Revolución y literatura / Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Ciertamente, no es ninguna novedad decir que los hechos sociales influyen en la literatura. Sin embargo, ninguna revolución causó, en las letras, un efecto comparable al que provocó la Revolución Francesa. En las raíces de esta profunda transformación también reside el hecho de que, junto con el viejo régimen en Francia, en toda Europa terminaba el siglo xviii. Esta época belicosa, hipercrítica y descontenta, pariendo su revolución, moría de hemorragia: ésta es precisamente la ocasión para decirlo. El siglo xix, pequeñuelo que tomará posesión de la herencia del período anterior, tendrá muy poco parecido con él: será un siglo eminentemente poético, descaradamente inocentón, que hasta sus últimos años conservará un burdo aspecto de jocosidad infantil. Si los comparamos con los del siglo xviii, por una parte, y con los hombres del siglo xx, por la otra, Hugo, Lamartine, Browning y Mörike, entre los poetas, y Palmerston, Napoleón III, Ferdinando II, Mazzini y (¡Dios me perdone!) también Bismark, entre los hombres políticos, no son más que unos muchachitos quinceañeros bajo sus heterogéneos mostachos y barbas.
    Los efectos literarios de la Revolución fueron, como es regla, múltiples y contrastantes, positivos y negativos.
    El efecto positivo maduró a largo plazo, durante unos treinta años, y consistió en el acrecentamiento del personal,tanto de los autores como de los lectores: en 1825 existían en Francia 10 veces más escritores notables que los que existían en 1789: la burguesía participaba de lleno en el movimiento literario y dictaba sus reglas, en vez de ser admitida como excepción y de padecer los dictámenes; mientras tanto, el tiraje medio de una novela de éxito subió a 10 mil ejemplares en comparación con los tres mil que se tiraban en el siglo xvii, cifras que adquieren un valor mucho mayor si se considera que Francia estaba perdiendo el monopolio literario que detentó durante el siglo anterior.
    Por el contrario, los efectos negativos fueron inmediatos y netamente contrastantes. Y aquí nos ocuparemos solamente de ellos.
    Durante los siglos xvii y xviii se formó en Francia la así llamada République des Lettres, término que comprende a los autores, los lectores, los editores, los libreros, los teatros, los críticos, los salones literarios y las revistas. Con el advenimiento de la República Política, la República Literaria se derrumbó de golpe, de la noche a la mañana. Incluso se puede precisar la fecha: 15 de julio de 1789.
    Durante la Revolución, de 1789 a 1798, no quedó en Francia ni un solo escritor de valor: todos emigraron, incluso aquellos que eran más de izquierda (Beaumarchais, De Saint-Pierre). La única excepción fue Chénier, que era, por otra parte —pero él no sabía que lo era—, un gran escritor.
    Junto con los escritores desaparece el público. La aristocracia, los grandes financieros, los innumerables abbés literatoides se marcharon a Coblenz o a Inglaterra; cuando no, terminaron en el patíbulo. La censura revolucionaria esterilizó teatros, suprimió revistas y adaptó los talleres tipográficos para imprimir proclamas y cartillas de racionamiento.
    Decaimiento que, para los autores más conocidos cuando estalló la Revolución, se prolongó para siempre: Beaumarchais, Laclos, De Saint-Pierre y Delille sobrevivieron y todavía estaban vivos y vitales cuando el Imperio retomó la vida normal en el país, pero todos callaron inexorablemente: tuvieron la clara conciencia de que su siglo había concluido.
    En 1815, el personal literario francés se había renovado por completo y estaba formado totalmente por jóvenes —en edad y en experiencia artística.
    Emigrados todos los escritores de talento, emigrados o ajusticiados todos los lectores dotados de gusto, en la Francia revolucionaria sólo sobrevivieron los géneros literarios que podían adaptarse al nivel rebasado de la cultura y a la coyuntura febril y peligrosa: la composición de himnos, el periodismo y la oratoria.
    Durante la Revolución, los cantos cumplieron un papel muy importante, tanto que sobrevivieron, algunos como nombres, otros como realidad. El «Ça ira» es, no obstante la letra bravía, una agraciada arieta rococó; «La carmagnole» es una danza popular fuertemente escanciada, pero el «Chant du départ» es una oda verdaderamente hermosa, la única obra decente de M. J. Chénier perfectamente adecuada para la música de Méhul. Y la Marsellesa, más allá de su torpe letra, sigue siendo el ideal de los cantos revolucionarios: si se escucha cantada, en el crepúsculo, por una multitud enardecida, en verdad parece el rugido de un león, expresión de la tristeza y del orgullo de un pueblo acorralado.
    El periodismo revolucionario produjo obras notables. Hasta que emigró de Francia, Rivarol con sus Actes des Apôtres aportó modelos de polémica cáustica, mordaz, concisa, empapada de buena educación dieciochesca.
    La urbanidad desaparece en los artículos de Camille Desmoulins. Pero de inmediato es sustituida por la fuerza. Desmoulins es el más grande periodista revolucionario y sus últimos artículos, publicados en el Vieux Cordelier antes de que su autor dejase la cabeza en el patíbulo, son obras maestras de brío y de sentimientos humanos. También Hébert poseía talento, y su Père Duchesne sigue siendo un modelo de vehemencia y de nargue difícilmente superable.
    Los artículos de Marat y de Danton son, con mucho, inferiores.
    (En Palermo existe una valiosa colección de periódicos revolucionarios que pertenecía a Giuseppe Scordia; por otra parte, los artículos de Rivarol, Desmoulins y Hébert han sido recogidos en un volumen y son fácilmente localizables).
    La oratoria, como es natural, fue la máxima manifestación literaria revolucionaria.
    Mirabeau y Robespierre fueron los máximos artistas en este género. Mirabeau es, en verdad, un gran orador y sus discursos, si bien ahora nos parecen desprovistos de la acción personal, del gesto, del timbre vivaz y de la ansiedad del momento (nosotros sabemos cómo terminó la historia, pero los escuchas lo ignoraban) todavía son poderosos en su sucesión de frases lapidarias y de apremiantes argumentos («Et encore… Et d’ailleurs… Je vais vous dire plus»).
    Por Robespierre, ya en más de una ocasión he expresado mi admiración: él es la única persona realmente seria de la Revolución, la única que tenía ideas precisas, la única que en verdad era l’Incorruptible.
    Sus discursos poseían sus cualidades: consistentemente organizados, llenos de argumentos contundentes, muestran, en la transparencia de las palabras genéricas, el fuego glacial de sus consideraciones; avanzan a paso mesurado hacia el ideal de Robespierre: el reino de la Virtud.
    Danton pasa por el más grande orador revolucionario: lo habrá sido, pero ahora el ardor de sus pensamientos se ha apagado. No permanece en nuestra admiración ningún discurso completo, como permanecen los de Mirabeau y los de Robespierre, sino solamente bramidos de pasión democrática y patriótica, magníficos.
    Y luego están los grandes oradores, los Vergniaud, los Isnard, los Buzot, verdaderos románticos ante litteram que hacían llorar a sus colegas de la Convention(los cuales, no lo olvidemos, eran todos hommes sensibles) pero que a nosotros ya no nos conmueven.
    En líneas generales, el nivel intelectual y retórico de las asambleas revolucionarias fue muy alto; una lectura incluso superficial del Moniteur revela un cuidado en los problemas, un estudio de las cuestiones y un relativo desinterés personal que sería sorprendente que lo encontráramos en una asamblea parlamentaria actual.

Traducción de María Teresa Meneses

 

 

 

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