Resumen del fuego: el límite inalcanzable / Silvia Eugenia Castillero

Fernando González Gortázar

«Mi método de trabajo como escultor es el mismo que como arquitecto: primero concibo las obras sin tocar el lápiz, después hago trazos libres en papel milimetrado; en esos bocetos está todo, función, estructura, forma, escala, materiales, colores… Luego sólo hay que dejarlos fluir, y representarlos», declara en entrevista Fernando González Gortázar. Su obra —como ese lápiz libre— toca la realidad en ese continuo que Aristóteles definiera como algo más allá de lo cual se halla siempre algo más. Así, la obra arquitectónica y escultórica de Fernando encara el más allá, lo inconmensurable, lo insólito, lo incomprensible. Pero lo hace desde la simplicidad de las formas básicas, con líneas y polígonos. Cada volumen creado es un acotamiento a la eternidad. En su cuaderno milimetrado empiezan a sucederse los puntos, «esa mediación armónica entre dos infinidades de segmentos», como lo quería Plotino en sus Enéadas. Comienzan entonces a aparecer sus Desconfines, al fin y al cabo confines delimitadores. Allí —en las líneas onduladas que le abren el espacio a la espiral o a la esfera— el punto en la obra de Fernando se percibe como un pulso que posee lo ilimitado de forma latente. Y de ese latir interno se levantan cauces —muros, piedras, volúmenes que llenan el cielo— por donde fluyen reenvíos sucesivos de sentido en superficies, volúmenes, esculturas, casas, edificios.

Entre ese Uno indefinido y las criaturas finitas que somos todos nosotros media una distancia insalvable, distancia que las esculturas-monumentos de González Gortázar transforman en entidades corpóreas que nos albergan y, de peatones disgregados e inseguros, nos convierten en habitantes. Quiero decir con esto que la obra urbana de Fernando nos rescata de la nada, nos salva del despeñadero y del caos, para dotar de sentido nuestra ciudad, nuestro camino, nuestro bosque.
González Gortázar ha esculpido por el mundo acantilados que celebran en su forma el encuentro con el agua, construidos en medio de avenidas donde los peatones sin más los encuentran como un advenimiento: tal es el caso de la fuente de La Hermana Agua, en Guadalajara. O esos remolinos de sus esculturas que son espirales que son galaxias. Es cuerpo y es lenguaje, sus formas sensuales nos cobijan, su voluptuosidad nos vuelve cómplices del sol, y, como hamacas, sus formas plásticas nos mecen y nos integran a su plasticidad, nos vuelven duendes de ciudades dormidas y ciudades despiertas, habitantes reales de nuestras propias ciudades y soñadores de ciudades imaginarias. En las casas que construye ha sabido tejer el cielo, la vegetación y la cueva. Logra —en mero centro de la ciudad de Guadalajara— crear, al interior del Edificio San Pedro, los jardines colgantes de Babilonia, que cruzan de lado a lado un espacio descubierto, sembrados en sus diez pisos. O los cubos cortados en diagonal que dan origen a las espigas, a la Gran Espiga de la Ciudad de México.

González Gortázar trabaja la forma con líneas, puntos, volúmenes, pero sobre todo con la luz y la sombra. Así es como suele bordarle texturas al concreto. Como afirma Manuel Larrosa, Fernando abandona la planicie de la geometría euclidiana para abrir la puerta hacia los espacios de la articulación entre forma y emoción. De ahí proviene la contundencia de sus creaciones, pues en ese imbricar lo sensual-corporal y combinarlo, a la manera del alquimista, transmuta los elementos y materiales para lograr el salto que captura la esencia. Es así que ante ellas sentimos un arrobo que nos acompaña en la memoria y en la vida. Son viscerales, memorables y a fuerza de mirarlas y transitarlas son siempre otras: hay en ellas la vitalidad de lo verdadero.

La obra de González Gortázar posee en su interior una fuerza conciliadora y al mismo tiempo eficaz y propulsora, pues considera «el arte como la única actividad humana que nació adulta y perfecta, no progresa, no camina hacia delante sino hacia adentro». El arte de Fernando posee esa aptitud de mago encantador e ilusionista; en su interior se percibe un movimiento de expansión y reabsorción que va de su centro a la periferia. En esa tensión orientada radica su capacidad de contener la potencialidad ilimitada del cosmos. Por ello, frente a las esculturas o edificios erigidos, sentimos un centro magnético que nos atrae para mostrarnos la divergencia y la contradicción de la vida, pero al mismo tiempo nos abrigan y nos ofrecen la reconciliación del estado infantil con la madurez, el disparate con la cordura, el sueño atado a su propia raíz de realidad.
Art nouveau y art déco se unen en la obra de González Gortázar y se transgreden a través de formas insólitas como los muros celosías o las fuentes transitables, o la pérgola-estancia-palacio que encontramos en el bosque de Los Colomos, donde de pronto vemos avanzar hacia nosotros una gran araña que se posa a medio bosque y que, una vez que la encaramos, es una araña cueva de concreto que alberga la tienda del bosque. El elemento lúdico nunca abandona su arquitectura urbana, ese estar en ella permite a la imaginación seguirle creando formas a los muros, a los valles, a las texturas esculpidas.

El reino vegetal es variado en su obra escultórica, surge de una concienzuda observación para crear cipreses de hierro y columnas con una flexibilidad orgánica, así como palmeras fértiles que fue sembrando a las afueras de Madrid, en el parque Las Palomeras. Formas naturales, desde las que brota agua, espinas, mares diversos, selvas, montañas, llanuras. En la monografía sobre González Gortázar, Antonio Riggen escribe que para Fernando las formas arquitectónicas o escultóricas —o pictóricas, musicales, etcétera— no son producto del capricho. Surgen de las entrañas de una cultura y de la voluntad de estilo de su autor: heredan una sensibilidad colectiva y la enriquecen con las aportaciones de otros sitios y del tiempo. En el caso de la arquitectura, las formas nacen de la función, de un clima, de una orientación, de un contexto cultural. Nacen de un padre —el creador— y de una madre —la tierra, el sitio—; revelan la sensibilidad de su época y hacen una radiografía de la sociedad en la que brotan. Son producto y motor de una cultura. 

En el libro Resumen del fuego, donde se glosa la exposición con el mismo nombre que ha reinaugurado el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara, tanto en las imágenes como en los textos que las acompañan, queda explícito el hecho de que la arquitectura y la escultura de Fernando González Gortázar poseen un sentido ético, una realización social, pues se trata de obra plástica pública, con un claro anhelo de transformación integral del entorno y una explícita vocación utópica. Esto conlleva a un compromiso con los ciudadanos, un compromiso cívico desde una actitud crítica. Sin embargo, para González Gortázar el arte no es portador de mensajes políticos ni pódium de merolicos. La escultura pública la concibe como un instrumento simbolizante y dinamizador de nuevos comportamientos colectivos. Sus creaciones nunca olvidan el escenario para el que han sido concebidas y el entorno del que nacen. Esa intuición de la obra de Fernando se percibe en la capacidad de metáfora de sus creaciones que se resuelve en sus metamórficas formas, donde lo que se exalta es la exuberancia de la vida y la incitación al juego.

Esa intuición que palpita en las formas logradas es fruto de un tiempo descifrado, y el tiempo de tal manera intelectualizado —según lo concibe Herni Bergson— es espacio. El espacio de estas obras reconquista la realidad en el movimiento que es su esencia. Se trata entonces de una movilidad que nos instala en nuestra propia duración interior, ese crecimiento hacia el adentro de cada uno: el prolongamiento ininterrumpido del pasado en un presente que se monta sobre el porvenir. Dentro de estos prismas una cara es el espacio y la otra es lenguaje: estados del alma contiguos que se convierten en palabras, es decir, en conciencia, pero se trata de una conciencia que es visión y apenas se distingue del objeto visto, conocimiento que es contacto e incluso coincidencia.

Al amparo de estas creaciones la conciencia se ensancha y capturamos los intervalos del Tiempo, imaginamos que los recorremos, y, al acotar ese infinito, bordeamos también el inconsciente que cede y se resiste, se rinde y se recupera en un constante alternarse de oscuridad y luz. La obra de Fernando González Gortázar nos brinda el umbral desde donde nos percatamos del tiempo como ese límite inferior de perceptibilidad con el que vamos sintiendo y percibiendo el otro límite inalcanzable de lo eterno.

 

 

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