Con cierta ironía, Christopher Domínguez Michael señala el tono «autohagiográfico» en el que están escritas las memorias de Ernesto Cardenal (1925-2020) en dos volúmenes, Vida perdida y Las ínsulas extrañas (2003). El origen de la tradición hagiográfica se verifica en un corpus textual escrito durante los tres primeros siglos de nuestra era: se trata de las Apologías, los Hechos apócrifos de los apóstoles y las Actas de los mártires, documentos en los que se representa «la cultura literaria cristiana emergente en su tiempo y se muestra el proceso de construcción de las identidades cristianas», como concluye Helen Rhee.
Durante la alta Edad Media se estabilizan los rasgos que dan forma al género hagiográfico. En la prolífica producción de vidas beatas queda siempre clara una intencionalidad hagiográfica con la que el binomio espiritual-autoridad eclesiástica —Hildegard von Bingen y Bernardo de Claravaux, o bien Lutgarda de Aywières y Tomás de Cantimpré— pretendía introducir en la mística experiencial paneuropea nuevas dramáticas espirituales y al tiempo procuraba resguardo en la ortodoxia a sus protagonistas.
Este binomio se repite en las memorias del sacerdote y poeta nicaragüense. En las primeras páginas de Vida perdida, Ernesto Cardenal agradece a Luce López-Baralt, quien «tan minuciosamente corrigió estas páginas»; son dos los conocedores de la tradición mística quienes han intervenido en la escritura de estas páginas memorísticas. Lo cierto es que, una vez pasados los paratextos, el texto atribuye la autoría a un tercero: «después hablaré de ese amor si así lo quiere Dios, que es el que de alguna manera escribe por mí, o dirige lo que yo escribo en cierto modo», atribución que recuerda la obediencia de Teresa de Ávila en la escritura de sus Moradas del castillo interior: «cuando algo se atinare a decir, entenderán que no es mío, pues no hay causa para ello, si no fuere tener tan poco entendimiento como yo habilidad para cosas semejantes si el Señor por su misericordia no la da».
Vida perdida y Las ínsulas extrañas están modeladas según la vida y la obra de más de un santo. Entre ellos destaca con decisión Juan de la Cruz. En esta cuestión, el texto se presenta con honrada nitidez. No sólo el descubrimiento de la vocación, el marxismo interiorista o la fundación de Solentiname, ínsula extraña del siglo XX, son orientadas por Juan de la Cruz. Aun durante la insustancial temporalidad de la experiencia teopática, Ernesto Cardenal recuerda las recomendaciones apofáticas que hace el mistagogo del renacimiento español:
la que empezaba a sentir cuando me acercaba a la entrega; pero ahora se venía haciendo grande; y yo ya sabía de dónde procedía eso que me estaba entrando; y me acordé de lo que aconsejaba san Juan de la Cruz y lo quise rechazar, para no equivocarme con nada falso. Y aunque lo rechazaba aquello crecía más. (Todo esto muy rápido, como dije). Y esto pasó de ser una paz muy sabrosa a ser un deleite muy grande, placer inmenso, que se iba haciendo inmenso hasta ser intolerable.
Thomas Merton atestiguó y orientó los ardores primeros de la vocación religiosa de Ernesto Cardenal. Así como antes el maestro de novicios alentara al joven nicaragüense a entrar en la trapa de Our Lady of Gethsemani, en Kentucky, misma en la que Merton vivía su vocación como monje benedictino, lo alienta después a abandonarla, pues la «capa de devoción que cubre un falso misticismo y una completa vaciedad del alma» que asolaban el monasterio terminarían por arruinar la rica vida espiritual de Ernesto Cardenal.
Juan de la Cruz se vio en una situación similar, según recoge la misma Teresa de Ávila. En un encuentro sostenido entre ambos, quizá el único, Juan de la Cruz, ya ordenado fraile carmelita, le cuenta a la reformadora sus intenciones de abandonar la orden del Carmen y unirse a la cartuja por no encontrar en los carmelitas respuesta a sus inquietudes interiores. Teresa de Ávila lo convence de quedarse y unirse a ella en la reforma que estaba preparando. Ambos, Ernesto Cardenal y Juan de la Cruz, se plantean irse del monasterio por la falta de vientos que instiguen sus ardorosas vidas interiores. La decisión de subir el monte Carmelo y descubrir sus caídas es, en buena medida, el catalizador de escritura lírica en ellos.
Leer Vida perdida y Las ínsulas extrañas únicamente desde la tradición memorística, o incluso desde la tradición de las Confesiones de Agustín de Hipona o de Jean-Jacques Rousseau, priva de algunos de los múltiples sentidos a un texto que efectivamente ha de ser leído teniendo en cuenta también el lugar desde donde se ha escrito, lugar que efectivamente parece ser el género hagiográfico.
Al lado opuesto de Ernesto Cardenal está Leonard Cohen, quien se va del monasterio por reconocer que no tiene el don para cosas espirituales. Esta partida del monasterio queda dicha en «Leaving Mt. Baldy»:
I came down from the mountain
after many years of study
and rigorous practice.
I left my robes hanging on a peg
in the old cabin
where I had sat so long
and slept so little.
I finally understood
I had no gift
for Spiritual Matters.
ÇThank You, Beloved»
I heard a heart cry out
as I entered the stream of cars
on the Santa Monica Freeway,
westbound for L. A.
A number of people
(some of them practitioners)
have begun to ask me angry questions
about The Ultimate Reality.
I suppose it’s because
they don’t like to see
old Jikan smoking.