Punto de fuga / Louise Welsh

Desde esta posición puedo ver el lento avance de la sombra vespertina sobre el muro al pie de mi cama. Cuando la sombra trepe más allá de la esquina superior, y pase del color blanco intenso a una pálida sombra de gris azulado, alguien vendrá a moverme. Entonces veré la parte inferior de la puerta, las patas raspadas de la silla para los visitantes, el suelo de vinil gris ocasionalmente amenizado por un poco de polvo. Prefiero la esquina superior, la marcha imparable de esa sombra que cada día se repite donde el borde y el muro se intersectan, mi punto de fuga.

     En la mañana, cuando mi madre me visita, los tubos de luz fluorescente transforman la habitación en un terrón de azúcar refulgente. Acaban de asearme, estoy limpia. Mi madre me besa una mejilla, retira el cabello de mi rostro y me habla sobre su mundo. Un grito solía forjarse en mi cabeza mientras su voz temblorosa pronunciaba nombres que apenas conocía, pero el muro me ha enseñado a ser paciente. Las marejadas de palabras perdían sentido en sí mismas, reducidas a un ritmo que me recuerda a mi infancia.
     Contemplo la esquina. Está limpia y bien detallada. Es una agrupación de los límites compuestos por tres líneas. El techo y ambos muros terminan en ángulos rectos, pero su unión les otorga un aspecto triangular, como el pliegue entre las piernas y el regazo que se encuentra en la parte superior de los muslos de una mujer.
     Una vez que me ha puesto al corriente, mi madre abre su bolso y saca un libro. Además del momento en que mi campo de visión cambia del suelo y el polvo a la nitidez de los ángulos, éste es el punto culminante de mi día.
     Cuando me internaron por primera vez, mi madre solía enterarse de las noticias de su mundo mediante las noticias de otro mundo más allá. Podía oír las páginas del periódico moviéndose ligeramente mientras ella buscaba reportajes dignos de repetir. Aquellas sesiones de lectura se volvieron tan cortas que se vio obligada a leer artículos sobre deportes.
     Entonces, un día, apareció un libro. Lo sostuvo frente a mi rostro para que pudiera contemplar su portada, obstaculizando de esta forma la vista de la esquina. Un cielo azul e insípido se convertía en uno negro salpicado de estrellas durante el ascenso de una nave espacial. Me pregunté si el estar encerrada conmigo cada día había afectado la mente de mi madre. Pero me explicó que encontró tres cajas de libros abandonados sobre la acera frente a su edificio y que le pagó una libra al nieto del vecino de abajo y un libro de su elección para que las cargara hasta su departamento.
     Los lomos arrugados de los libros y sus páginas evidentemente manoseadas dejaban claro que habían sido leídos más de una vez. Mi madre jamás tuvo el menor interés por la ciencia ficción, pero supuso que valía la pena darle una oportunidad a esos libros debido a su aspecto tan maltratado. No sé si el origen de esos volúmenes la intrigó desde el principio, pero muy pronto se convirtieron para ella en algo más de lo que contenían.
     Mientras los lee, también estudia sus páginas con la esperanza de encontrar pistas sobre dónde fue que PB Bridgestock los leyó antes que nosotras (ese nombre está garabateado en la portadilla de cada libro).
     «Mira», me dice ella, «probablemente al lector se le cayó en la tina o lo leyó en un baño de vapor durante un largo rato. ¿Ves la ondulación de las páginas? El papel no soporta la humedad, especialmente este tipo de papel barato». Ella se deleita con los andares de PB Bridgestock como si fueran suyos. «Leyó éste en alguna playa. Pensé que la mancha podría ser grasa de hamburguesa, pero mira, tiene un poco de arena entre las páginas. La mancha debe de ser de bronceador». Y después hace una pausa momentánea, como si recordara un mundo donde hay playas y gente bronceándose bajo el sol. Los libros acompañaron a PB Bridgestock durante las comidas (era proclive a la mostaza inglesa), en los autobuses y trenes, incluso una o dos veces en un avión (PB solía utilizar los boletos y pases de abordar como separadores). Seguramente acompañaron a su dueño original durante tardes de ocio mientras descansaba al aire libre porque pequeños insectos fueron inadvertidamente atrapados y luego momificados entre las páginas.
     Me desesperan las pistas sobre los hábitos de lectura de PB Bridgestock que emocionan a mi madre. Me fascinan los libros que son capaces de elevarme, incluso más allá de la esquina. La voz de mi madre se aleja. Mi equipo y yo flotamos en el universo, en una nave espacial que ha perdido el sentido del tiempo, en la que seguramente se encuentra escondido un ser hostil. Mi madre continúa leyendo, transportándome a toda velocidad a través de galaxias estelares donde la supervivencia es dudosa y las aventuras garantizadas.
     Cuando llega la hora de marcharse, la miro a los ojos y le digo:

20     5     1     13     15
T      E     A     M      O

A veces digo:

16     5     18     4     15     14
P      E      R     D     Ó      N

Nadie más me visita, y por ello siento gratitud, aunque a veces escucho voces añejas, débiles, como susurros en el rellano de una escalera: no ha mostrado cambios, pobre criatura.
Los médicos realizan sus rondas cada tarde y habitualmente intercambian gráficas y susurros con la enfermera de guardia. Por lo general, se van sin prestarme la menor atención. Pero algunas veces uno de ellos se toma el tiempo para sentarse junto a mi cama y preguntarme cómo estoy. Le digo:

16     15     18      6      1     22     15     18     13     1     20     1     13     5
P       O      R      F      A     V      O      R      M    Á      T     A     M    E

Los médicos saben lo mucho que el por favor me costó, ciento sesenta y cinco parpadeos.
     La tarde oscurece mientras mi madre se baja de un camión para subirse a otro y luego a otro más. Uno de los libros de PB Bridgestock está a salvo y guardado en su bolso. Ella mira fijamente por la ventana a los conductores embotellados en el tráfico que perfila su ruta. Algunos cantan o fuman o desacatan la ley al hablar en sus teléfonos celulares, pero sobre todo se encuentran sentados solos, sus rostros ilegibles.
     A veces, un desconocido se sienta a su lado y empieza a conversar. Ella se endereza, sabe que a su edad la cortesía depende del entusiasmo.
     «Fui a la ciudad a realizar algunas compras», suele decir, aunque a veces sus propias mentiras la sorprenden: nietos que necesitan de zapatos más amplios con urgencia, un marido que exige un bistec procedente de un carnicero lejano, una reunión de algún comité impreciso al que le dedica algunos minutos. De vez en cuando ella dice: «Estaba en el hospital, visitando a mi hija».
     Mi madre abre la puerta de su departamento. Coloca las bolsas en la cocina, se quita los zapatos y camina descalza hacia la habitación, donde se viste con ropa casera. La cama la tienta, pero el sueño es un enemigo y una siesta ahora significaría, sin lugar a dudas, una noche de vigilia. Se pone sus pantuflas y regresa a la cocina, donde abre la correspondencia antes de sentarse y encender un cigarrillo. Mamá fuma junto a la ventana abierta, siente la brisa nocturna sobre su piel y mira en la distancia a los edificios departamentales, cada uno de ellos es una réplica perfecta del que ella habita.
     Miro la quietud de la esquina y me imagino miniaturizada, ocupando la cabina de un cohete y viajando velozmente hacia ella. La esquina gira hasta convertirse en un portal resplandeciente que permite ser traspasado. Tiro de una palanca para adentrarme en la oscuridad del más allá. El hospital brilla pálidamente en la distancia, pequeño en la oscuridad, la H del helipuerto luce más pequeña que la uña de mi meñique. El cohete avanza a lo largo de la ruta que a mi madre le tomó horas recorrer y en cuestión de segundos vuelo tranquila y luminosa fuera de su cocina. Ella se levanta y apaga el cigarrillo, abre la ventana de par en par. El cohete irrumpe en la cocina iluminada y veo la misma mesa, el mismo piso de vinil, el mismo papel tapiz que conocí de niña. El pasado es real y todo lo demás un sueño.
     Abro la compuerta del cohete y mamá sube a la rampa. Sonríe mientras se asegura el cinturón, nuestras miradas se encuentran y, de repente, reímos. Enciendo los motores y salimos a toda velocidad a través de la ventana, desapareciendo en el más allá, con destino a otros lugares.

Traducción del inglés de Luis Panini

 

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