(Los Mochis, Sinaloa, 1991). Su libro más reciente es No hablaremos de muerte a los fantasmas (Casa Futura Ediciones, 2021).
Llamé a la policía para que se encargaran de la rata.
—Hay un hombre —le dije—. Se paraba fuera de mi casa y dejaba marcas con gis, en el suelo frente al cancel. He escuchado que los criminales hacen eso. Marcan las casas a las que van a robar o algo peor.
Junto a mí estaban los mismos símbolos que había visto en la calle días atrás, dispuestos entonces en el suelo frente al lavabo.
—Luego se apareció una rata en mi casa —le dije—, haciendo esas mismas marcas con las morusas de la comida.
Se me iba el aire de sólo pensarlo.
—Tiene que ser él.
Darío salió de su cuarto y me alcanzó hasta la cocina. Bostezaba en rugidos, como para despertar con su propio escándalo.
Apenas sentí su cuerpo, supe que algo andaba mal.
—Espéreme un momento.
Donde debía estar el brazo de mi hijo sólo había plumas, azules y hermosas. Mi hijo me había tocado con su ala.
—Hijo, ¿ya te diste cuenta? —Él caminaba medio dormido—. Mira tu mano.
Dio un largo bostezo antes de voltear. Primero miró la otra, la que era humana.
—Mi mano está bien, mamá —me dijo bostezando otra vez.
—No, cariño, la otra. Mírala.
Entonces la vio y pegó un gritito. Había soñado que volaba… otra vez. Y como casi siempre que eso ocurría, parte de su cuerpo no había regresado a la normalidad. Comenzó a agitar su ala, una y otra vez, desesperado. Quería sacarse las plumas a la fuerza. Una vez me dijo que había soñado con sus alas, que al agitarlas así para quitarse las plumas era como acababa volando. Me preguntó si los pájaros estaban todo el tiempo tratando de quitarse las alas y su trinar era una forma de llanto.
—Olvídelo —le dije al oficial del teléfono y colgué.
Me acerqué a Darío, que trató de quitarse las plumas restregando su brazo humano contra su ala, incapaz de controlar sus dedos por el sueño que aún le nublaba el juicio.
—Soy un monstruo —comenzó a chillar desconsolado, porque su brazo no estaba ahí.
Me puse de rodillas frente a él y dejé que mi brazo se convirtiera en un ala como la suya.
—¿Ves mi brazo, hijo? —le pregunté, tratando de sonar calmada. Cuando más miedo sentía es cuando más debía controlarme, porque no podía ser yo quien le provocara miedo a mi hijo—. Mira cómo lo hace mamá —le dije.
Respiré profundo y mi brazo volvió a ser humano.
—No puedo, mamá —seguía chillando.
No se había acabado de quitar las lagañas y ya temía haber arruinado su vida.
—No eres un monstruo —le dije—. Sólo eres un niño pájaro, pero eso tiene remedio.
Lo hice reír un poco. O eso quiero pensar, que reía, y no que temblaba. Darío respiró profundo hasta que al fin lo logró.
—¡Lo hice, mamá!
Sí, lo había hecho.
—No había nada de qué preocuparnos —le dije. Quería suspirar, pero no podía parecer aliviada; él sabría que yo había sentido miedo si lo hacía—. Hazle caso a tu madre. Siempre se puede volver a ser humano.
Decidí buscar a la rata yo misma. Con escoba en mano comencé a abrir las puertitas de la cocina, esperando verla entre los trastos y la despensa.
Darío me siguió de cerca.
—¿Qué haces? —me preguntó.
—Tu mamá está jugando con una rata —le dije.
—¿A las escondidas?
Le dije que sí.
Darío intentó jugar conmigo, pero no podía jugar con él. Tenía que ponerle fin a la rata.
—¿Por qué no juegas a otra cosa? —le pregunté—. El juego de mamá es muy aburrido.
—Pero no me estoy aburriendo —contestó.
Como no la veía, me quedé de pie en medio de la cocina, esperando escuchar el sonido de sus dientes; la rata debía estar tragándose nuestra comida, esperando la noche para atacar.
—¿Por qué no vas a la casa de tu amiguito y te quedas ahí hasta que vaya por ti en la noche? —le sugerí.
Su amiguito vivía tan sólo a un par de casas, así que insistí hasta que se fue.
Saqué los cajones de las alacenas de la cocina. Volteé mi cama y la de mi hijo. Moví la cortina del baño con la escoba, en caso de que la rata decidiera volverse humana de pronto y yo tuviera que defenderme. Cuando se hizo de noche, llamé a casa del amigo de mi hijo. Nadie respondía. Quizás es demasiado tarde, pensé. Eran casi las doce. Yo tampoco había respondido cuando me llamaron del trabajo, unas horas atrás. Fue tanta su insistencia. ¿Cómo se suponía que me encargara yo sola de la rata, del trabajo y de mi hijo?
Pensaba en eso cuando saqué el cajón con mi ropa interior. Mis calzones estaban mordidos. Me cubrí la boca, llena de asco y miedo.
—¡¿Dónde estás?! —grité esperando hacerla salir.
No iba a encontrarla de ese modo. No podía ser tibia en mis intentos por deshacerme de la rata que se había metido hasta mi alcoba y podría haberse metido en la de mi hijo. En cualquier noche podría transformarse en gato y tragarse a mi hijo mientras él se hallara en un sueño.
O podría hacerle algo peor, pensé. No iba a permitirlo. Puse un montón de trampas de pegamento en el suelo y comencé a golpear los muebles con la escoba. La haría salir, costara lo que costara.
Oí sus pasos siguiéndome despacio y me giré de prisa, con la escoba aún en mis manos, esperando aplastarla con mi propio cuerpo si hacía falta.
Se escondió entre los juguetes. Vi su sombra. Nunca había visto temblar así a una rata. Golpeé con fuerza los juguetes de mi hijo, esperando darle también y matarla de una vez, pero se me escapó. Estuve a punto de saltarle encima, pero había sido más rápida que yo.
La casa se quedó en silencio mucho tiempo. Yo me rendí, junto al sillón, esperando que se hubiera ido. Entonces escuché un chillido horrible.
Era la rata.
Se había quedado pegada a una de las trampas de pegamento. Pensé que podría matarla a golpes, que eso era lo que yo necesitaba. Molerla a golpes con mi propia fuerza, para que la rata supiera que no debió meterse conmigo ni con mi hijo. Que yo haría lo que sea por él.
Me quedé ahí toda la noche, sentada, mirando cómo la rata agonizaba intentando escapar. No le diría a la policía. Pensé: Si les digo que maté a un hombre, al fin van a venir. Van a venir por mí. Me van a alejar de mi hijo. No voy a dejarlos.
¿Qué más da una rata?, pensé.
En cada intento por despegarse, se pegaba más. Sus chillidos horribles me alteraron los nervios, pero supe, muy en el fondo, que ya no volvería a escucharlos nunca. Sólo entonces comenzó a inquietarme su conducta. ¿Por qué no volvía a ser humano? Debía de tener tanto miedo que no podía. Ver a una madre asustada y rabiosa es la pesadilla de cualquiera. Allá afuera sabrían que uno no debe meterse así en una casa. El amor de una madre lo puede todo. Incluso matar.
Era temprano todavía. Darío debía de seguir durmiendo. Ojalá no se haya convertido en pájaro, pensé. Seguido permanecía como un animal, hasta que yo lo tranquilizaba.
No quería que mi hijo viera la casa destrozada, así que acomodé los cajones rotos y recogí la ropa del suelo, aunque en el fondo supe que trataría de comprar nueva porque no dejaba de imaginar a la rata, sus pensamientos sucios mientras mordía mis calzoncillos imaginándomelos puestos. Darío había crecido tanto que la ropa ya no le quedaba bien. A él también le compraría ropa.
Estaba sucia y desvelada, pero me moría por verlo. Él ya debía de estar despierto.
Abrí la puerta para salir y el amiguito de mi hijo y su mamá estaban ahí, de pie frente al cancel, en el lugar donde los símbolos con gis ya no podían amenazarme. A ella le temblaba el cuerpo de emoción.
—¿Recuerdas al hombre? —me dijo—. El que vigilaba tu casa. Me hablaste de él.
Asentí secándome el sudor de la frente, que sentí helarse con el viento frío y terrible que entraba a la casa.
—Yo lo maté con una trampa para ratas —le dije—. Ya no nos hará nada.
Ella me miró confundida.
—¿De qué hablas? No le digas a nadie, no debería decírtelo… pero quiero que estés tranquila. Yo lo maté ayer. Justo vine a darte la buena noticia.
Su hijo la agarraba de la pierna. Estaban solos.
—¿Y Darío? —me preguntó el niño, mirando con curiosidad al interior de la casa, buscándolo—. ¿Sigue enojado conmigo? No quise burlarme de él.
—Cosas de niños —me dijo la madre—. Ayer tu hijo vino a jugar un rato y el mío le propuso que se convirtieran… —Se detuvo de pronto, reparando en el interior de la casa, en la trampa de pegamento. Se le iba transformando la voz—. ¿Dónde está él?
Por un segundo no se me ocurrió nada qué decirle. Me quedé muda.
El niño se espantó de un brinco, mis brazos se habían convertido en alas. Darío tenía razón sobre las aves. Lloran de desesperación cuando vuelan. Pero yo no necesitaba volar para encontrarlo o para llorar.
—¿Y el pequeño Darío? —me preguntó la mujer.
Yo sabía dónde estaba.