Pyun Hye-young / Cenizas y rojo

Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está muerta.
     No dejaba de murmurar para sí mismo estas palabras, pero no importaba las veces que las repitiera, no iba a asumir la verdad. Lo que hacía Yujin era gastarle una broma pesada. Yujin sabía que él se había acostado con su exmujer después de que ella se había divorciado de él y casado con Yujin, y ahora, obviamente, había dedicado los últimos días viendo la manera de hacerle daño.
     Abrió la puerta de la terraza. El olor a basura y a desinfectante penetró en la habitación; al tiempo, un dolor seco se extendió desde el centro de su cuerpo. No era el dolor de darse cuenta de que su exmujer estaba muerta. El sentimiento era parecido a lo que sintió cuando era niño al pararse frente al oscuro retrato fúnebre de su madre muerta. No le dejaron ver el cuerpo de su madre. Era sólo un niño entonces y nadie en su familia quería que él viera cómo se veía ella muerta, con el cuerpo destrozado por el accidente de tráfico. Aunque era sólo un niño, sabía lo que era la muerte, pero aún no entendía lo que significaba que su «madre» hubiera muerto.
     El motivo por el que se sintió triste fue su padre. Su padre, vestido con un traje negro de tela demasiado pesada para la temporada, goteaba sudor en la funeraria. El traje lo había comprado para su boda, hacía nueve años. Mayorista de muebles, su padre vestía pantalones de mezclilla y una chamarra todos los días para trabajar. Si no era para asistir a las bodas de otras personas, casi no tenía motivo para usar traje. Las mangas del saco estaban demasiado apretadas en el cuerpo de su padre, que se había vuelto más corpulento después del matrimonio. La tela negra estaba arrugada de inclinarse hasta el suelo cada vez que un doliente se acercaba al retrato fúnebre y de sentarse como una piedra con la espalda desplomada. Las mangas, que apretaban como salchichas cada vez que se echaba hacia adelante para saludar a alguien que había venido a presentar sus condolencias, parecían a punto estallar. Por la tarde del segundo día, la costura de la axila finalmente cedió y la camisa blanca saltó. Parecía una lengua blanca. Todos estaban demasiado tristes como para que les importara o como para reírse. El dolor del duelo les permitía pasar por alto el ridículo. Él no dejaba de mirar la tela blanca.      Parecía como si su madre le estuviera sacando la lengua para evitar que llorara. Más tarde esa noche, después de que él se había quedado dormido en la sala de recepción donde los invitados seguían empinando vasos de alcohol en silencio, lo despertó el sonido de sollozos ahogados. Su padre estaba solo, llorando frente al retrato fúnebre. Él rompió en llanto. Lloró por el silencio en la sala funeraria, por el olor de la sopa picante de pechuga que se había espesado y condensado de hervir demasiado tiempo, por el rostro oscuro de la gente cansada y por la visión de su padre llorando a mares. Lloró desde el dolor de un hijo mirando a su humilde padre vestido con un traje roto, con lágrimas en una cara contraída y bufonesca, con la cabeza calva y perlada de sudor, y no debido al luto por una madre fallecida.
     El funeral terminó y pasó un mes. Su padre llamó a una limpiadora para que le ayudara a arreglar el desastre en la casa. Cuando ella abrió el refrigerador, hizo una mueca, sacó los recipientes uno por uno y los puso sobre la mesa. Eran los últimos platillos que su madre había preparado. Estaban mohosos y podridos. Él se había escondido en su habitación, mirando a través de la puerta mientras ella limpiaba, pero cuando él vio esto, saltó y agarró uno de los recipientes antes de que ella lo pudiera verter por el fregadero. Eran camarones secos fritos. Odiaba los camarones secos. Cada vez que los comía, las cáscaras se atoraban en sus dientes. Se quedo ahí, frunciendo el ceño a la odiosa limpiadora, y se rellenó la boca de camarones secos con moho.
     El estómago le dolió durante días. Sin nadie que lo cuidara, tuvo que sufrir esto solo, con la diarrea haciendo erosión en su parte baja. Finalmente, entendió que su madre se había ido. El dolor se extendió por su cuerpo y su corazón, subiendo y bajando por el esófago con cada bocanada nauseabunda de camarones blandos y mohosos. Había yacido despierto en la cama hasta altas horas de la noche, enfermo y solo, resignado al hecho de tener que atenderse para salir de la enfermedad sin su madre.
     La muerte de su exmujer lo hundiría de la misma manera. Sólo después de que le doliera todo el cuerpo a causa de ella, sólo después de que todas las palabras que quería decir y necesitaba decir hubieran retrocedido a su interior y revuelto su estómago, sólo después de que su lengua endureciera por el dolor de ser incapaz de pronunciar una sola palabra puesto que ella no estaba allí para escucharla, su muerte finalmente se haría real. No estaba triste porque ella estuviera muerta. Lo que sentía era el asombro de encontrarse en un país extranjero y saber, a través de alguien que era poco más que un extraño para él y que lo informaba con una voz unilateral y cargada de recelo, que la persona de la que se sentía más cercano en este mundo se había ido.      Ahora más que nunca anhelaba hablar con ella. No dejaba de repetirse las palabras «está muerta» para intentar librarse de ese deseo. Aunque pudiera no convencerse de ello, era obvio que no estaba en el departamento con él. Así que de todas formas no podía hablar con ella.
     Antes del divorcio, él se había descarriado una vez. La chica era simpática y reía con facilidad, y él le gustaba. Durante un tiempo estuvo atormentado en secreto, preguntándose si realmente amaba a la chica y tratando de averiguar si ella lo amaba. Un día podía pensar que estaba locamente enamorado, pero al día siguiente pensaba que si esa cosa frágil que sentía era lo que llamaban amor, entonces podía decir que había amado a un perro en la calle.      Mientras la indecisión sobrevolaba, él se acostó con la chica varias veces.
     Lo que le había molestado entonces no era el sentido de haber cometido una falta moral o de culpabilidad que sentía por acostarse con otra persona mientras estaba legalmente casado. Tampoco era porque se sintió mal con su esposa. Ni porque se sintió mal con la chica con la que se acostó aun no teniendo claro si la amaba o no. Era la soledad que sentía de no ser capaz de discutir el problema abiertamente con su esposa. Era la soledad de quien guarda un secreto que preferiría no cargar. Cuando se trataba de las olas de sentimientos que lo arrasaban, el estremecimiento que sentía cada vez que veía a la chica, la inseguridad de no saber si ella lo iba a abandonar, la ansiedad de querer ser amado por ella, la soledad de tener que adivinar lo que ella estaba sintiendo a través de una palabra trivial, ya que ella no lo dejaba entrar por completo, y el hecho de que quería alejarse de ella a pesar de todo eso, en la única persona en que quería confiar era en su esposa. Su esposa era la única persona que podía haber escuchado toda la historia y decirle si la chica realmente lo amaba, si él amaba o no a la chica y lo difícil que le iba a poner el amor las cosas al final. Pero él sabía que precisamente por esa razón, de todas las personas, era a su mujer a la que no podía decir una palabra de eso.
     Estaba tan solo ahora como estuvo entonces. Tenía ganas de hablar con alguien sobre la muerte de su exesposa y de la decepción que sentía porque ella había huido a un mundo del que él no formaba parte. Pero la persona con la que quería hablar acerca de su muerte era, más que nadie, su propia exesposa. Ella hubiera querido decirle lo asustada que estaba en el momento en que se dio cuenta que estaba a punto de morir, lo mucho que dolió cuando la hoja del cuchillo —como lo imaginaba, él comenzaba a llorar por primera vez— rajaba su carne, lo angustioso que era darse cuenta de que todavía estaba viva después de repetidas puñaladas, y lo aterrador que era expulsar su último aliento al tiempo que empleaba sus últimas fuerzas para abrir los ojos y mirar a su asesino. Tan solo como lo hizo a él no ser capaz de hablarle a ella de la soledad, así de sola la habrá hecho a ella no ser capaz de hablarle a nadie sobre su propia muerte.
     Sus lágrimas cayeron, aun así su muerte todavía no se sentía real. Incluso si su cuerpo estuviera ahí ahora, delante de sus ojos, sentiría lo mismo. Pero como él ya no era un niño, tenía que aceptar su muerte, asumida o no, y le dolía imaginarla sufriendo. Nunca la volvería a ver, nunca más tendría una conversación con ella. La oportunidad de hablar sobre la soledad de guardar secretos que no podían compartir entre ellos, acerca de la profunda soledad que surgía de cargar sólo las cosas que ellos debían saber, se había ido para siempre.

Traducción del inglés de Jorge Curioca
 
 
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