(Oaxaca, 1980). Uno de sus libros más recientes es Memorias tullidas del paraíso
(Dharma Books, 2021).
Ciertamente que las palabras de todos esos
muertos me persiguen; pero ¿por qué me veo sobre todo azuzado
por esta palabra: Bobok? No sé por qué hay para mí algo
terriblemente obsceno, cínico, espantoso sobre todo en esas dos sílabas,
pronunciadas por un cadáver en plena descomposición.
¡Un cadáver depravado! ¡Oh!
¡Es horrible!
Dostoyevski, «Bobok»
Aquí dentro: aquí anduvo la muerte mi vecina
sesteando a la sombra de los sepultureros,
lamida por la lengua de un perro guarda-lápidas;
porfiaron los muertos con los muertos
rivalizando en huesos como en mármoles.
Miguel Hernández, «Vecino de la muerte»
Las voces bailan alrededor de mi propia tumba, son ecos de la danza de la muerte: ellas, ellos, los andróginos. Este texto es mi sepulcro anticipado. Yazgo en el ataúd y escucho los minuetos de algún extraño grupo de música que, lejos de mi tumba, celebra otro funeral. Más allá, vislumbro el silencio de otras lápidas. Se encuentran lejanas, pertenecen a los muertos resignados, su halo es un suspiro de aire denso, viaja hasta mí y me adormece con su tenue silbido. Esta calma me amodorra y hace surgir de mis huesos la conciencia de mi propia muerte tal como si la diera a luz.
¿A qué dedicaba mis días? Me ocupé de escribir pensando por qué y para qué lo hacía obstinada en la fe que impulsa las tareas inútiles. Solemos definirnos por lo que hacemos y no por lo que somos, he ahí el problema capital de la insatisfacción. Escribir se conviritió en mi oficio, lo sufrí mientras lo consideré tal; en cambio, cuando sólo era una expansión del vacío sin fin aparente, obtuve sus bondades, aquellas que me permitieron profundizar en mí misma. ¿Quién soy? Lo uno y lo otro ni aquello ni esto, tal vez lo inimaginable; no soy mi oficio y, pese a ello, la música del texto se convierte en el ritmo de los pasos. Soy ella, él, una andrógina. Navego las voces, intento atraparlas, me borran. Las voces permanecen y se evaporan, apenas si concentran la espuma de los días, los recuerdos también son evanescentes como el pensar mismo.
Los atardeceres extienden su necedad anaranjada en la playa de la vida. Estoy muerta y mis sentidos, paradójicamente, se aguzaron. Escucho el mar aunque fui enterrada en la ciudad. Oigo la lluvia y advierto los deshielos, alcanzo a percibir los sonidos de las palas de los excavadores de colmillos de mamut en Nueva Siberia e, incluso, mis oídos presagian el crepitar de una piedra contra la inmensidad del aire. La vida es explosión, apertura, brote, el vaivén de las olas, los asombrosos sonidos rutinarios, las voces humanas que ya son ecos, los pájaros y los animales pertrechados en su música; la totalidad del ruido en su aleph, ese vórtice distante de mí que ya soy fantasma, lejano a mi silencio y a mi energía.
Me miro observar lo que ya es infinito: la tierra, la sombra, el polvo. A lo lejos de mi tumba, las nubes forman nidos de melancolía; supongo que la melancolía es el estado emocional de los muertos recientes; nuestro funeral nos proporcionó la última casa y heme aquí, alegre y rara, experimentando la más profunda extrañeza. Convertida en aire puedo elevarme para asimilar la visión de mi propio cadáver; desde luego, su panorama es terrible. ¿Por qué no me han cremado si ésas fueron mis instrucciones precisas? Supongo que mi provinciana familia pensó que resultaba más acorde con los designios de Dios dejar mi cuerpo en visto: amoratado y flácido, tumefacto y disminuido, pero no pensaron que las cenizas son el aliento divino y también la representación más bella de nuestra inminente destrucción.
Mis intuiciones me han preparado para este odioso momento. Contemplar mi hermosa piel tumefacta, mis ojos extrañamente cerrados, mis orejas puntiagudas como si fueran testigos de un secreto atroz, mis uñas sin sangre semejantes a costras de sal y mi cuerpo mermado, me amedrenta. No fueron suficientes mis enfrentamientos existenciales ante el espejo; ahora, convertida en aire, me confronto con mi cadáver. Un muerto nunca duerme: reposa en un estado neutro y terrorífico, por eso las manos flácidas son el signo más severo de la impotencia. Además, esa especie de reducción de tamaño me repele, la muerte aplaca y disgusta, el solo hecho de imaginar a los futuros habitantes de mi cadáver: los gusanos y sus sombras, me produce un indecible malestar. Debieron purificar la atrofia de la destrucción con el fuego: el fuego que, al decir de los alquimistas, todo lo purifica.
Contemplarme así me perturba pero a la vez me concilia con esa otra energía que ahora encarno; por fin deseo abandonar mi cuerpo definitivamente: ser apertura sin tapujos moralizantes, sin remordimientos, culpas o arrepentimientos. Por fin puedo experimentar el movimiento raudo o lento, casi inaudito, del ser sin ser, semejante a ese estado vivo de cuando nos permitimos fluir en una vasta extensión de posibilidades. Es decir, cuando nos permitimos amar.
Desde este lado, da igual el género de la persona y el género de los escritos, las clasificaciones, las taxonomías, el orden y el caos, la brújula y la espina de la rosa. Pensar en las sutiles diferencias entre objetos, actitudes y seres humanos en un orden estricto en el que todo deba recibir un nombre y un concepto, en el que cada acción humana se codifique con el patrón del comportamiento «correcto», cuando en todo momento debemos medirnos por la ley tirana de la mayoría absorta en su necedad y ocio y nuestro lenguaje deba ser pulcro y estéril y no zaherir la moral en turno, nos reducimos a una muerte viva, que es vivir sin vivir, sin saber cómo hacer de la libertad, es decir, del arte, un fructífero y feliz ámbito de los límites. La libertad tiene orillas y como la playa nos muestra el sitio exacto de la peligrosidad: no es una cuestión de juicios. Y allí donde bien se nada y se permanece, con el cuerpo extendido en el agua, flotando simplemente, se ama al universo y se contemplan las estrellas; entonces sabemos que estamos aquí en razón de una fuerza fatal que nos conminó a ser, a estar, a permanecer… Ahora yo he muerto.
Por las noches mi energía —este soplo tan extraño que ahora soy— viaja entre las tumbas, huele las flores y a los otros cadáveres para intentar descubrir, osadamente, los secretos de este preámbulo a la vida del más allá. Por alguna razón, mientras reúno mis pesquisas medito con atención en el personaje de Margarita de la novela de Bulgákov, El maestro y Margarita. Cuando la pandilla de Voland la urge al baile del maligno, ella observa el mundo desde su escoba, mientras viaja, con una sorpresa inaudita. Ese viaje hacia lo desconocido es lo que tiene lugar en esta muerte que no termina porque morir es un nacimiento en eterno retorno. Margarita es un personaje de multiplicidades, se transforma: es una mujer rica e insatisfecha, es la amante del maestro, es, a su manera, una poeta, pero, ante todo, es la fuente de un conocimiento que va más allá de cualquier convención. Margarita es la capacidad que tiene nuestro espíritu de transformarse: la inquina de la pasión en el hastío, la rebelión de la afirmación (decir sí) impulsada a la aventura.
Hundidos en la grava movediza, sin saber cuál será nuestro destino, en este intervalo de sensaciones dispersas, los muertos recientes somos el prólogo del libro de los muertos y permanecemos en un intervalo ni vivos ni muertos, en el más o menos de la conciencia. Quizá como una borrachera o como una ensoñación, sumergidos en el interior de un exterior demasiado lábil, habitamos el líquido amniótico de nuevo. Sé, por alguna novedosa intuición, que el Aqueronte reverbera sus aguas verdes allá abajo. ¿Me espera? ¿Acaso terminaré en el infierno? No lo sé y, como a la Margarita de Bulgákov, tampoco me importa; al parecer, el infierno no es el de los muertos sino el de los vivos que no cesan de injuriar a la vida, con sus absurdos, sus corrupciones, su egoísmo y su chata moralidad. Ahí donde el arte no surge.
Vagando en esta curiosa espera pienso en lo irónico que es continuar reflexionando sobre la muerte estando muerta. Pensé en ella demasiado tiempo al estar viva; sucedió así porque, desde niña, la muerte me acompañaba a todas partes. Supongo que fui una suicida en potencia o quizás alguien que a través de las palabras se acostumbró a lo que termina. Sin embargo, morí de vieja pensando constantemente en el mismo asunto. La muerte recargaba el hocico en mi pierna mientras yo comía, le aventaba restos de pollo, pero ella, sin comer y sin hambre, me miraba insistentemente, casi cándida. Acercaba sus patas regordetas, tiernas, y su olor de ultratumba y escarnio conmovía mi aire; entonces percibía que el terror se calmaba en mis adentros, porque pensar en la muerte siempre me dio paz, a diferencia del pensamiento de la desdicha, que, según Simone Weil, sólo puede soportarse cuando se le asimila interiormente como una participación del sufrimiento de Cristo.
En cambio, el instante de mi muerte era otra cosa; ese momento en el que nos estamos yendo y nos da miedo soltarnos de la mano de la vida porque tememos no volver.
Y… ¿Qué pasa si no vuelves? Nada pasa. En parte porque morir es desprenderse como cuando el cuerpo flota en el agua y se libera, se libera de sí, amándose.
En este estado intermedio en el que me hallo, los otros muertos, por supuesto y desde siempre, lejos de encontrarse en silencio, charlan acaloradamente de… política. Odiosos, estúpidos, maniqueos y babosos se sumergen en sus discusiones fútiles. Yo los oigo azorada y atisbo una conclusión: el silencio es tan incómodo que equivale a definir la muerte desde el ser. Como nadie desea morir del todo, evitan el silencio y farfullan no sé qué. ¡Malditos! Ni siquiera en la tumba puedo escribir en paz —quizá porque no hay oficio más lioso que éste—, porque si algo me atosigó en vida fue el ruido, el ruido de compañeros, de vecinos, de charlas interminables, de insidias y de chismes: voces torpes que siempre me marearon. De nuevo, el ruido de los otros muertos me da vértigo, y, en cuanto se callan, alguien se dispone a interrumpir la pausa para reanudar la cháchara, que, equívocamente, piensan que espanta a la muerte, a la conciencia de la propia muerte.
Entre tanto, mi libro y yo permanecemos a solas, nos amamos, nos odiamos, nos repelemos y, muy de vez en cuando, existe entre nosotros alguna afortunada comunión. Lo leo, lo repaso, me regreso, empecé por aquí, por el prólogo aunque nada empieza por el principio, y ¿lo demás? Tal vez todo lo que alguien escribe —incluso una muerta— sea el susurro de un texto único; un texto que se escribe de mil formas repetidamente entre el ruido de la ciudad y el silencio subterráneo. No se escribe sobre otra cosa que no sea un esperado comienzo siempre previsible. La historia humana comienza con la guerra, se escribió así en la Ilíada, pero el fin es la decadencia de la paz que bien puede ser hermosa como una tumba descuidada, tapiada de hiedras, en silencio y abierta al otro mundo.
(En este texto se rinde homenaje a Un hogar sólido, de Elena Garro, a La guerra y la paz, de León Tolstoi, y a El maestro y Margarita, de Mijail Bulgákov. Se citó la antología Pensamientos desordenados, de Simone Weil, editada por Trotta en 1995).