre, pero lo habitual es que no se dé la vuelta, sino que siga sentado en el mundo, como una piedra. Sin embargo, es falso que le falte entendimiento para con su entorno y las circunstancias dominantes, que no conozca el amor ni el odio, que no tenga amigos ni enemigos, que sea incapaz de adaptarse a las cosas del presente, tal y como supone Collunder. Y un día lo demostraré.
Un domingo —o un lunes, da igual—, un día cualquiera, este hombre aparece en mi oficina o en otro lugar. Aparece sin hacer ruido alguno, coloca, casi sin movimiento visible, un pie delante del otro y se acerca hasta llegar a donde estoy. Luego levanta la mano —la levanta con un pasmoso silencio, con un pasmoso cuidado— y la extiende. Ahora quizás esperamos una palabra, un comentario, un mensaje; y no nos equivocamos. Ese encuentro, que tuvo lugar a una velocidad tan disminuida, ha sido inolvidable para mí, el lento apretón de manos, la forma increíblemente lenta de levantar el sombrero, de quitárselo, y también todo lo demás. Pero hay motivos muy personales por los que no revelo en público ahora lo que ocurrió a continuación.
Traducción de José Aníbal Campos