RLV: erratas centenarias

Carlos Ulises Mata

Carlos Ulises Mata (León, Guanajuato, 1970). Es autor de La poesía de Eduardo Lizalde (Conaculta / Verdehalago, 2002).

Acompañado de una muy favorable recepción crítica, que sin duda amerita, en 2014 fue publicado el libro Ni sombra de disturbio (Auieo / cnca), de Fernando Fernández, volumen dedicado a explorar ciertos aspectos de la obra y la vida de Ramón López Velarde. No sumaré la mía a las reseñas y valoraciones que el año de su aparición e incluso el siguiente le dedicaron lectores como David Huerta, Juan Villoro, Luis Miguel Aguilar, Ernesto Lumbreras, Juan Domingo Argüelles y José Homero, entre otros, quienes celebraron su perspicacia y sensibilidad, rasgos a los que agrego la gran capacidad de su autor para hacer señalamientos y preguntas pertinentes.

A cambio de no reseñarlo dada mi condición de lector tardío del libro (julio de 2020), elaboro en estas páginas una suerte de continuación del diálogo sobre López Velarde al que Fernández nos invita, conversación que él mismo ha prolongado con nuevos ensayos y revelaciones publicados en el periódico La Razón, la revista Luvina y en su blog (sigloenlabrisa.com).

Centro mi conversación con Fernández, con los lectores de su libro y con los del poeta de la voz sonámbula y picante, en el más extenso (casi setenta páginas ) de los cinco ensayos que forman Ni sombra de disturbio: «El enigmático caso de “El sueño de los guantes negros”», meticuloso análisis de diversos aspectos que rodean al que llama «uno de los poemas más fascinantes de López Velarde»: su génesis y su final condición inacabada y póstuma; los numerosos comentarios críticos que ha suscitado en casi un siglo; su condición de poema que «cifra toda su poesía» (en palabras de Alfonso García Morales) y aun el accidentado trayecto y la triste condición del manuscrito, que lo salvó de perderse para siempre, hallado en el saco del poeta al morir, y resguardado desde 1971 en la Academia Mexicana de la Lengua.

Con ser una detallada revisión de la hondura, los insondables misterios y la belleza de ese poema, Fernández no se conforma con aportar una lectura más. Su intención no enunciada pero obvia es hacer avanzar el estado de la cuestión en que se ubica el estudio de «El sueño de los guantes negros» , sobre todo en lo relativo a las incógnitas que prevalecen sobre su escritura y su transmisión, al tratarse de un poema que, como se sabe, presenta desde su primera aparición cuatro lagunas textuales (¿o son más ?) . Con esa idea en mente, Fernández fue al encuentro del manuscrito mencionado, en compañía de la restauradora del inah Marie Vander Meerer.

Como el propio Fernández lo indica, más allá de la curiosidad que podría guiar su aproximación al célebre documento, el objetivo de su indagación era a la vez histórico y literario y se centraba en establecer «si el poema estaba acabado o no, y si las palabras de veras se borraron o nunca estuvieron donde se ha dicho» (p. 170), lo cual tiene una importancia central, pues zanjaría de plano la versión más aceptada de que López Velarde no pudo terminarlo —tras haber sostenido con él y con la muerte una especie de batalla final en la que al fin fue vencido—, trasladando las cosas a la versión más terrenal de que sí lo concluyó, mas no llegó a pasarlo en limpio a máquina o con pluma (lo cual, según su hábito, indicaba la consumación de un poema).

Así, al entender Fernández que esa indagación lo volvía embajador de los muchos lectores a quienes intriga ese misterio, tuvo la idea generosa de acompañar su ensayo con una reproducción bastante buena del manuscrito de la Academia —algo más pequeña que el original: 21.3 por 13.7 centímetros, frente a los 15 por 9.5 centímetros de la copia—, la que, además de permitirnos seguir las observaciones que sobre él hace, de modo vicario nos incorpora a la mesa de su disección y nos sitúa en una escena que me hizo recordar la Lección de anatomía de Rembrandt, con la doctora Vander Meerer en el papel del doctor Nicholæs Tulp.

No pondré aquí la serie de apuntes que Fernández despliega en las páginas donde hace el balance de su confrontación con el documento; son tan agudos y están escritos con pluma tan afortunada que vale la pena que cada quien los lea: seguro estoy de que cualquiera disfrutará y aprenderá con la lectura de ese pasaje, del ensayo y del libro entero.

En lugar de eso, con toda intención me referiré a la revelación más resonante (no la principal) de aquel análisis: la observación de la presencia, en el verso número 33 del manuscrito, de la partícula un, nunca antes registrada y tampoco incluida en las ediciones velardeanas, cuya inesperada aparición nos obliga a hacer pasar ese endecasílabo de su lección actual («libre como cometa, y en su vuelo») a una corregida («libre como un cometa, y en su vuelo»).

Como Fernández lo señala y es obvio, la minúscula rectificación surgida de su análisis no altera ni la métrica, ni la dicción, ni el significado del verso, tampoco, en consecuencia, del poema. Su interés evidente es otro: viene a decirnos que, tras un siglo de existencia del manuscrito y de ahondamiento del culto fervoroso a la obra de López Velarde y a este poema en particular, nadie hasta entonces (2014) se había ocupado de transcribirlo con pulcritud.

O en mis palabras, atravesadas de un escándalo tardío: dimos por sentado que el poema estaba escrito en ese papel tal como Enrique Fernández Ledesma —que lo tuvo en sus manos y lo sometió a procesos ópticos y químicos en su afán por descifrarlo— lo transcribió para su primera publicación, el 22 de junio de 1924, en El Universal. Y en hora y media el marchito papel nos desmintió.

Movido por el asombro y por una difusa culpa que me hacía sentir también responsable de esa desatención al gran poeta, concluida la lectura del ensayo fernandino tomé una lupa y me di a escudriñar la copia del manuscrito. Fue entonces que eché de ver que sus refutaciones a nuestra fe centenaria no se agotaban en el discreto «un» localizado por Fernández.

En las páginas que siguen doy cuenta de una serie de lecturas divergentes entre el manuscrito y la versión conocida del poema, a las que pude llegar gracias a la copia aportada por Fernández en su libro, y en buena medida animado por su ejemplo de buen observador.

Ocultos signos a la vista

Para decirlo primero de forma resumida, se trata de seis lecturas divergentes, de las cuales dos no modifican el significado de los versos que las contienen ni del poema, aunque sí la fluidez de su lectura, al ser signos de puntuación; otras dos son de percepción no tan obvia, pero si llegan a aceptarse como lecciones correctas modificarían la forma de presentación de una parte del poema, al aislar cuatro versos entre paréntesis. Y finalmente, dos sí alteran, diría que significativamente, el primero las hipótesis que pueden hacerse para colmar una de las lagunas del poema, y el otro la comprensión, el sentido y, por tanto, la interpretación de un verso clave (1).

Describo enseguida esas lecturas divergentes; para facilitar su ubicación, aludo a los pasajes por el número de verso (es útil, aunque no indispensable, al leer lo que sigue, tener a la mano la copia del manuscrito) (2).

—El verso 5 carece de la coma con la que ha venido imprimiéndose hasta ahora ( «No más señal viviente, que los ecos») y claramente no la necesita, por lo cual debe imprimirse sin ella.

—El verso 6, impreso hasta ahora en dos tramos de significado creados por una coma después de la palabra misa ( «de una llamada a misa, en el misterio»), carece asimismo de ese signo ortográfico, apareciendo en el lugar en donde alguien lo puso un par de líneas verticales levemente inclinadas hacia la izquierda (\\), las cuales, más que indicar una coma, parecen tachar las letras iniciales de un término al fin no escrito (se reconoce lo que podrían ser una t y una a). No existiendo en casos como éste una regla que obligue al uso de la coma, y siendo el uso de los signos de puntuación un recurso incluido en el caudal expresivo de un escritor, y sobre todo porque la coma no aparece, el verso debería imprimirse como está en el manuscrito.

—El verso 14, impreso hasta hoy de este modo: «y nuestras cuatro manos se reunieron», comienza con un signo que no es una letra, sino claramente el que indica la apertura de un paréntesis, observación que se refuerza con el hecho de que la y inicial tiene la dimensión y el trazo inequívocos de una Y mayúscula. Y si bien podría argumentarse que la presencia ahí de un paréntesis interrumpe la continuidad del discurso poético en que hasta ahora hemos inscrito ese verso, al leerlo como secuencia de los dos anteriores ( «Al sujetarme con tus guantes negros / me atrajiste al océano de tu seno»), con el mismo rango de credibilidad pueden oponerse tres razones que disuelven ese reparo: lo que se dice en los versos 12 y 13 no necesita para entenderse de lo que se declara en el 14 y siguientes, ni éstos requieren de aquéllos para tener sentido; desde sus primeros poemas y hasta los últimos, está bien documentado el uso de apartes poéticos entre paréntesis en López Velarde; y, al fin, el poeta siempre comienza esos apartes irónicos o dramáticos con mayúscula. Y sobre todo conviene leer el siguiente ítem.

—El verso 17 ( «de la fábrica de los universos») presenta dos peculiaridades a la vista: una es que la palabra universos fue escrita en dos partes (uni separada de versos), al parecer por la necesidad que en ese punto descubrió el poeta de desviar hacia abajo la línea de su escritura, a fin de que cupiera el endecasílabo en el papel; y la segunda, la aparición al final del verso de un signo muy marcado que no es una letra, ni una tachadura, sino, hélas!, un cierre de paréntesis, lo cual (confieso que inesperadamente, aun para mí) apuntala la así no muy absurda presencia del signo de apertura al comienzo del verso 14. Y cuantimás que los cuatro versos que acaso López Velarde situó dentro del paréntesis (14 al 17) se leen de esa manera con una ligera dosis adicional de intimidad, casi de secrecía en la modulación con que los dirige a la resucitada. Un detalle más: justo debajo de este verso aparece tachado el que luego llevaría el número 23: «¡Oh, prisionera del valle de Méjico!», según notó Fernández (p. 170); como curiosidad añadida señalo que entre esa línea cancelada y el famoso verso 18, «¿Conservabas tu carne en cada hueso?» , se lee un arranque de frase también tachado: «La de los» o «Ya de los» , que luego no fue aprovechado ni sabemos a dónde se dirigía (3).

—El verso 22, primero de los cuatro truncos e impreso hasta ahora como «Mi carne…* de tu ser perfecto» , presenta una divergencia menor, que aun así es útil comentar. La observación de la copia (más trabajosa aquí, pues el texto del reverso está más desleído y afectado por los químicos aplicados en 1924 o después) nos convence de que López Velarde jamás puso ahí la preposición de, que todas las ediciones imprimen después del asterisco, la cual —si bien no cambia el sentido de nada, pues el verso está trunco—, exagerando un poco, diré que ofende por tres motivos: porque alguien la añadió de modo arbitrario; porque, tras años de estudio del documento, no ha sido eliminada por ningún editor, y porque su presencia contamina el proceso de recomposición conjetural de ese verso, como lo muestra la definitiva anulación de la propuesta de José Luis Martínez, quien con coquetería y buena intención en 1990 llenó así la laguna: «Mi carne [urna] de tu ser perfecto» , ilegible sin el de inexistente que él, como todos, dimos por supuesto y debe eliminarse (entre paréntesis señalo que Fernández consignó esta divergencia sin comentarla, como si no hubiera sido consciente de la novedad que estaba revelando al transcribir ese verso sin el de, en la p. 176 de su libro).

Revelaciones de ultratumba

Al tratarse de la transcripción errónea más significativa de las seis divergencias registradas al revisar la copia del manuscrito, comento aparte la que comporta el remplazo de una palabra por otra y, en consecuencia, como dije, la alteración del sentido y la interpretación de un verso, el número 13, de inmediatas resonancias velardeanas.

Como se recordará, a la altura de ese verso está ya en marcha el mecanismo poético (que es a la vez visual) de «El sueño de los guantes negros».

Con gran economía, en los primeros versos (1-7), el poeta relata a quienes leemos el sueño en que se vio atrapado dentro de una ciudad, encallada a su vez dentro «del más bien muerto de los mares muertos», y establece las coordenadas atmosféricas, sonoras y vitales en que el poema transcurrirá: de madrugada y en invierno, en un silencio apenas roto por los ecos atemperados de una campana distante, sin seres vivos a la vista (él mismo hasta ahí sólo existe como soñador que recuerda). A partir del verso 8, el poeta ya no se dirige al lector, ni lo hará más: le habla a la resucitada, quien entre ése y el verso 11 irrumpe y se encuentra con el esqueleto de quien habla en el poema. Apenas luego, en los versos 12 y 13, éste transmite a la dama el primer recuerdo en que alienta un indicio de reconocimiento por parte de ella: el gesto firme y tierno de sujetarlo con sus guantes negros y de atraerlo hacia sí.

En ese punto aparece el error de transcripción anunciado. No sólo todas las ediciones existentes, sino aun el recuerdo que del poema tienen incontables lectores, declaran que la dama atrae al poeta al «océano» de su seno; y sin embargo el verso 13 dice otra cosa: «me atrajiste al arcano de tu seno».

En el cine y la novela negra, un detective experto en grafología, un psicólogo audaz y hasta un curtido mecanógrafo determinan, con sólo ver dos escritos diferentes, si una misma persona los redactó. En el caso de López Velarde, uno mismo, armado de prudencia, puede cumplir esa tarea. Con esa convicción, en los párrafos que siguen ofrezco las evidencias que muestran la confusión ocurrida algún día —persistente hasta hoy— entre océano y arcano, y la posible explicación de su origen.

Antes que nada, conviene señalar las dificultades básicas que han de considerarse, ninguna de ellas insalvable para el caso que nos ocupa. En primer lugar, al tratarse de un autógrafo, las palabras del poema están sujetas a la forma peculiar de escritura «a mano» de López Velarde, circunstancia nada gravosa, pues por fortuna se conservan decenas de manuscritos suyos que nos permiten identificar sus maneras reiteradas de dibujar cada letra y de desplegar sobre el papel palabras y frases enteras.

En segundo lugar, parece claro que López Velarde redactó el poema en condiciones de prisa y provisionalidad (la letra descuidada y rápida, los tachones, la elección azarosa de una hoja de memorándum del periódico Excélsior dan cuenta de eso), y en evidentes condiciones de impropiedad material (los endecasílabos no caben en la estrecha hoja y al final de cada verso el poeta los enrosca hacia abajo al escribirlos). Sumado a eso, como en la copia puede verse y Fernández lo detalla, la condición del original es muy mala, al punto de presentar pérdidas irreparables en el extremo inferior y en dos secciones arriba del centro. Sin embargo —también por fortuna en este caso—, ni la descuidada escritura ni el pésimo estado del papel obstaculizan el desciframiento, pues la palabra que nos interesa aparece bien dibujada y al centro, a la altura del segundo tercio del manuscrito.

¿Cómo pudo, entonces, darse la confusión? Una primera explicación reside en la relativa semejanza entre las palabras intercaladas: océano y arcano tienen ambas seis letras, de las cuales las tres últimas son las mismas. Fuera de esa nota común, las tres letras iniciales y diferentes de cada palabra no se parecen nada a su respectiva correspondiente en términos de posición: la o no se parece a la a; la c no se parece a la r; y la é (acentuada) no se parece a la c, en ninguna de las formas de escritura, manual o mecánica. Y sobre todo, la forma peculiar en que López Velarde traza esos pares de letras (o-a, r-c, é-c) no abre resquicios a la confusión.

Una rápida revisión de las realizaciones de esas cinco letras en los manuscritos del poeta arroja estas evidencias (téngase presente que él, como era uso dominante en su época, escribe con la llamada letra manuscrita o cursiva): invariablemente, el rizo de la o se dirige hacia arriba y el de la a hacia abajo; su r semeja siempre la corona de una ballesta (ɤ), mientras que su c se corona con un rizo cerrado sobre sí mismo (ϱ) , y al fin la e (salvo cuando es mayúscula y la dibuja así:  ɛ) tiende a contraerse y quedar como un moño vertical casi cerrado (ᴥ), a veces indistinguible de la i.

Pero, en realidad, todo se reduce a la identificación de la letra c: la palabra en cuestión no puede ser océano, porque para eso la e siempre desvaída del poeta tendría que pasar por su c siempre erguida y de mayor tamaño que sus compañeras. Y esa asimilación nunca se verifica, como incluso sin lupa cualquiera puede constatarlo si revisa la media docena de veces que la c velardeana asoma el cuerpo en la cara frontal del manuscrito, en las palabras silencio, capilla, oceánica, con, cuatro, cimientos, fábrica. En todos los casos, la letra tercera del alfabeto es inconfundible.

Por si hiciera falta, hay otros dos argumentos. El primero apela a la afinidad familiar y a la aritmética. Sea como adjetivo o como sustantivo, el término arcano se mueve con naturalidad en el universo idiomático característico de López Velarde y entre sus elásticos límites aparece con cierta frecuencia: en «El piano de Genoveva», de la etapa primera; en «Viaje al terruño» y «Mientras muere la tarde», de La sangre devota (en ambos casos rimando con mano, como lo hace, en rima interna, en «El sueño de los guantes negros»); en «La última odalisca», de Zozobra, y en «Anna Pavlowa», de El son del corazón, por señalar poemas de sus diferentes épocas y libros.

Y, al fin, el segundo argumento y más importante apela al sentido poético: la nueva versión del verso 13, además de inscribirse sin violencia en el pasaje al que pertenece, se lee y suena bien, conserva las sugerencias de hondura y calidez propias del espacio en que los amantes se encuentran y unen sus manos, y diré incluso (para abrir la cadena de interpretaciones que tendrá) que refuerza de forma más nítida las notas de misterio y reconditez que circulan en el poema, al punto de hacerlas resonar, ahora de forma inequívoca, en el centro mismo de la milenaria tradición —no siempre hermética ni ocultista— estudiada por Francisco Rico en El pequeño mundo del hombre (1985): la del ser humano —y la del ser amado, con más razón— como emblema cifrado del mundo o, si se quiere, como mundo en pequeño: «Al sujetarme con tus guantes negros / me atrajiste al arcano de tu seno». El arcano: no cualquier parte, sino la que guarda la piedra de fundación del universo (4).

Salmos viejos, ediciones nuevas

De manera natural, lo dicho hasta aquí reafirma una constatación que ya otros lectores (el mismo Fernández, Villoro, García Morales, Lumbreras) han hecho y que por tanto no es nueva ni original: la necesidad de contar, para empezar y por lo menos, con una edición confiable de los poemas, las prosas, las cartas y todo texto que haya salido de la mano de López Velarde y sea factible considerar como parte de su obra.

O en otras palabras, para usar las que López Velarde pensó poner como subtítulo a la frustrada edición de La sangre devota de 1910 («Salmos viejos en lírica nueva»), glosadas aquí: la urgencia de situar sus «viejos» escritos en verso y prosa en formas editoriales nuevas, limpias y seguras.

Como es notorio, me cuido de no incurrir en la ilusión o en el despropósito de soñar con tener pronto una edición crítica de los textos que conforman la obra del zacatecano, por la simple razón de que, en asuntos editoriales y de consumación amorosa por igual, no se pasa de la fase primera a la final sin recorrer las intermedias.

Aceptado el preceptivo carácter gradual hacia el momento de la edición crítica, lo más práctico hoy, a un paso de cumplirse el centenario luctuoso de López Velarde, es pensar en la hechura de una edición confiable, lo que, en esencia, significa una edición mejor, pero no otra que la de referencia de José Luis Martínez (5). Es decir, una que al emprenderse la tome como ineludible punto de partida (y en varios aspectos, de llegada, también) y considere como criterios orientadores los dos únicos en que creo es imaginable mejorarla:

I) El cotejo de todos o la mayoría de los textos con más de una fuente segura (impresa o manuscrita, cuando las haya), lo que erradicaría a la vez la duda que en muchos casos surge de si el poeta escribió tal o cual palabra o frase, las erratas persistentes y las tergiversaciones documentadas (la de Antonio Castro Leal, en el poema «Al volver…», las que ahora vemos que existen en «El sueño de los guantes negros», etcétera), y

II) la reclasificación de los textos poéticos y en prosa no elegidos por su autor para publicarse en libros, y el consecuente otorgamiento de otra nomenclatura a las secciones que hasta hoy los reúnen, lo que permitiría superar el cursi y casi desdeñoso de «Primeras poesías» (puesto por Castro Leal), el inexacto de «Crítica literaria», así como los dos heredados de Elena Molina Ortega (retocados por Martínez): «Don de febrero y otras crónicas» y «Periodismo político», sólo sustentados en la costumbre y no en criterios filológicos ni genéricos.

Mas comienzo a pisar terrenos recónditos y debo evitarlo. No sé si una institución o persona estén preparando ahora mismo una nueva edición o una buena antología de los poemas y prosas de López Velarde, ni siquiera si el Fondo de Cultura Económica contempla hacer en 2021 una reimpresión de las Obras velardeanas sin las erratas que no exigen un trabajo especializado para eliminarse (tengo un registro de más de 600 y ofrezco ponerlas a disposición de quien llegue a emprender esa urgente tarea). Y no lo sé, pues, a menos que se trate de un proyecto alentado en la reserva, este año previo al centenario luctuoso las cosas han sido muy distintas al respectivo año previo del centenario natal, y no sólo por la pandemia: en 1987, un año exacto antes del 15 de junio de 1988, se creó una comisión nacional y con la misma anticipación se esbozó un programa conmemorativo; ahora no se han dado señales alentadoras o las ignoro.

Para concluir, vuelvo a «El sueño de los guantes negros» , que dio pie a esta disquisición y sirve de emblema a las dudas y lagunas que señalan la necesidad de un renovado acercamiento editorial a la obra de López Velarde. Lo hago transcribiendo un pasaje de la nota que Enrique Fernández Ledesma puso a la primera publicación del poema, en 1924: «Sobrevino la muerte del poeta y el original, en mis manos, fue aún más ilegible que cuando lo vi [por primera ocasión]. Lentes, poderosos reactivos… todos los recursos fueron inútiles. “El sueño de los guantes negros” figurará, trunco, en el libro póstumo del poeta: El son del corazón».

La condición inacabada o incompleta de ese poema (en su caso no es lo mismo) no la podemos evitar, pues el llenado de sus lagunas escapa a nuestras capacidades objetivas. Lo que sí podemos evitar es que ese poema y otros escritos suyos sigan figurando en la memoria y en los libros mal transcritos, con comas, preposiciones y palabras que Ramón López Velarde no puso ahí.

El sueño de los guantes negros

Ramón López Velarde

Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos.
Era una madrugada del invierno
y lloviznaban gotas de silencio.

No más señal viviente que los ecos         5
de una llamada a misa en el misterio
de una capilla oceánica, a lo lejos.

De súbito me sales al encuentro,
resucitada y con tus guantes negros.

Para volar a ti, le dio su vuelo                   10
el Espíritu Santo a mi esqueleto.

Al sujetarme con tus guantes negros
me atrajiste al arcano de tu seno.
(Y nuestras cuatro manos se reunieron
enmedio de tu pecho y de mi pecho,       15
como si fueran los cuatro cimientos
de la fábrica de los universos)

¿Conservabas tu carne en cadahueso?
El enigma de amor se veló entero
en la prudencia de tus guantes negros.     20

¡Oh, prisionera del valle de Méjico!
Mi carne... * tu ser perfecto,
quedarán ya tus huesos en mis huesos;
y el traje, el traje aquel, con que tu cuerpo
fue sepultado en el valle de Méjico;           25
y el figurín aquel, de pardo género
que compraste en un viaje de recreo...

Pero en la madrugada de mi sueño,
nuestras manos, en un circuito eterno
la vida apocalíptica vivieron.                     30

Un fuerte... * como en un sueño,
libre como un cometa, y en su vuelo
la ceniza y... * del cementerio
gusté cual rosa... *                                      34

Nota: la transcripción que aquí se ofrece incorpora nueve cambios con respecto a la publicada en Obras (fce, 1990). En el v. 32 se añade el «un» observado por Fernando Fernández; en los vv. 5, 6, 13, 14, 17 y 22 se registran las lecciones hasta ahora no tomadas en cuenta de las que se habla en el artículo «RLV: erratas centenarias». Y al fin, se consideran también dos observaciones anotadas allí a pie de página (núm. 1) aunque no comentadas con igual amplitud: en el v. 3 se escribe «una madrugada del invierno» (en lugar de «invierno») porque está en el original y porque garantiza la dicción endecasilábica y la fluidez de la lectura; y en el v. 15, se transcribe «enmedio» en lugar de «en medio», porque el poeta lo escribió así, lo que es usual en México, pese a que la rae señala que «No se admite [esa] grafía» (cuml).

(1) Por tratarse de casos, uno de ellos de aparición ocasional y el otro de criterio gramatical, menciono aparte dos divergencias adicionales del manuscrito con respecto de la transcripción usual del poema. El v. 3 se transcribe a veces como «Era una madrugada de invierno» y en el manuscrito (conforme a la necesidad métrica) se lee «del invierno»; contra ese error ocasional, imprimen bien el verso José Emilio Pacheco en su Antología del modernismo, Zaid en Ómnibus de poesía mexicana y Martínez en la primera edición de las Obras (1971 y reimpresiones), no así en la segunda (1990 y reimpresiones), fuente de reiteración de esa falta al ser la edición de referencia de lectores y estudiosos. El verso 15, que todos transcriben «en medio de tu pecho y de mi pecho», claramente el poeta lo escribió poniendo «en medio» como una sola palabra, contra la rae pero apoyado en el arraigo de ese uso en México (el Diccionario del Español de México y el Diccionario del Español Usual en México, ambos del Colmex, le dan entrada como término autónomo).

(2) Además de acompañar Ni sombra de disturbio, el manuscrito se reproduce también, al lado de otros documentos autógrafos, en la edición de la Obra poética de la colección Archivos, coordinada por José Luis Martínez (allca-cnca, Madrid, 1998).

(3) La aparición de esto, que podría considerarse el comienzo de un verso tan pronto concebido como eliminado, por insignificante que sea, podría tener su origen en un hábito de López Velarde señalado por Xavier Villaurrutia, quien, justo al hablar sobre El son del corazón, se refirió a «la peculiar manera que tenía [rlv] de completar sus versos hasta alcanzar, por medio de una acomodación buscada y calculada, expresiones imprevistas», la cual habría tenido como efecto que en ese libro, que el poeta ya no cuidó, se hubieran incluido «unos cuantos poemas […] que son esquemas incompletos y borrosos», frase que, aunque puesta en plural, parece aludir en forma velada y aun desdeñosa a «El sueño de los guantes negros» (xvObras, p. 644).

(4) Al margen hay que decir que ciertas interpretaciones del poema basadas en la vastedad y en la condición acuática y reverberante del océano, o que aludían a él, ahora que vemos que tal término no está ahí, habrán de ajustarse o, en todo caso, considerarse en la belleza que tuvieron cuando se formularon. A manera de ejemplo, señalo la lectura muy redonda de Martha Canfield, quien vio en la trayectoria de aproximación entre los amantes del poema un vuelo que «lleva de un mar a otro, de un océano a otro: del fondo del mar muerto donde se halla, ella lo atrae hacia “el océano de su seno”» (La provincia inmutable, La Otra / cnca, 2015), visión muy sugerente, pero ya se ve que la hondura residente en el seno amado tiene otro término de equiparación: su arcano, igual de insondable que el océano, pero de diversa naturaleza simbólica.

(5) Aunque pueda parecer obvio, no sobra decir que una edición crítica no es en sí superior a una ordinaria, y que para ciertos fines (por ejemplo, la difusión masiva) no sólo es innecesaria sino indeseable.

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