Luis Jorge Aguilera (Guadalajara, 1989). Su libro más reciente es El poema místico en la poesía mexicana contemporánea. Hacia una tipología (Universidad de Guadalajara, 2017).
Podría parecer que el sintagma «poesía del futuro » ha quedado comprometido en la historia de la literatura con la vanguardia estética del futurismo, revolución artística que incursionó (uso la palabra en su sentido militar) en la Italia de Leopardi en 1909. Uno de los más apasionados promotores de esta vanguardia, Filippo Tommaso Marinetti, quiso canonizar la belleza de la velocidad, el amor a la máquina y a la luz eléctrica; él y los suyos libraron, en campos de guerra y panfletos por igual, furibundas batallas en busca de una ruptura total y absoluta con el pasado.
Los futuristas, profesantes de la religión del progreso, amaron en enfebrecidos poemas la anarquía y la guerra. La ambición de Marinetti por gramaticalizar la lengua de las máquinas, automóviles, cañones y ametralladoras se trasladó con notable acierto a materia poética en la sintaxis y las onomatopeyas de «Bombardamento » (1914), poema tipo del futurismo en el que resuena la célebre «zang-tumb-zang-tuuum » suministradora del título para el volumen que recoge este y otros poemas de expresión futurista.
Aunque los poetas futuristas se refirieron a su poesía como «poesía del futuro », quiero pensar aquí, desde la agonizante segunda década del siglo xxi, en otra posible poesía del futuro; una poesía del futuro anacrónica, desligada y opuesta a la escrita por esta primera vanguardia europea hace poco más de un siglo. Esta otra poesía del futuro tendría que volver, necesariamente caminando, a su pasado más remoto. Un pasado oscuro en el que la antropología de la música anda a tientas, soplando vestigios para encontrar entre las cenizas alguna brasa titilante.
Marius Schneider ha conseguido pasar con su antorcha por la noche de las culturas pretotemísticas y totemísticas. En el lapso de este tiempo arcaico, visitado por Schneider, se enciende el más primigenio de los cantos dentro del limo de las gargantas moldeadas hacía apenas algunas noches; y es como si ese mismo canto, ese fuego en su exhalación, hubiera terminado de cocer el último de los intentos, haciendo sonar arcilloso el ritmo esencial de la especie. Para la conciencia de las culturas pretotemísticas, todos los elementos de cada fenómeno constituyen un conjunto rítmico indisoluble. Pero sólo las tribus humanas poseen la facultad de imitar directa o indirectamente un gran número de ritmos ajenos.
Entonces ¿cuál es la posición del ser humano frente a los ritmos de los astros, de la sicalíptica germinación de las semillas en la tierra, del llanto de los elefantes y de la pomposa indiferencia de las orugas? En oposición con otros seres —dice Schneider—, el humano no es un ser unívoco sino equívoco. Su naturaleza constituye una repetición microscópica de los ritmos del macrocosmos. Su ritmo característico no es típico o unívoco porque su naturaleza es polirrítmica. Este carácter equívoco es la base de la inquietud espiritual de la especie. Es este nuestro ritmo esencial.
Para el pensamiento místico primitivo, la imitación de los ritmos esenciales de los fenómenos de la naturaleza permite ejercer dominio sobre ellos. Imitar, como dice Schneider, es identificarse en el mayor grado posible con el objeto imitado y hasta cierto punto conocer sus leyes íntimas, es decir, dominar el objeto copiado.
Así llega la magia. Si la lluvia viene después del trueno, basta con recrear el estruendo de éste o croar como las ranas para atraer el agua a la tierra. Quienes en la tribu están facultados para imitar ritmos esenciales son poseídos por un animal-tótem. Mujeres imitadoras del rugido de leonas ahuyentan peligros virtuales, hombres bramantes atraen manadas para hacer presa de ellas. Se trata de los ancestros más remotos de Orfeo.
Claro que, para esta conciencia primitiva, la imitación de los ritmos y voces de la naturaleza no sería posible sin un principio de analogía, si el ser humano no tuviera algún parentesco, un ritmo común con esos animales. En la cosmovisión de estas culturas pretotemísticas, de cazadores primitivos, los animales son encarnaciones místicas de sus antepasados, son dioses protectores de la tribu.
Ha llegado el tiempo de terminar con los cantos de escarnio. La resonancia cósmica de la especie humana ha de cesar la depravación prescrita y legitimada en el Génesis bíblico . La poesía del futuro no sólo tendrá que seguir cantando elegías por el locus eremus en que hemos convertido la totalidad de la tierra. Arraigados en su origen pretotemístico, los poetas del futuro tendrán que entusiasmarse con las voces de los animales, dejarse penetrar por las voces de la tierra. Ya no para ejercer dominio sobre ellas, sino para irradiarlas y en su rugido místico compartir con nuestros hermanos los gusanos la gobernanza del mundo en igualdad de derechos