Trasponer el umbral y escuchar, o al escuchar ir más allá del límite de nuestros sentidos. Esta consigna glosa la poesía de Eugenio Montejo. A ella se acerca el lector con el oído, porque su ritmo es el primer temblor de las palabras, el primer susurro, nada tiene que ver con la identidad de sus versos, si versos blancos, medidos, rimados, sino con un arrastrar sedimentos del otro lado del tiempo, una especie de raíz que aflora en las palabras, un sonar significados. Es la figuración de otros tiempos en un instante sonoro.
Ahora que Montejo ha muerto, su poesía se desdobla «hacia los seis horizontes posibles con sus inabarcables variaciones», de los que él habla cuando explica su concepción circular del tiempo. En entrevista con Francisco José Cruz deja claro que la «dádiva de gracia», como define la poesía, apunta hacia cualquiera de los infinitos puntos de una esfera. Y este apuntalarse del tiempo poético es también trasminarse en el espacio, y allí, mutar. No queda entonces más que la memoria como la coordenada donde el tiempo se transgrede (Cioran).
Y ésta es una columna vertebral de la obra de Montejo. A lo largo de sus libros, desde Élegos (1967) hasta Papiros amorosos (2002), abundó sobre su ausencia, visitó su muerte ya desde el recuerdo, su propia vida en el transcurso del tiempo indomable: «Nada de nada ni de nadie, / sino yo mismo, yo mismísimo. / Pero no aquél de entonces: —éste / que cifra ya sesenta, / éste era el duende… / El que aquí vuelve buscándome de joven, / en esta misma calle, a medianoche, / y me llama / y no es sueño» («El duende»). Más bien ese duende es un rumor, el anhelo del alma para no caer en reposo, para no callar en el olvido ni perderse en la nada. El canto de Montejo quiere orquestar el banquete de los dioses, traer los sonidos demenciales y demoníacos de lo oculto. Cree que la poesía «resulta próxima a cierta forma de oración en su diálogo con el misterio […]. El poema sorprende un tanto porque muestra la raíz de la música, la tensión oculta sustentadora de la flor melódica que celebramos al reconocerla» (en entrevista con Francisco José Cruz).
Tensión, equilibrio, Montejo nos deja un hilo de Ariadna para andar nuestro laberinto, el de la psique, el del mundo contemporáneo, el del oído interior. Del silencio amorfo pasa al poema como camino, en el sentido de María Zambrano: un camino que guía porque canta su cantar. La poesía de Eugenio nos abrasa, nos enciende luces, despierta en nosotros situaciones imprevisibles, pero allí —sabemos al leerlo— asentadas y dormidas desde siempre en algún rincón de nuestro imaginario: «Nunca iré a Islandia. Está muy lejos. / A muchos grados bajo cero. / Voy a plegar el mapa para acercarla. / Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras» («Islandia»).
El desdoblez del tiempo, su capacidad para entrar en sus cavidades y salir ileso, lo llevó a crear heterónimos, esos personajes que siendo apócrifos lo desenmascaraban, lo hacían abandonar el yo y salir a la calle en busca de un refugio lingüístico y existencial. Lo fue logrando con Tomás Linden, sonetista de origen sueco; con Sergio Sandoval, poeta de coplas populares. Blas Coll, tipógrafo y políglota, es en quien Montejo pudo cifrar su mayor empresa literaria: modificar a tal grado la lengua hasta llegar al lenguaje de señas.
Heredero y amante de la tradición pero desapegado de la poesía contestataria y realista, o hermética y vanguardista, o culta y crítica, tan cultivadas en Hispanoamérica, Montejo elabora desde su Taller blanco (título de uno de sus libros de ensayos con el cual evoca la panadería de su padre) una sencilla atadura a la tierra, una necesidad de cantar la maravilla del mundo en su necesidad esencial, elaborar poemas como panes, transformar la terrible hambre de lo divino en amabilidad terrenal y en perfección estilística: «En todas las palabras de un poema ha de leerse siempre su necesidad, vale decir, que una por una deben convencernos de que están allí porque son más necesarias que otras no empleadas» (El taller blanco, 1983).
Hace unos días llegó el rumor de su muerte, pero ¿recuerdas, Eugenio, aquel
día que te acercaste y me hablaste de la fuerza de las palabras? Sabías escuchar, entonces lo supe. El rumor de tu poesía perdura al de tu muerte, éste es amorfo, aquél engendra, es sonido, es una cigarra que cumple lo que tú mismo anunciaste para siempre:
En la oquedad que deja la cigarra en el aire
cuando no canta,
en el espacio lleno de sonidos
que se vuelven de pronto recuerdo,
en la pelambre que deja su cuerpo
cuando se extingue
y se convierte en traslúcida cáscara,
dentro de la cigarra que ya no es cigarra,
dentro de su canto sin canto,
¿quién prolonga su treno monótono?
¿quién despierta los coros del bosque?
¿Hay otra cigarra secreta
dentro de la cigarra muerta?
¿Hay otra partitura volando en el viento
con invisibles alas?
Tal vez éste sea el sonido del mundo.
Tal vez así suenen los astros girando en sus órbitas,
así suene el azul,
así suene la noche,
cuando los muertos dejan de estar muertos…