Revelaciones (la mala broma) en el doble rostro de la Boa / Fernando Carrera

Creer que el sombrero es sombrero y no una boa devorando un elefante: la percepción se frena, ¿lo hace?, o siempre ha estado anclada ante lo que aparenta ser feo. No aparenta: lo es. Estética de lo torcido: lo que en la mente despierta el miedo a que el grano de la demencia estalle y, sin que haya nada que lo detenga, transforme (¿trastorne?). Los ojos entonces, tal vez, sufrirán un daño irreversible… ¿Y si de pronto desaparecen los sombreros? Imaginar, no lo que se haría, sino lo que se podría ser si sobre las cabezas de damas o caballeros peculiarmente ataviados ya no hubiese sombreros, ni uno solo, más que una fauna inesperada: espacio-tiempo en el cuerpo de una boa albergando al elefante de todo lo que es.
      Así, el demente, el despierto, reconoce en lo más simple universos en potencia de revelar, a su vez, el verdadero rostro de las cosas.       Ángel Ortuño (Guadalajara, 1969) descubre en la figura de la Boa, así como en las aproximaciones que sobre este animal han hecho múltiples culturas y pueblos, no sólo una metáfora del tiempo y de su paso, sino del universo y lo que está en potencia de mutar. El inevitable desgaste a que está condenado lo que existe. Libro conformado por dos libros (dos ejes) y numerosos apartados, desvela su reto y afrenta a quien se atreve a la lectura que propone (la poética de Ortuño no se caracteriza ni por la gentileza ni por el facilismo ofrecidos a sus incursores; por eso repito, la afrenta) a través de las aproximaciones que describo a continuación.

Sirvienta-adúltera-demonio: la mujer como puerta hacia la demencia, piel de la Boa
Lady Godiva, hermosa, sol terrestre entre soles, fue la condesa, la dama imposibilitada de someterse a control masculino: montaña infranqueable su voluntad. Para cualquier espectador externo, simplemente perfecta. Hasta que un buen día, la leyenda-boa le habló al oído (Eva renovada), envolviéndola en su desnudez, a caballo la luz sin disimulo, generando en el mítico Coventry una transformación, cicatriz de nacimiento la grieta en una persiana ligeramente transgredida: la mirada del «Peeping Tom», la curiosidad insostenible del «voyeur», del Mirón. El morbo, al tornasol del poder en lo femenino, sólo llevará a dos posibilidades: el placer en el hallazgo, o la perdición sin retorno, nos sugiere el autor al denunciar, desde el primer apartado, el poder tan peligroso radicado en lo que alguna vez llamaron «el hechizo de Afrodita», que hiciera caer a Julio César, entre otros amigos de la Historia.
      La boa es transformación, pero también continuidad. Urdimbre de espacio e instantes: concatenación de rupturas. Extiende y desliza su corpus en el tiempo y llena de transformaciones la historia, ahora con minúscula, desde luego. La boa es el eje sinuoso y en movimiento (nunca lineal ni estático) de lo que ha sido, de lo que está sucediendo. Las pistas de esto las podemos intuir desde el primer apartado del poemario, «Sirvientas», en varios de los poemas que lo conforman («Historia natural y moral de las Indias», «Lady Godiva», «Madame Mao», entre otros) y en sus personajes.

Madame Mao

La santa cruz
de sus enemigos. Esta historia
es tan sólo una bandeja llena de bocas,
un día más
en el Paraíso

La boa es tentación femenina más que símbolo fálico. Principio ambiguo que encarna en la mujer la enzima, el catalizador de la mutación: la adúltera y su olor de geometría dulce; Godiva y su desnudez reformadora, dominante; el diablo-mujer que no existe, nos dice Ortuño; sin embargo, y como atinadamente afirma, «el Infierno sí». El infierno que condena a no otra cosa que al movimiento, la ignominia del esclavo despachado al exilio por este hechizo, y finalmente, a la transformación demoníaca de la belleza más pura, por ende, no confiable y malévola. Dijera Victor Hugo en Los Miserables,en la voz de Tholomyes:«Desgraciado del que se entrega al corazón cambiante de una mujer. ¡La mujer es pérfida y tortuosa! Detesta a la serpiente por celos del oficio; la serpiente es para la mujer lo que la tienda de enfrente para el tendero». Sin embargo, nos seguimos, ciegos de nacimiento y felices, entregando. Irreductible destino no sólo del cerebro reptil sino de las demás sofisticadas capas de la cebolla neuronal, el perderse en la belleza del ser más alto de la creación. En este sufrimiento encontramos la identidad en perpetua rebeldía y revelación del ser hombres. El paraíso genésico, antes de la tentación de Eva, es meramente estético y estático, por ende, irreal y aburrido. A él renunciamos.
      Es digno de mencionarse que Ortuño no es el único profeta del pasado antropológico que denuncia en este sentido. Entre la propuesta elegante y sutil del autor en Boa y la más reciente entrega, El Anticristo, del director de cine danés Lars Von Trier, encuentro un escalofriante y coetáneo paralelismo.
      Se reafirma la siguiente idea en la evocación a Edipo Rey: complejo del exilio original ante el primer objeto erótico, a la vez fuente en la psique. La boa-memoria (mordedura) es a la vez camino y colmillos (dolor) que nos impulsa a perseguir o sucumbir, según la lucidez o carácter del individuo y su posibilidad mutante a través del tiempo. La boa-veneno muerde o escupe a la estética de lo amoroso: desmentirla y desmitificarla es su único y verdadero cauce, sugiere el poeta en el texto «Flores amarillas»:

Sólo caben perlas
entre los dientes
de un cerdo

Nada más adecuado que el título de este apartado que conforma el primer rostro-libro de la Boa: «Sirvientas». A partir del poema «Desayuno continental» el elemento de lo no solamente finito, sino quimérico de las cosas, revela a la demencia, o en otras palabras, a la percepción mutada, como única vía y a la vez consecuencia (alfa y omega, una vez más la boa-tiempo) para quienes logran ver el verdadero abismo en el dibujo de Antoine de Saint-Exupéry. 

*

El tapiz que se guarda limpio, como una reliquia sagrada, completamente inútil, finalmente enloquece, porque «Dios no se deja». Arriba/abajo, Dios/Lucifer: el elemento ambiguo de lo eterno (nada más ambiguo que el concepto de eternidad) sólo puede encontrar su verdadero rostro en lo efímero, en lo estrictamente instantáneo:

¿Quién crearía todo el mundo
sólo para matarte?

Florecerán tus vísceras al viento

Sentencia el poeta en un elegante endecasílabo. Sentencia, cabe decirlo, que no estatiza, sino revoluciona, genera movimiento hacia lo que inevitablemente cambia. He aquí la maravilla, la perla-elefante en el centro, si centro, de la boa. En el poema «Templo», una lectura aventurada, que no esquizoide, podría encontrar en él una sutileza profética del destino y cauce del universo si se analogan las connotaciones y cargas semánticas de los elementos del texto. El poema que le sucede, «Cajas destempladas» (vaya manera de sugerirle al lector hábil que el templo evocado en el anterior texto se desmorona, «des-templarse»), es sin duda una confirmación de lo dicho más la esencia efímera de todo lo que es. El horror antes que la falsa nostalgia (siempre mentirosa), que el engaño:

Existe, y su naturaleza es extenderse
una conspiración vegetal. Un
manotazo inepto
frente a su uniforme indiferencia

El universo, y por tanto, todo lo que existe dentro de esta Boa, mostrará para quien observe, con la percepción ya pasada por la alquimia sugerida, esta uniforme indiferencia. El espacio-tiempo en expansión, vértigo sin freno del cual surgimos. Caos y azar como cuerpo de este rostro; la muerte, cauce de lo efímero animado. El poeta, constructor de mentiras para expresar verdades, nos devela: «En el mundo no hay orden»; de inmediato, él mismo se autosabotea, y le pone zancadilla a su propio edicto:

(Tengo pruebas de ello, por si me lo
[preguntan)

El desorden o caos que pueda probarse, se fundamente, y por ende deje verse, entrevela en sí mismo la semilla y punto de partida hacia Cosmos. Caos no como antónimo del orden sino como ingrediente y catalizador de las mutaciones en la agenda del universo. Ortuño parte de la perspectiva del todo como unidad imperfecta y en constante mutación. En esta visión no es requerida como condición la presencia de una mano anterior (o ulterior) creadora y reguladora. Cito la frase final del poema «Teoría del crimen puro»:

Es en otra versión donde ha escupido
un lindo par de aretes y se creía capaz
de cometer un adulterio. Pero el policía
estaba muerto desde el principio

Principio del placer: eje de las verdaderas acciones (Segundo rostro de la Boa)
      El gusto de ser, sea lo que eso sea, sin arbitrajes externos más que el gusto propio. El principio del placer como regulador moral del despierto. Apologética contra el pragmatismo salvaje que infecta nuestra época. Se habla del placer sin mayores planes, el de esencia, sin lineamientos dentro de una estrategia de producción y mercado, de apariencias sociales. La visión utilitaria de la realidad es la incapacidad de ver algo diferente en el sombrero de Exupéry. «Necesitamos acciones concretas pero sin consecuencias prácticas» sugiere el poeta en una frase a manera de epígrafe de Antonin Artaud. De lo contrario estamos destinados a ser objetos (tal vez) útiles. El poema «Canto
de la sirvienta» sugiere la anterior noción en la frase: «Tú eres una cosa». El poeta sabe que, por definición, un ente que existe para algo, no es alguien, es algo en manos de quien lo utiliza. Destino inefable del ser cuando, con o sin intención, devota sus actos a lo pragmático.
      Finalmente, en el solo título del apartado «La niña lee poemas», el poeta nos da la clave de lo que exige: pocas actividades menos pragmáticas pero más significativas que una niña leyendo poemas. La poesía es inútil, lo más alejado, tal vez, de lo utilitario y útil. Pero Ortuño sabe algo: la poesía, al menos, es la fuente de las transformaciones en el lenguaje, y por ende, tarde o temprano, del pensamiento.
      Ortuño sospecha, como los seres que se basan en el aparato instintivo, el peligro, y olfatea, acecha y despedaza ferozmente, en pos de la supervivencia. Este poeta, conocedor de la magia en la alquimia del ácido, no se conforma con mirar el objeto: hay que desarmarlo, desollar sus apariencias hasta que el tufillo de lo real se levante y denueste el verdadero rostro. Ortuño, que ha estudiado a profundidad la tradición y en particular a la generación llamada «de los nacidos en los cincuenta», de quienes aprendió, se nutrió, y cual hijo pródigo exigió su herencia justo para gastarla e irla desparramando por ahí en endecasílabos de «westerns» y de olores «en el cuarto de la adúltera». Heredero legítimo del error, este poeta se empeña y persevera en lograr ver la boa devorando al elefante: cansado está de quienes encuentran en la poesía un sombrero de ala ancha y pomposo.

Boa, de Ángel Ortuño. Mantis Editores, Guadalajara, 2009.

 

 

 

 

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