Prácticas corporativas / Adrián Curiel Rivera

En Herámburo, país oriental de reciente creación cuyas jurisdicciones y fronteras cambian como las fases de la luna, el vicepresidente de una próspera compañía que se ha propuesto la humanitaria, loable y onerosa meta de satisfacer la demanda sexual de los que por distintos motivos están solos en el mundo pero cuentan con el apoyo solidario de un teléfono, móvil o convencional, el vicepresidente, decíamos, fue llevado al banquillo de los acusados por hacer una llamada obscena a una telefonista de la propia compañía. El fluctuoso cuerpo deliberante que conoció la causa, compuesto un día por cinco magistrados y al día siguiente por uno, magistrado este último que a la sazón era también el presidente de la empresa, de Herámburo y del Tribunal Único de Justicia, haciendo caso omiso de que la pena que imponía no estaba prevista en código alguno, cosa que es comprensible puesto que en Herámburo no hay códigos, dictó, por no decir que apuntó en una hoja de papel que no aparece por ningún sitio, una sentencia de cadena perpetua. Según la versión más difundida, la operaria se había negado a practicar un beso negro, ya que «hasta en las peores profesiones debe guardarse un poco de ética», como ella misma manifestó en el juzgado antes de describir la forma en que su interlocutor había montado en cólera resolviendo acto seguido acudir personalmente a la cabina para hacer valer sus derechos de cliente digital. Hay que tomar en cuenta que en Herámburo la pornofonomía activa se persigue con severidad, mientras que sus nacionales están autorizados, espoleados más bien, al constituir una valiosa fuente de empleos y un incentivo imponderable para el crecimiento del producto nacional bruto, a sobrellevar con resignación casi alegre la pornofonomía pasiva. El magistrado que integraba el tribunal del segundo día, al levantar la sesión, quiso destacar, a título personal, «el mal gusto del condenado, pues un beso negro no se pide ni por teléfono».

Las circunstancias que rodean el caso no dejan de ser nebulosas. Si escarbamos un poco sobre la pátina del expediente, que por supuesto ya fue archivado, lo que dificultará un poco la tarea, y se presta oído a otras versiones extrajudiciales, descubriremos los recelos e intereses monopolísticos que se ocultan en el fondo de este asunto. Resulta que el presidente de Arúmbaro, país vecino de jurisdicciones y fronteras tan lunares como las de Herámburo, planeaba colocar las primeras piedras de una prometedora compañía análoga. No se sabe a ciencia cierta si con la mejor de las buenas voluntades o de las malicias, en señal de amistad, le obsequió al cándido vicepresidente caído en desgracia un teléfono portátil rojo. El líder de Herámburo fue informado de «la traición» por los auriculaespías encargados de radar la frecuencia y espacio de cobertura de la competencia. En el calabozo, sin embargo, en una era en que las telecomunicaciones han sustituido la voluntad popular de Rousseau, y las empresas a los estados, el prisionero mantiene viva la esperanza de que los vientos de las ganancias mercantiles cambien de rumbo: los accionistas de Arúmbaro «fusionarán» a los de Herámburo, a él lo incorporarán a los nuevos puestos directivos y, teniendo la sartén por el mango, hará que su arruinado verdugo repte por los suelos implorando un escarmiento benigno. Entonces se invertirán los papeles y tendrá oportunidad de cobrar aquella vieja deuda oscura porque, al fin y al cabo, el cliente siempre tiene la razón .

 

 

Comparte este texto: