(Cusco, 1975). Ha publicado el libro de cuentos Nosotros que vamos ligeros (Animal de Invierno, 2018).
Llegué al hotel pasadas las siete de la mañana, en medio de la oscuridad matutina del invierno francés. El nochero me transmitió los mensajes, hizo el recuento de la caja y se despidió veloz. El salón quedó en silencio, en la media hora perfecta de cada domingo, cuando todos duermen seguros y tibios arriba, cuando se oye apenas el zumbido lejano del refrigerador, el aroma del café inunda la pieza y los croissants ya están servidos en la mesa del desayuno.
Encendí un cigarrillo, abrí la ventana para terminarlo mirando el bulevar Saint Michel despertarse lentamente, en un rumor tenso y creciente, y observé la avenida poblarse de los primeros parisinos, las colas frente a las dos panaderías abiertas y a los vecinos dirigirse con sus canastas y carritos al mercadillo del domingo.
Hacia las ocho apareció Irina, me saludó con la mano al pasar por la recepción. Regresó poco después en uniforme negro y con el delantal inmaculado llevando un par de tazas en la mano. A esa hora tan nuestra, cada domingo, el tiempo se desgrana en sucesos y comentarios, en una suerte de rendición de cuentas fraterna, deliciosa, como preparándonos al ajetreo y al bullicio.
Entré en la cocina y estaba oscuro. Esta vez ella permanecía sentada en una esquina, con la mirada en el vacío y los ojos abultados de quien no ha dormido.
—Ha llegado la madre de Sasha —me dijo levantándose y sirviéndonos el café—, va a quedarse con nosotros.
Encendió su Gitanes. Empezó a fumarlo lentamente, haciendo salir por la nariz delicadas volutas y espantándolas después con un gesto de la mano. Echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una carcajada.
—La vieja. Ahora dice que nos necesita.
—¿Y cómo hizo para venir? Después de lo que ha pasado… —dije abriendo los dos batientes para dejar escapar el humo y ese olor a insatisfacción, sofocante y acre.
—¿Cómo crees? Sasha me toma por idiota.
Bebimos unos sorbos en silencio. Una ambulancia desfiló veloz por la avenida, hubo un leve estremecimiento.
—Se han puesto de acuerdo —dijo—, a pesar de que la sacamos los dos. Ahora dice que va a cuidar mejor a la niña. Que esta vez le demos un móvil.
—No seas tan dura —dije—, fue una distracción. Pobre mujer. Eso puede pasarle a cualquiera. Me miró fijamente:
—¿De verdad?, ¿y por distracción también se tomó la vodka, se llevó a la niña, se desapareció en la ciudad? ¡Hizo dormir a mi Masha en la calle como un perro vagabundo!
—Lo sé —insistí sin convicción—, pero no les sucedió nada más grave. A fin de cuentas fue una mala noche también para ella.
—Ay, cariño, cuando dábamos vueltas en el coche esa noche buscándolas, no sabes, no entiendes lo que yo tenía aquí —me lanzó tocándose el pecho—. Mi pequeña afuera, en pleno invierno, yo sin saber dónde estaba. Nunca te lo he dicho. Después fui a buscarlas hasta a los albergues de mendigos… No sabes lo que era eso. Un olor a podrido, a alcohol. Todo lleno de gente capaz de cualquier cosa. En uno de esos lugares un tipo se me echó encima, me puso un cuchillo aquí —dijo señalando su cuello— y tuve que darle diez euros.
Se secó las mejillas, orientó su mirada hacia algún punto de la calle.
—Tienes razón —respondí mortificada—. Te pido disculpas. Te hablo así porque nos tenemos confianza.
—Eso que ha hecho jamás se lo perdono, puedes estar segura —luego continuó, con rabia—: Tú sabes que la vieja y el alcohol son amiguitos ¿no? Inseparables. Se ha venido en un carro de ésos, un tipo que trae y lleva gente. Dice que entra por Eslovaquia y Croacia, y luego busca una ruta. Llega aquí en pocos días. La vieja no es tonta.
—¿Y hasta cuándo se queda? —pregunté arrepintiéndome al instante de mi impertinencia.
—Ésa es la putada —respondió dando golpecillos a la mesa con los puños—, no dice, pero ¿qué crees?, a Sasha le ha traído dinero, los he visto cuchicheando… Yo sé que es para ponerlo manso.
Terminó su cigarrillo en una última pitada, abrió el grifo y lo apagó bajo el agua. Tomó dos cajas de leche que puso en la mesa, una junto a la otra. Las limpió con un trapo.
—Pero si la mujer no tiene un cobre —le dije extrañada después de un momento—, de dónde va a sacarlo.
Se quedó pensativa, vertiendo en silencio la leche en el calentador. El líquido caía a borbotones salpicando y haciendo un ruido agradable mientras ella, con el trapo húmedo en la mano izquierda, limpiaba las gotas hasta hacerlas desaparecer de la superficie metálica. De pronto, dejó todo en la mesa y se frotó el rostro con las manos:
—Ha vendido su casa, ahora estoy segura. ¡Ay, Señor! —se lamentó—. Y ahora está en la mía. Me cubrí la boca con la mano, sin decir una palabra.
Se frotó el rostro con las palmas, cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—¿Sabes lo que decimos nosotros? —dijo al borde de las lágrimas—. Huésped no invitado es peor que un tártaro. Yo confirmo.
Se quedó mirando a la mesa, con un gesto de abatimiento.
En ese momento se abrió el ascensor y salió un anciano con dos pequeñas maletas que Irina, secándose los ojos, recuperó presta. El hombre devolvió la llave, agradeció por el servicio y verificó tranquilamente la factura antes de entregarme su tarjeta. Luego se puso con dificultad un abrigo de piel y guardó su billetera. Irina lo acompañó unos pocos metros sosteniéndolo delicadamente por el codo hasta la puerta del taxi. De espaldas podrían haber correspondido al cliché del anciano y la bella rusa elegida en un catálogo para fungir de esposa. Pero Irina estaba casada con su amor de infancia. Al volver me mostró un billete de cinco euros con un guiño y lo guardó rápidamente en su delantal.
De pronto apareció una muchacha, dubitativa. En un inglés rudimentario me pidió que le indicara cómo llegar a la Torre Eiffel, o mejor, dónde estacionaban los buses de turistas que visitaban la torre.
La pregunta me hizo gracia. A pesar de ello no me atreví a sonreír abiertamente.
—Just where is the address —me dijo extendiendo un plano del metro, con un fuerte acento mexicano y un mohín.
Me acerqué al plano, le eché una mirada y le respondí:
—There is no specific place.
Intuyendo que la conversación podía prolongarse, añadí en español:
—Si me dice lo que necesita allí, tal vez pueda ayudarla.
—Ay, mire qué suerte, ¡habla español! —replicó alegrándose y avanzó con más confianza hacia la barra de la recepción—. Lo que pasa es que tengo que encontrar a mi grupo. Hoy nos toca visitar la torre, en la tarde, entonces quiero darles el alcance allí —explicó lentamente.
Me pregunté si la muchacha no estaría bebida, pero su aspecto era limpio y su postura normal. Me pareció, sí, extraño verla en camisa, con un suéter anudado en la cintura, mientras afuera apenas había salido el sol y todo estaba aún cubierto de niebla.
—Mire, la Torre Eiffel es muy grande, se dará cuenta cuando la vea. Los buses pueden parar en cualquier lado —comencé a explicar.
—Sí, justamente —interrumpió con los ojos bien abiertos—, si me dice dónde colocarme para ver a la gente, pues yo los puedo alcanzar ahí.
—¿Le han dado alguna referencia, alguna seña para encontrarlos?
—Ay, no —respondió menos risueña y algo desconcertada—, lo que pasa es que yo soy bien distraída, pero con ir allá ya está, me las arreglo luego.
Eché una mirada hacia Irina, sin saber qué responder. Ella se acercó a la barra en dos pasos y le dijo en su español aprendido durante un verano en Alicante:
—Es que no puedes, mujer.
La muchacha nos miró más inquieta, sin atreverse a preguntar por qué.
—Mire, para subir a la torre hay cuatro entradas. Cada una es tan grande como un edificio. En cada entrada hay muchísima gente esperando en filas inmensas. Y luego hay una explanada gigantesca, con cientos, a veces miles, de personas en todos lados.
La muchacha cambió ligeramente de expresión, con una fugaz mezcla de incredulidad, siempre mante- niendo su sonrisa.
—No, ni se preocupe. Nada más tengo que encontrar el bus de mi agencia —continuó con la misma voz dulce y seseante, vacilando.
Irina empezó a sacudir la cabeza. Al ver la expresión de la joven intuí que no conseguía visualizar la di- mensión de aquello. Antes de que interviniera, le pedí el nombre de su agencia para ubicarla de inmediato, quizás estaba empezando a perturbarla sin necesidad. Entonces se quedó en silencio y, con un aire de derrota, me dijo que el bus tenía un logotipo verde con el fondo blanco.
Nos quedamos quietas durante un breve instante, lo suficiente para advertir una brecha infranqueable en nuestro entendimiento. Percibiendo su desazón le dije:
—Mire, no se preocupe, lo mejor va a ser que llame ahora mismo al hotel donde está su grupo. ¿Recuerda el nombre?
Lo pensó un instante.
—No lo recuerdo —dijo esta vez con evidente desaliento.
En ese momento se abrió la puerta, entraron las femmes de chambre, nos saludaron de lejos y se dirigie- ron al vestidor. Volví a observar a la muchacha, que en ese breve lapso se había acercado hasta apoyarse en la barra, y se animó repentinamente.
—Ya lo sé —me dijo—, el hotel está al lado del mercado.
—¿Y el nombre?, ¿sabe el nombre del mercado? —repliqué, corrigiendo al instante el tono ansioso e inquisitivo que había utilizado.
Me miró extrañada.
—Hay mercados en todas partes —precisé—. A ver, intente hacer memoria. Le dijeron Batignolles, Mon- treuil, Barbès, Belleville —listé lentamente los que se me ocurrían en aquel momento.
Negó con la cabeza, confusamente. Esperé un momento y volví a preguntar:
—¿Y sabe en qué barrio estaba?
Su rostro volvió a encenderse, esta vez sólo por un segundo, y dijo con recelo y algo de abatimiento, como si tuviera la convicción de errar una vez más:
—Nos dijeron que el hotel estaba al lado del metro, cerca del mercado.
Irina y yo nos miramos sin decir palabra. La muchacha debió percibir nuestro azoramiento y repitió, esta vez con la voz casi apagada:
—Eso nos dijeron, que hay una estación de metro frente a la puerta y el mercado a un tantito nomás a pie.
La anécdota había dejado de ser una curiosa historia de viaje para irse tornando en incidente patético del que ni Irina ni yo teníamos ya ganas de reírnos.
Extendí el plano para evitar mirarla y estuve así un par de minutos.
—¿Café con leche? —le ofreció entonces Irina, como para arrancarla de su desolación repentina, y la muchacha negó callada.
—Aquí nadie se extravía —me atreví a decirle—, vamos a encontrar una solución, no se preocupe. La muchacha asintió con una expresión de franca angustia.
—Pero dígame, no entiendo una cosa, ¿por qué se separó del grupo?, ¿qué pasó?, ¿por qué está usted sola ahora?
—Fue anoche —me dijo suavemente, como en una confesión—, llegamos a una gasolinera, nos bajamos, fui al baño y había cola, luego aproveché para comprarme estas galletitas —me mostró una pequeña bolsa con algunos restos—. Cuando regresé, ya no estaban. Los busqué ahí mismito durante largo rato, di vueltas por todo el estacionamiento. Luego esperé varias horas pero nada. Sólo me quedé con este monedero, todo estaba en el asiento.
—Mon Dieu! —replicó Irina, sacudiendo la cabeza.
—No puede ser —intervine —, eso no es posible.
—A lo mejor me tardé mucho —dijo la muchacha intentando encontrar una justificación a semejante dis- parate—. Enseguida la estación se fue vaciando y se fueron todos los omnibuses. Estuve un buen rato allí, se oscureció y me dio miedo, entonces le pedí el favor a una familia que se venía para acá.
—¿Y dónde estaba la gasolinera? —pregunté.
—No lo sé —dijo ya sin sorpresa, pero todavía avergonzada—, acabábamos de pasar por Estrasburgo — luego sonrió, de ese modo sistemático que a veces nos da ese aire candoroso a los latinoamericanos cuando nos vamos de viaje—. El carro no ha parado en toda la noche y hemos llegado esta mañana. Me dejaron aquí abajo, me dieron este plano y me dijeron que preguntara en este hotel. Era una familia de negritos muy simpáticos, me dieron el aventón, fíjese. Yo quise pagarles, tenía veinte euros en el monedero y no aceptaron.
—Entonces ha viajado toda la noche. ¿Y de dónde venía su grupo, cuánto tiempo se quedan aquí?
—Nos quedamos hoy y mañana. Y mañana por la noche nos vamos en ómnibus a Italia por unos días, luego a España por otros pocos y de ahí me regreso a México.
Noté que le temblaban las manos e insistí en ofrecerle el desayuno. Echó una mirada al lugar. Aceptó, dirigiéndose a Irina con suavidad:
—Nada más un cafecito, muchas gracias.
Un cliente salió del ascensor, me dejó la llave y dijo que volvería para recoger sus maletas. Irina aprovechó para conducir a la muchacha al salón y la instaló en el centro. Contemplé a la joven a lo lejos, bebiendo su café pausadamente, permitiéndose al fin observar los techos altos, la suave alfombra, el rancio decorado de un elegante hotel para viajeros que no buscan la aventura. Me senté frente a la pantalla y exploré por internet, como quien rastrea una embarcación en alta mar, de noche y sin radio, esperando encontrar alguna señal de ese viaje organizado. Después hice algunas llamadas, sabiendo que esos minutos servían sólo para darle a aquella joven el breve placer de sentirse como lo habría prometido el folleto: en manos de gente amable, en un lugar seguro.
—¿Encontró algo? —me dijo tímidamente después de un largo momento. Antes de que respondiera aña- dió—: Me estaba acordando del ómnibus. Decía «Primavera».
Introduje la palabra en el buscador de la máquina, con todas las combinaciones posibles, revisé también las imágenes, fue en vano.
—¿Así se llamaba la agencia? —pregunté. Entonces se me ocurrió algo—: Si me da la dirección en México, la encontramos de inmediato.
—Es que, mire, yo vivo en Contla, ahí soy maestra de escuela. Y como es retechiquito, me fui para Tamazula a contratarme el viaje, porque yo nunca he viajado, sabe, ésta es la primera vez. Entonces, pues, yo sí sé dónde está la agencia, está en la calle principal, en la bajada, casi llegando hacia el río. Pero del nombre de la calle, así exactamente, no me acuerdo.
Irina, que escuchaba desde adentro de la cafetería, me miró consternada y encendió otro cigarrillo.
—No sé qué podemos hacer —le confié a la muchacha tras dudar unos minutos—, no he encontrado nada.
He buscado por todos lados.
Ella me siguió mirando, expectante.
—Lo mejor va a ser que llamemos a su embajada, ellos podrán ayudarla mejor —hice una pausa—. Incluso, en el peor de los casos, pueden darle alojamiento, ocuparse de que regrese en condiciones.
No dijo nada y se frotó las manos.
—¿Quiere que los contacte ahora?
—¿De verdad no hay otra solución? —respondió, y ante mi negativa, aceptó con un sí apagado. El tono duró un largo minuto, volví a intentarlo varias veces y después colgué.
—Es domingo y no trabajan, tampoco responde el número de emergencia —le comuniqué. Me miró con franca desolación—. Vamos a tener que llamar a la policía —le dije al fin.
—¿Es necesario? —dijo intentando una sonrisa, al tiempo que sus ojos se humedecían. Asentí.
La policía llegó media hora más tarde. La muchacha esperaba ensimismada junto a la ventana, con las manos cruzadas apoyadas en los muslos. Era una mujer pequeña de aspecto natural, con ojos grandes y almen- drados y un indiscutible perfil maya. Entraron dos policías jóvenes, uno de ellos con la porra en la mano. Al verlos, ella se aproximó a la recepción con recelo. Después de hacerme las primeras preguntas, levantaron las cejas y se miraron entre sí. Dirigiéndose a la muchacha, le pidieron que contara lo sucedido, yo traduje lo que decía. Le ordenaron que apuntara sus datos personales en una hoja y el más joven echó una rápida mirada al papel antes de guardarlo en su bolsillo.
—No veo qué podemos hacer —me dijo uno de ellos.
—¿Y no ha encontrado nada en internet? —preguntó el otro.
Negué con la cabeza. Sugerí que contactaran a la embajada un poco más tarde. Al oírles pronunciar «Mexique», la muchacha me dijo, inquieta:
—Por favor, nada más dígales que no llamen a mi casa. Mi mamá es mayor y está muy enferma del corazón. No quiero que se preocupe.
El policía más joven me miró inquisitivo y transmití el pedido de la joven. Él sacudió la cabeza y dijo que era imposible, si no podían llamar a teléfonos móviles aquí mismo, menos podrían llamar al extranjero.
La invitaron a salir delante de ellos y la muchacha volteó hacia mí.
—Vaya tranquila —intenté convencerla mientras ella me agradecía y se despedía con la mano.
Bajaron las escaleras y todo quedó nuevamente en silencio. El silencio sosegado de la recepción de un hotel respetable un domingo por la mañana.
Poco después, los huéspedes fueron llegando a cuentagotas hasta llenar el salón, inundando el lugar con sus maletas y el bullicio de idas y venidas, cubriéndolo de alegre despreocupación.
Hasta el mediodía me ocupé de las salidas, hice el cierre de caja, organicé las llegadas y cuando volvió a reinar la calma entré en la cocina.
—¡Qué historia! —dijo Irina apareciendo detrás de mí y sentándose con suavidad—, cuántos años ten- dría, ¿unos treinta y tantos?
—Cuarenta y dos —respondí—, lo apuntó en el papel.
Me miró callada, calentamos nuestros almuerzos y comimos con la radio encendida y las canciones de Nostalgie fm.
—Ésa es la radio que escuchaba cuando llegué aquí —dijo de pronto con un suspiro—, yo tenía veintidós, una niña. Esperando tantas cosas.
Encendí un cigarrillo y le di unas caladas.
—Pobre mujer —me dijo pidiéndome el cigarrillo.
—Seguro que ahorró durante años para este viaje. Y apuesto a que su madre y sus hermanos le dijeron que era una locura venirse sola —dije yo.
—Y seguro que ella se peleó con todos —añadió Irina tras dar una pitada—. «Déjenme libre y tal», o peor,
«confíen en mí». Y en la primera, la abandona el cabrón del bus en una gasolinera de mierda. Y la deja pelada, sin plata, ni papeles, ni nada.
Sacudí la cabeza, compadecida.
—Qué putada, ¿no?, perderse en París —siguió ella, indignada, sorbiendo su café—. Y sin maldita idea de lo que es una ciudad, a los cuarenta. Hablando inglés peor que un niño. Es que hay que ver para creerlo. ¡Es el siglo veintiuno! ¿Y al tipo ese que la dejó tirada no se le ocurrió volver? ¿Y la gente del bus, siguió su viajecito tan tranquila? Es que hay que verlo. Sola en la carretera y lista para pasar la noche en la puta calle. Egoísta, eso es lo que es la gente. Sociedad de mierda. Lo peor que te puede pasar.
La escuchaba hablar y de repente me vino a la memoria nuestra conversación de la mañana. Cruzamos las miradas. Sólo fue un instante, pero la expresión de Irina se fijó.
Siguió hablando, apoyada en la mesa, con una convicción más forzada, subiendo gradualmente el tono. Ya no recuerdo sus palabras, sólo su semblante cada vez más descompuesto. Hasta que en un momento enmu- deció, se sonrojó, de un rojo vivo, y hundió la cara entre los brazos, como si entrara en un hueco.
—No pasa nada —extendí mi brazo por encima de sus hombros—. No pasa nada. Seguimos así un momento, y después la dejé sola mientras la lluvia se desataba afuera.
Transcurrió un largo rato hasta que entró una pareja. Me acerqué a la recepción, le entregué la llave, conversamos unos minutos y subió al ascensor. Estaba allí en silencio cuando de repente Irina sacó la cabeza y me llamó desde la cocina, agitando el brazo. Me aproximé a zancadas. Señalaba la ventana. Había un bus vacío detenido por el semáforo del bulevar. En su flanco lateral podía leerse en gruesas letras verdes: «Primavera».
Sin esperar mi reacción, tomó su abrigo, bajó las escaleras y salió corriendo. Desde la ventana vi a Irina cruzar la pista y tocar con el puño el parabrisas del autobús, protegiéndose el rostro de la lluvia que ya lo empa- paba todo. El conductor abrió la puerta y ella le dijo algo desde afuera. En aquel momento el semáforo cambió a verde. La puerta del vehículo se cerró y éste se alejó lentamente atravesando Saint-Germain-des-Près. En la esquina, con los cabellos rojizos goteando y el cuerpo protegido apenas por el dintel de una puerta, Irina lo con- templaba irse.
Me dije entonces que la historia de la muchacha de Contla perdida en París no había sido cierta, que había sido un juego, una especie de alegoría. Quizá una parábola incompleta destinada a mi querida amiga rusa. Pero entonces el bus hizo una maniobra unos metros más adelante hasta detenerse. El conductor bajó de un brinco, cruzó la calle y se precipitó hacia el hotel, raudo, exaltado, sonriendo <